Frontera entre Croacia y Serbia. Andrej Isakovic/AFP/Getty Images
Frontera entre Croacia y Serbia. Andrej Isakovic/AFP/Getty Images

Cómo los problemas en los Balcanes, especialmente los nacionalismos, ya no son solo asuntos de la región sino también de la UE.

El periodista Viktor Ivančić tiene en Croacia más lectores en privado que admiradores en público. La inmensa mayoría le respetan. Pese a sus formas mansas, sus textos son incisivos, como puñales en las carnes de la política croata. Desde la sátira, encuentra siempre la manera de desnudar los ropajes del nacionalismo croata y balcánico, y no hay texto o intervención pública que no ridiculice a sus portavoces. Ivančić ha hecho de su personaje satírico, Robija K., un niño insolente y provocador, y, sin embargo, ingenioso, un buen termómetro de la política croata. El niño preguntaba no hace mucho: “—Papá ¿por qué mi futuro se va al traste? —Porque tu abuelo no era ustaša— responde el padre”.

En plena campaña electoral, Zoran Milanović, ex primer ministro croata y presidente de los socialdemócratas, se arrancó a confesar que su abuelo era ustaša, miembro del movimiento fascista que gobernó el Estado croata pronazi durante la Segunda Guerra Mundial. No debería ser eso algo de lo que vanagloriarse, y menos en plena campaña electoral, sobre todo si recordamos que aquel régimen terminó con la vida de decenas de miles de serbios, judíos, población romaní y disidentes políticos. A esa confesión le siguió declarar que los serbios eran un “puñado de miserables” y que Bosnia y Herzegovina era “una gran mierda”. Acerca de su rival de centro derecha, Andrej Plenković, presidente de los conservadores del HDZ, Milanović dijo que al menos “su madre no era una médico militar” (utilizó la palabra "médico" en serbio y no en croata para insinuar que era una colaboracionista de los serbios). La coalición que lideraba Milanović obtuvo 54 escaños, la del HDZ obtuvo 61. Eso sí, solo acudió a las urnas el 52% del electorado.

La campaña ya se antojaba descafeinada, y el ambiente nada inspirador. Se desarrolló durante el verano, cuando muchos votantes están fuera de sus hogares, una parte en la playa, otra ociosa y la otra sin oficio. El gobierno anterior duró cinco meses y parecía que los políticos no tenían mucho que ofrecer a su electorado. Salpicado por un caso de corrupción vinculado al antiguo presidente del HDZ, Tomislav Karamarko, el Ejecutivo croata, liderado por un primer ministro, Tihomir Orešković, sin apoyos internos ni externos, no fue sólo el más corto sino el peor gobierno después de 26 años de democracia y nueve elecciones parlamentarias.

La primera paradoja de los comicios fue que la autodenominada izquierda croata ha sido más nacionalista que el propio HDZ, partido fundado por el ultranacionalista Franjo Tuđman. Ha sido tan acusada esta inversión de papeles ideológicos, donde el centro ideológico se ha consolidado como nacionalista, que el HDZ se ha esmerado más que los propios socialistas en abordar los grandes desafíos económicos: el desempleo en aumento, la emigración de la población activa más joven, el desequilibrio regional y una deuda pública que alcanza más del 90% del PIB.

La segunda paradoja es que a nadie debe sorprender esta deriva nacionalista. No es flor de un día. Desde que Croacia entró en la UE los episodios de descrédito de su clase política se suceden. Como en otros países de la región, no son exactamente los propios líderes los que se enzarzan en diatribas nacionalistas, sino las segundas jefaturas o cargos ministeriales. El anterior Ejecutivo croata nombró ministro de cultura a Zlatko Hasanbegović, con probados lazos en el pasado con el mundo ustaša. El ministro de veteranos de guerra, Mijo Crnoja, en enero de este año, proponía un registro de traidores para aquellos que se oponían a los “valores nacionales” sea lo que sea que eso signifique. El HDZ en la ciudad de Split sostenía que detrás de los hooligans que interrumpieron el partido entre Croacia y República Checa de la Eurocopa de fútbol, lo que había, realmente, era una conspiración de un movimiento proyugoslavo que quería perjudicar a la nación croata. La explicación en verdad era vox populi y algo menos inquietante: un enfrentamiento entre los aficionados del Hajduk y el “hombre de la Federación”, Zdravko Mamić. Este mismo verano, el ministro de Interior, Vlaho Orepić, declaraba que ya no había base legal para permitir el cirílico (alfabeto oficial serbio) en Vukovar (Croacia). El ministro de Trabajo serbio no tardaba en responderle que esto era “el anuncio de una ley racista como en tiempos del Estado ustaša”.

