Soldados venezolanos miran a miembros de la etnia wayuu en la frontera de Colombia en Paraguachon, en el estado de Zulia (Venezuela). (Federico Parra/AFP/Getty Images)
Soldados venezolanos miran a miembros de la etnia wayuu en la frontera de Colombia en Paraguachon, en el estado de Zulia (Venezuela). (Federico Parra/AFP/Getty Images)

Los incidentes y la tensión entre ambos países aumenta y podría derivar en graves incidentes.

Colombia (La Nueva Granada) y Venezuela conformaron una sola república (junto con Ecuador y Panamá) entre 1821 y 1831. El Istmo se adhirió a la carta política aprobada en Villa del Rosario en Cúcuta, desde el primer año, y Quito lo hizo al siguiente. El Libertador, Simón Bolívar, llamó a esta unión la República de Colombia, uno de sus grandes sueños, quizás el más querido. Sueño concebido en Angostura (1819), actual ciudad Bolívar (Venezuela). Pero Caracas no se sintió cómoda con este diseño – por considerarlo excesivamente centralista – y luego de una década se separó, igual que posteriormente Quito. Panamá tardó setenta y dos años en hacerlo.

Tras este fracasado experimento Colombia y Venezuela han vivido casi dos siglos de encuentros y desencuentros. La más reciente desavenencia ha sido generada por el presidente Nicolás Maduro, al ordenar el cierre del paso fronterizo entre San Antonio y Cúcuta. Esto ha enturbiado las relaciones bilaterales, en un momento decisivo para Colombia que hace esfuerzos por poner punto final a un conflicto armado interno de más de cincuenta años. En ese camino hacia la paz colombiana, Caracas viene jugando un papel fundamental, al facilitar las aproximaciones entre el Ejecutivo de Juan Manuel Santos y las longevas guerrillas colombianas, además de apoyar logísticamente el proceso. Venezuela ejerce, además, como país acompañante (junto con Chile) de las conversaciones entre el Gobierno y las FARC en Cuba. En dicha condición ha facilitado el traslado de guerrilleros a la isla, y auspiciado encuentros con la otra guerrilla, el Ejército de Liberación Nacional, ELN.

Bogotá y Caracas siguen modelos económicos diferentes desde 1999 cuando llegó al poder Hugo Chávez, quien con su ‘revolución bolivariana’, – el socialismo del siglo XXI – estableció un eje petro-político entre Caracas y La Habana que se ha extendido hasta La Paz (Bolivia) y Managua (Nicaragua), y media docena de países centroamericanos y caribeños. Colombia, por su parte, lleva dos largas décadas anclada en el paradigma neoliberal, con un férreo alineamiento político y militar con Washington. El transito por dos caminos opuestos y las simpatías entre el chavismo y las guerrillas colombianas, han generado tensiones y recelos entre los dos gobiernos, llegándose inclusive a escenarios prebélicos, como en julio de 2010, cuando el presidente Álvaro Uribe acusó a Caracas de dar cobijo a la insurgencia colombiana. Chávez, entonces, militarizó la frontera y rompió relaciones diplomáticas.

La crisis actual es una más entre una larga lista ya bicentenaria, pero en ninguna antes la gente que vive en la frontera había sufrido tanto sus efectos. Las imágenes de 1.500 colombianos, con sus exiguos patrimonios a cuestas (frigoríficos, armarios y cocinas) atravesando el río Táchira para volver a Colombia, después de que sus viviendas fueran derribadas por buldóceres venezolanos, ha quedado grabada en el corazón de los colombianos como una de las más grandes afrentas.

Simultáneamente, se ha desatado una ola de retornados colombianos (la ONU habla de 15.000), lo cual hace más complejo y explosivo el cuadro. Por suerte que el presidente Maduro es hoy en Colombia el personaje más impopular del mundo. Por redes sociales y chats circulan cientos de memes que lo critican y ridiculizan.

Pero que no le quieran en Colombia, no es algo que trasnoche a Maduro, sí en cambio las próximas elecciones en Venezuela. Él argumenta que la frontera está siendo utilizada por paramilitares colombianos que trafican con drogas, armas y divisas. Afirmación que no está construida precisamente en el aire. En esta zona hay un problema crítico y enredado. Eso es verdad. Lo que no resulta creíble, sin embargo, es que el cierre de la frontera entre Cúcuta y San Antonio (y también el paso por Paraguachón, en el estado de Zulia) solucione algo. Los 2.219 kilómetros de extensión limítrofe conforman una de las fronteras más porosas y peligrosas del mundo. Colombia tiene siete departamentos (La Guajira, Cesar, Norte de Santander, Boyacá, Arauca, Vichada y Guainía) que limitan con Venezuela, y ésta cuatro (Zulia, Táchira, Apure y Amazonas). El paso clausurado es el más comercial y transitado por los ciudadanos, pero ni los paramilitares ni las guerrillas ni los contrabandistas y traficantes (colombianos y venezolanos) necesitan de él para pasar de un país a otro. Podría haber más de 350 sinuosos atajos clandestinos. Un auténtico colador que ninguno de los dos gobiernos controla.

