Vista de la ciudad siria de Maalula en 2016 con una estatua de la Virgen María coronando la ciudad. (Stringer/AFP/Getty Images)
Vista de la ciudad siria de Maalula en 2016 con una estatua de la Virgen María coronando la ciudad. (Stringer/AFP/Getty Images)

Entre la indiferencia de Occidente y los ataques de los yihadistas, los cristianos en la región se encuentran en tierra de nadie.

The last supper

Klaus Wivel

The New Vessel Press, Nueva York, 2016

El mundo no es un vacío.
Si no lo convertimos en un altar del Señor,
lo invaden los demonios.
No puede haber neutralidad.
O somos ministros de lo sagrado
o esclavos de la maldad

Echoes from Eternity (1922)
Abraham Joshua Heschel

En el siglo VIII, el islam reinaba sobre un vasto territorio que se extendía desde Afganistán al Magreb. Pero mientras que en Europa, los ‘paganos’ fueron borrados de la historia por el cristianismo, en los Estados musulmanes las ‘religiones del libro’–judíos y cristianos– han sobrevivido junto a pueblos aún más antiguos: los mandeos, remotos herederos de los cultos mistéricos de la antigua Babilonia, todavía viven en las marismas del Tigris; los yazidíes, cuyos templos albergan efigies de pavos reales, al norte de Mosul en Irak; y los ‘adoradores del fuego’, como los chiíes llaman a los zoroastrianos, en Irán.

En Cisjordania una pequeña comunidad samaritana vive en torno al monte Garizim, cuyo templo, rival al de Jerusalén, fue construido en el siglo IV a.C.. Regiones montañosas, lenguas arcaicas, cultos esotéricos y dogmas secretos les sirvieron de escudo contra el mundo exterior, como si en las catacumbas romanas los adoradores de Mitra siguieran celebrando hoy sus baños rituales con sangre de buey.

Todas esas comunidades, cuyos orígenes se pierden en la Antigüedad, están hoy amenazadas por el islamismo. Los 7,5 millones de caldeos, nestorianos, siriacos, asirios, greco-ortodoxos y armenios dispersos entre el Nilo y el Éufrates son especialmente vulnerables, dado que los salafistas los consideran una especie de quinta columna del imperialismo occidental.

Según las encuestas del Pew Research Center, en decenas de países desde Pakistán al Sahel se registran todos los años ataques contra cristianos. La paradoja es que los cristianos no son una etnia o una nacionalidad diferenciada. Viven entre musulmanes, comen y visten como ellos y hablan su misma lengua. Su única diferencia es religiosa: sus iglesias, su liturgia, sus escrituras sagradas. Pero, por primera vez en 2.000 años, los sermones están dejándose de oír en sus templos y ermitas.

No es casual. En marzo de 2012, el gran muftí de Arabia Saudí, Abdul Aziz bin Abdullah, declaró que era necesario “destruir todas las iglesias de la región”. Y los cristianos que viven en países musulmanes se toman muy en serio ese tipo de advertencias. El ateísmo y la apostasía están penadas con la muerte en Arabia Saudí, Sudán, Pakistán, Maldivas, Mauritania e Irán.

A finales del siglo XX, vivían en Irak aproximadamente 1,4 millones de cristianos. Hoy son la tercera parte de esa cifra. Solo en Mosul, hoy en manos de Daesh, vivían en 2012 casi 50.000 cristianos pero los asesinatos, los secuestros y la quema de iglesias los han diezmado.

Sin embargo, los líderes occidentales –incluido Barack Obama, que nunca menciona al islam o al islamismo en relación a actos terroristas cometidos por grupos musulmanes– rehúyen referirse explícitamente a estos hechos para no azuzar el ‘choque de civilizaciones’. Recién en febrero de este año, el Parlamento Europeo aprobó una resolución que calificó de “genocidio” la atrocidades cometidas por Daesh contra cristianos y yazidíes en Irak y Siria.

El propio patriarca copto, Tawadros II, ha pedido a los fieles de su Iglesia en EE UU que eviten hacer manifestaciones ante la Casa Blanca para no empeorar las cosas a los coptos egipcios. Los cristianos de Oriente Medio se han quedado en una tierra de nadie, entre la indiferencia de Occidente y el desprecio de los yihadistas. Si siguen así las cosas, dentro de unas décadas los cristianos serán solo un recuerdo en las tierras en las que nació la Iglesia.

Apocalipsis en la cuna de la Iglesia

De no haber sido por la invasión mongola de Tamerlán en 1401, Bagdad sería hoy un centro mundial de la Cristiandad. La Iglesia asiria de lengua aramea, la misma que hablaban los apóstoles, tenía un obispo en Pekín en el 635 d.C.. Los alfabetos mongol y tibetano tienen clara influencia siriaca. Poco a poco, los dhimmis –las minorías toleradas por el islam– comenzaron a ver reconocidos sus derechos. A lo largo del siglo XIX, lo sultanes de Estambul fueron equiparando los derechos de sus súbditos de todas las confesiones. En 1906 Irán otorgó un escaño en el Majlis (Asamblea Consultiva Islámica, la cámara legislativa del país) a los zoroastrianos.

