Por qué la geografía, por desgracia, marca el destino del atribulado corazón del sur de Asia.

Pakistán se caracteriza por una obstinación perversa. Solo los peores infiernos africanos, Afganistán, Haití, Yemen e Irak están por delante en el Índice de Estados Fallidos de este año. El país está gobernado por un Ejército obsesionado por el conflicto con India –y durante años, dedicado casi en exclusiva a él– y una clase dirigente civil que roba todo lo que puede y no paga prácticamente impuestos. Sin embargo, el Ejército, con toda su prepotencia, no puede impedir que unas tribus “que se definen por la participación casi universal de los varones en la violencia organizada”, como decía el difunto antropólogo europeo Ernest Gellner, controlen enormes franjas de territorio. La ausencia del Estado se traduce en cortes de electricidad diarios de 20 horas y un sistema educativo casi inexistente en muchas áreas.

La causa fundamental de todos estos fracasos, a juicio de muchos, es el hecho de que el propio Pakistán es artificial: una pieza de rompecabezas cartográfico encajada entre India y Asia Central que separa lo que el Imperio Británico había gobernado como un subcontinente indivisible. Pakistán asegura representar a los musulmanes del subcontinente indio, pero en el conjunto de India y Bangladesh viven más musulmanes que allí. Por eso, continúa esta teoría, a falta de razones geográficas para su existencia, Pakistán no tiene más remedio que recurrir al extremismo islámico como principio organizador del Estado.

Sin embargo, esta hipótesis fundamental sobre la causa de los males pakistaníes es falsa. Este país que quizá provoca más pesadillas a las autoridades estadounidenses que ningún otro sí tiene una lógica geográfica. La visión que impulsó al fundador de Pakistán, Muhammad Alí Jinnah, en los 40 no era una mera toma del poder a expensas del Partido del Congreso de India, que estaba dominado por los hindúes. Tenía muchos motivos históricos y geográficos para crear un Estado musulmán independiente, anclado en la esquina noroeste del subcontinente y lindante con el sur de Asia Central. Una correcta interpretación de este legado nos lleva a unas perspectivas muy inquietantes sobre la dirección hacia la que es posible que Pakistán –y, por extensión, Afganistán e India– se dirija. Para bien o para mal, el presente y el futuro del país se entienden sobre todo en función de su geografía.

         
         
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La experiencia musulmana en el sur de Asia  comienza con el concepto de al Hind, la palabra árabe que designa India. Al Hind se refiere a las grandes zonas del norte y noroeste del subcontinente indio que cayeron bajo el poder turco e islámico en la Edad Media y se mantuvieron a salvo de los jinetes mongoles por falta de tierras de pasto suficientes. El proceso de conquista musulmana comenzó en Sindh, la zona desértica al sur y el este de Irán y Afganistán, junto al Mar Arábigo y de fácil acceso desde Oriente Medio tanto por rutas terrestres como marítimas.

Los árabes omeyas conquistaron e islamizaron Sindh a principios del siglo VIII. Luego llegaron los turcos gaznávidas (procedentes de Ghazni, en el este de Afganistán), que invadieron partes del norte de India en el siglo XI. A los gaznávidas les siguió el sultanato de Delhi, una oligarquía militar que gobernó entre principios del siglo XIII y principios del XVI y precedió al dominio esplendoroso de la dinastía mugal (mongoles establecidos en Persia) en el subcontinente. Todos esos guerreros musulmanes gobernaban inmensas manchas de territorio que eran extensiones del mundo árabe-persa establecido más al Oeste, al tiempo que se relacionaban y comerciaban con China, en el Norte y el Este. Era una tierra sin fronteras fijas que, según el historiador de la Universidad de Wisconsin André Wink, representaba una mezcla de culturas árabe, persa y turca, y repleta de rutas comerciales hacia el Asia central musulmana.

Si había una zona que fuera el nudo central de esta civilización musulmana, era lo que hoy es Pakistán. Punjab, la fértil región que se extiende a los dos lados de la frontera entre Pakistán e India, “unía el imperio mongol, a través de relaciones comerciales, culturales y étnicas, con Persia y Asia central”, escribe el historiador de la Universidad de Chicago Muzaffar Alam. Esta región de Pakistán ha sido desde hace siglos el enlace entre las civilizaciones de la meseta de Asia central, fresca y poco poblada, y las cálidas y abarrotadas tierras de cultivo del subcontinente indio. Los numerosos pasos de montaña paquistaníes, sobre todo los de Khyber y Bolan, unen Kabul y Kandahar, en Afganistán, con los campos de trigo y los arrozales existentes miles de metros más abajo. El descenso desde Afganistán hasta el río Indo, que recorre en sentido longitudinal el centro de Pakistán, es muy gradual, de modo que, durante milenios, varias culturas ocuparon tanto las mesetas como las llanuras fluviales. Toda esta región intermedia –que no es ni el subcontinente ni Asia central– era más que una zona limítrofe o una frontera trazada en el mapa: fue un organismo cultural fluido y el centro de muchas civilizaciones de pleno derecho.