El problema no está en la legalidad sino en la ilegalidad. Según la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales, DIAN (agencia tributaria colombiana ) el 15% del combustible que consume el país (45.000 barriles de gasolina diarios) es contrabando procedente de Venezuela. Un negocio que mueve alrededor de 500 millones de dóla­res por año (449.000 millones de euros aproximadamente), gracias a la diferencia de precios que existe. La frontera es una zona de guerra y de ilegalidad, en la cual operan no solo estructuras criminales colombo-venezolanas, sino también mexicanas y dominicanas. En una amplia franja fronteriza se ha configurado un poderoso Estado mafioso que opera a ambos lados, con complicidades de agentes oficiales tanto de un país como del otro. En el libro de Ariel Ávila, La frontera caliente, de la Corporación Nuevo Arco Iris, se afirma, por ejemplo, que en Zulia, policías y sectores de la Guardia Nacional Bolivariana controlan rutas y que algunos de ellos son funcionales a los cárteles del narcotráfico internacional. De hecho, los medios de comunicación hablan del ‘cártel de los soles’, para referirse a los generales venezolanos que se mueven en este negocio ilícito.

Los dos gobiernos han perdido el control. La solución demanda diálogo fluido y estrecha cooperación entre Bogotá y Caracas. Santos se negaba a reunirse con Maduro hasta tanto no hubiese acuerdos mínimos entre las cancillerías. Pero la presión de los acontecimientos y la gestión diplomática de los presidentes Rafael Correa y Tabaré Vásquez, el primero como cabeza de CELAC y el segundo como presidente de UNASUR, lo hicieron asistir a Quito a un encuentro con Nicolás Maduro, del cual no salió humo blanco. El acuerdo de ‘normalización progresiva de la frontera’ es solo una declaración de buenas intenciones. Es verdad que el regreso de los embajadores a sus sedes, permite la recuperación del diálogo directo, pero el fondo de la situación amerita mucho más que eso. Lo acordado ayuda a la distención y restablece las conversaciones, pero no se avanzó en la resolución de la crisis humanitaria, la frontera sigue cerrada y los costes los paga la gente.

La diplomacia ha logrado salvar los trastos, sin embargo Ecuador y Uruguay no pueden echarse a cuestas la resolución de un problema que se inscribe en la órbita de la ‘interméstica’. Vale decir, es un problema doméstico con efectos internacionales. Hoy son pocos quienes dudan que las motivaciones de esta crisis sean políticas. La situación de la frontera es ya antigua, pero solo ahora le interesa a Maduro. Él la ha instrumentalizado y de momento las cosas le están funcionando. Por ello transmite la percepción de tener un libreto claro con miras a las elecciones del 6 de diciembre, cuando se elegirán los miembros de la Asamblea Nacional. Hasta antes del 19 de agosto pasado los comicios no pintaban nada bien para el chavismo. Según diferentes encuestas el oficialismo solo obtendría entre el 25% y el 29% de los escaños. Maduro ha recurrido al viejo truco del enemigo externo, para concitar respaldo interno. La crisis le ha servido también de paraguas contra la lluvia de críticas causada por la condena a 13 años de prisión del líder opositor, Leopoldo López, así como por los problemas de la economía, lastrada por la caída de los precios del crudo (que representa el 95% de las exportaciones venezolanas) y una inflación del 200%, según estudios particulares, pues el Banco Central de Venezuela, desde hace 8 meses, no publica cifras oficiales.

A Santos este enredo le ha pillado por sorpresa y con el paso cambiado (por el proceso de paz). Su margen de maniobra no es grande. Para el antichavismo colombiano, en cambio, es una oportunidad de oro. Maduro ha logrado unir a los antiguos presidentes César Gaviria, Andrés Pastrana y Álvaro Uribe, quienes han saltado al ruedo, dispuestos a liderar la oposición hemisférica al régimen venezolano, lo cual se fraguó hace unas semanas en Panamá. La ‘declaración de Bogotá’, firmada por 34 ex presidentes de América Latina y 2 de España, constituye el bloque de oposición internacional al Gobierno venezolano. Justo lo que Miraflores necesita para las elecciones de diciembre: un enemigo externo a quién enfrentar. Algo que le dé fuerza a la teoría del complot contra el Ejecutivo. Esto, desde luego, en nada ayuda a resolver los problemas fronterizos.

El vecindario suramericano está preocupado. Ya se han presentado incidentes militares venezolanos que podrían agravar la situación. Violaciones del espacio aéreo colombiano y persecuciones en caliente por parte de la guardia nacional, también en suelo colombiano, podrían derivar en hechos más graves.

La situación es sostenible para Caracas, pero no para Bogotá. La oposición pide a Santos que endurezca el tono y tome medidas. La cuestión es que hacerlo podría afectar al proceso de paz. Si las relaciones bilaterales se deterioran el presidente colombiano perdería la confianza en Venezuela y entonces debería dejar de participar, lo cual no desean las guerrillas. Los ojos del hemisferio están puestos en lo que sucede en la ‘Gran Colombia’.