La Primera Guerra Mundial marcó el principio del fin de la convivencia. Entre 1915 y 1917 murieron un millón de armenios, caldeos y asirios en las marchas de la muerte de las autoridades otomanas. El carácter cerrado –y muchas veces endogámico– de las comunidades no islámicas y de sectas chiíes como los alauíes o los drusos, las hizo víctimas del sectarismo suní, por los que sus líderes se aliaron con dictaduras laicas como las baazistas de Siria e Irak para obtener su protección.

El nacionalismo árabe –Michel Aflak, el fundador del Baaz, por ejemplo, era sirio greco-ortodoxo– permitió a los cristianos diluir su identidad en una comunidad nacional más amplia que hoy la reislamización y los conflictos sectarios entre suníes y chiíes ha hecho saltar por los aires en Irak y Siria. La difusión del wahabismo saudí añadió leña a la hoguera. Gracias al gas y el petróleo, los países del Golfo, los más conservadores del mundo islámico, tuvieron por primera vez la oportunidad de recrear el islam a su imagen y semejanza. Y no la desaprovecharon.

La invasión de Irak terminó por abrir las “puertas del infierno”, como dijo en 2003 el entonces secretario general de la Liga Árabe, Amro Musa. En las casas de cristianos, los insurgentes iraquíes comenzaron a pintar la letra árabe ‘n’ –nun, por nazareno– para conminarlos a convertirse al islam, pagar un diezmo –jizya– o abandonar las ciudades y pueblos en los que vivían. La mayoría lo hizo.

Mujeres musulmanas pasan delante de un cartel de la Virgen María en Beirut, Líbano. (Patrick Baz/AFP/Getty Images)
Mujeres musulmanas pasan delante de un cartel de la Virgen María en Beirut, Líbano. (Patrick Baz/AFP/Getty Images)

En Irak había en 2003 entre 1,2 y 1,5 millones de cristianos, un 4% de la población. Hoy no quedan más de 300.000, el 0,9%, un verdadero apocalipsis para una Iglesia fundada, según la leyenda, por el apóstol Tomás en su camino hacia la India.

La tragedia de los cristianos iraquíes –caldeos y asirios de lengua siriaca que no se consideran árabes o kurdos y que anhelan un Estado propio en las planicies de Nínive, su hogar histórico al noreste de Mosul– fue verse atrapados en medio de las venganzas cruzadas de suníes y chiíes, con ambos acusándoles de aliarse con los ‘cruzados’.

Según Acnur, alrededor del 40% de los refugiados iraquíes son cristianos. Solo en Suecia viven 50.000. No es extraño. Entre 2004 y 2013, 74 iglesias fueron incendiadas: 44 en Bagdad, 19 en Mosul, ocho en Kirkuk y una en Ramadi.

El incendio también arrecia en Egipto. En agosto de 2013, cuando la Hermandad Musulmana gobernaba en El Cairo, 42 iglesias coptas fueron incendiadas. Tras el golpe de 2013, turbas de islamistas prendieron fuego a 46 iglesias y monasterios y decenas de librerías, comercios, colegios y centros sociales coptos, en el mayor pogromo sufrido por la Iglesia copta desde el siglo XIV. En 1927, según los censos oficiales, el 8,3% de la población egipcia era copta, el 5,9% en 1986 y el 5,5% en 2000.

En Siria, de los 50.000 cristianos, el 70% greco-ortodoxos, que vivían en Homs y Alepo en 2011, ya casi no queda ninguno. En 1922 el 10% de la población del Mandato Británico de Palestina era cristiana. Hoy es el 2%. En el conjunto de Oriente Medio y el Norte de África, solo ya el 4% de la población es cristiana.

El patriarca de la Iglesia caldeo-asiria, Mar Dinkha IV, vive hoy en Chicago. Hay más personas que hablan arameo en Detroit que en Bagdad. En EE UU hay medio millar de iglesias greco-ortodoxas de lengua árabe, 47 en Australia, 51 en Canadá y 21 en Reino Unido. Y en Chile hay más cristianos de ascendencia palestina que en la propia Palestina. El presidente brasileño, Michel Temer, Carlos Slim, uno de los hombres más ricos del mundo, y artistas como Shakira y Salma Hayek son de ascendencia maronita libanesa, como los otros 20 millones de personas, el 70% de ellos cristianos, que viven fuera de Líbano.

Su error fue no advertir el peligro que corrían cuando judíos, griegos y armenios fueron expulsados de ciudades como Bagdad o Alejandría en los 50 del siglo pasado. Hacia 1914, por ejemplo, la tercera parte de la población bagdadí era judía. En 1948 y los años siguientes, 120.000 judíos iraquíes huyeron al recién fundado Estado de Israel. Todas sus propiedades fueron confiscadas. Los coptos y los asirios nunca se imaginaron que serían lo siguientes.

Klaus Wivel, periodista danés y corresponsal en Israel y Palestina de Weekendavisen, recrea esto en un relato crudo y de implacable honestidad recogiendo testimonios de primera mano de las víctimas, bajo cuya mirada la invasión de Irak, la Primavera Árabe, la emergencia de Deash y el propio conflicto palestino-israelí adquieren nuevos matices y significado. Un libro urgente que deja sin coartadas al silencio.