Aunque en el mundo balcánico lo habitual es buscar los males propios en las responsabilidades ajenas, es cierto que no se entienden los nacionalismos locales los unos sin los otros. El presidente de la Republika Srpska lleva años amenazando con un referéndum en busca de una secesión aparentemente inalcanzable, pero que altera el orden de prioridades de la ciudadanía, que, escéptica, es zarandeada continuamente de un lado a otro por las mareas nacionalistas sin lograr salir a flote. Y es que las tensiones entre Croacia y Serbia repercuten negativamente, como una caja de resonancia, en la unidad bosnia, y el eco se traduce en políticos de un país u otro animándose a “proteger” a los croatas o serbios de Bosnia y Herzegovina. De hecho, los croatas de Bosnia, con pasaporte croata, pudieron votar en los diferentes colegios electorales organizados para las elecciones en Croacia (20 colegios electorales en Mostar, 8 en Sarajevo, 4 en Tuzla y 2 en Banja Luka). A nadie pasó desapercibido una de las imágenes de la jornada electoral: Dragan Čović, miembro de la presidencia croata de Bosnia y Herzegovina, votando delante de las cámaras para las elecciones en Croacia. Debe ser el único presidente en el planeta que vota en los comicios de otro país.

Hubo un tiempo cuando los problemas yugoslavos eran periferia balcánica no europea. Hoy es cada vez más difícil trazar esa línea roja cuando el ascenso del nacionalismo y la extrema derecha es un problema europeo, y parece que también un problema alemán, húngaro, eslovaco…. Precisamente, fue la crisis de refugiados la que abrió la contienda entre Belgrado y Zagreb en diciembre del 2015, cuando Croacia cerró su frontera con el país vecino. Desde entonces, los conflictos diplomáticos no han cesado. La Corte Suprema de Croacia anuló la condena a Branimir Glavaš, condenado por la comisión de crímenes de guerra contra población serbia en Osijek entre 1991 y 1995; Alojzije Stepinac, la máxima autoridad de la Iglesia Católica Croata durante la II Guerra Mundial, y colaboracionista del régimen genocida ustaša, ha sido rehabilitado como también dulcificada su figura; Miro Barešić, anticomunista y nacionalista croata, acusado de matar al Embajador de Yugoslavia en Suecia (y jefe de la prisión yugoslava para presos políticos de Goli Otok) recibió una estatua en la ciudad costera de Drage. No hace mucho un serbio con pasaporte de Croacia era detenido por trabajar supuestamente para el servicio de inteligencia croata, al que entregaba información sensible relacionada con crímenes de guerra perpetrados por serbios. No es esta una circunstancia croata, sino que no hace mucho el actual ministro de Asuntos Exteriores serbio abría la caja de pandora regional apoyando que fuera erigido un monumento a Slobodan Milošević, su antecesor al frente del Partido Socialista de Serbia.

Y en todo este ambiente cargado de energía negativa, Viktor Ivančić sigue pareciendo un hombre sereno y pausado, un pedagogo de esos que aleccionan en los artículos modernos tipo: ¿Cómo educar a nuestros hijos? ¿Cómo discutir sin gritar? ¿Cómo ser sinceros sin hacer daño? Su sonrisa picara se despierta sobre todo cuando sus dardos políticos rozan la chanza o la ironía. Esta misma primavera en una visita a Serbia decía de los croatas y de la UE: “Ahora que ya no hay patadas que nos puedan echar de este club, los croatas, finalmente, se pueden comportar como realmente son”.

Hay un asunto que se revela controvertido: Serbia busca entrar en la UE cuando Croacia, como miembro, amenaza según cómo estén ánimos con bloquearle el acceso al club europeo. Hubo un tiempo en el que los problemas balcánicos se antojaban eso, balcánicos. Europa, de un tiempo a esta parte, no parece ser una referencia laudable por combatir el nacionalismo. Y no es extraño, en este contexto, que en Croacia se desate el nacionalismo, incluso, estando dentro de la UE, anulando los matices ideológicos, corrientes políticas y diferencias de criterios que hacen del pluralismo político la mejor arma contra la dictadura de los totalitarismos. O como dice Ivančić sobre el nacionalismo de Milanović y su propuesta política: “la división radical de la sociedad croata en una parte y en otra igual”. El nacionalismo no sirve para resolver problemas, más bien los genera. Una lección aparentemente no aprendida en Europa, aunque a veces pensemos que son sólo problemas periféricos.