Lo que hoy es denominamos Pakistán no es una entidad artificial, en absoluto; es la más reciente de las disposiciones espaciales que ha vivido el subcontinente. El mapa de la civilización Harappa, una compleja red de áreas controladas por caciques bajo un control central que se desarrolló desde finales del cuarto milenio a.C. hasta mediados del segundo milenio a.C., fue uno de sus primeros antepasados. El mundo Harappa se extendía desde Baluchistán hasta Cachemira, en el nordeste, y casi Delhi y Bombay, en el sureste, es decir, casi hasta el Irán y el Afganistán actuales y hasta el noroeste y el oeste de India. Era una compleja geografía de asentamientos que se establecían en terrenos capaces de sostener la irrigación y cuyo centro era el Pakistán actual.

El Imperio maurya, que existió del siglo IV al siglo II a.C., llegó a englobar gran parte del subcontinente y fue, por tanto, el primero en promover la idea de India como entidad política. Ahora bien, mientras que Afganistán, Pakistán y el norte de India cayeron bajo el dominio maurya, el sur de India, no. Después llegó el Imperio kushán, de origen indoeuropeo, que conquistó desde el valle de Ferghana, en el corazón demográfico de Asia central, hasta Bihar, en el nordeste de India. Una vez más, el centro de este imperio que unía Asia central con India estaba en Pakistán. Una de las capitales kushán fue Pesahwar, en la actualidad una ciudad fronteriza paquistaní.

Más tarde, durante la Edad Media y los primeros tiempos de la Edad Moderna, los invasores musulmanes procedentes del oeste integraron India en Oriente Medio, y el valle del río Indo se convirtió en el centro de todas esas relaciones, por su equidistancia con la parte oeste de la región, Asia central y el valle del Ganges. Con la dinastía mugal, que residía en Delhi y gobernó desde principios del XVI hasta 1720, la franja que va desde el centro de Afganistán hasta el norte de India fue parte de una misma entidad política, y Pakistán volvió a convertirse en el centro de todo ese territorio.

Es decir, Pakistán no es una creación moderna artificial, sino la encarnación geográfica y nacional de todas las invasiones musulmanas que han llegado a India a lo largo de la historia; en concreto, el suroeste paquistaní fue la primera región del subcontinente que ocuparon los árabes musulmanes llegados de Oriente Medio. El Indo, mucho más que el Ganges, siempre ha tenido una relación orgánica con los mundos árabe, persa y turco. Desde el punto de vista histórico y geográfico, resulta apropiado que la civilización del Valle del Indo, en la antigüedad una satrapía de la Persia aqueménide y bastión adelantado del imperio de Alejandro el Magno en Oriente Medio, esté hoy tan entretejido en las corrientes políticas que recorren Oriente Medio, uno de cuyos elementos fundamentales son las formas de extremismo islámico. No se trata de determinismo, sino de la mera aceptación de una pauta muy visible.

Cuanto más se conoce esta historia, más claro resulta que el subcontinente indio tiene dos grandes regiones geográficas: el valle del Indo con sus afluentes, y el valle del Ganges con sus afluentes. El estudioso paquistaní Aitzaz Ahsan identifica la división geográfica dentro del subcontinente con el llamado “saliente Gurdaspur-Kathiawar”, una línea que va desde el este de Punjab, hacia el suroeste, hasta Gujarat, en el Mar Arábigo. Es la línea de aguas, y coincide casi a la perfección con la frontera Pakistán-India. Casi todos los afluentes del Indo están al oeste de esta línea, y todos los afluentes del Ganges están al este. Para estos tres imperios, el Indo representaba la frontera, y necesitaba muchas más tropas para hacer frente a la inquieta Asia central que a lo largo del Ganges, donde no existía una amenaza comparable.

Asimismo, el sultanato medieval de Delhi se enfrentaba a tantos problemas en Asia central que durante un tiempo trasladó su capital más al oeste, a Lahore (es decir, de India a Pakistán, según las fronteras actuales), para hacer frente a las amenazas militares procedentes de lo que hoy es Afganistán. Sin embargo, a lo largo de casi toda la historia, incluso cuando no había un imperio que gobernase todo el Indo y todo el Ganges, las partes sur y este de Afganistán, la mayor parte de Pakistán y el noroeste de India siempre formaron una unidad política. Y el rico y poblado valle del Indo, pese a su proximidad a la salvaje y difusa frontera con Asia central, fue siempre el centro de la vida imperial de esa unidad.

No obstante, por desgracia, aquí es donde surge el dilema. Durante los periodos relativamente breves en los que India y Pakistán estuvieron unidos –los imperios maurya, mugal y británico–, era indiscutible quién dominaba las rutas comerciales hacia Asia central. Durante el resto de la historia tampoco hubo problema, porque, aunque imperios como el kushán, el gaznávida y el sultanato del Delhi no controlaban el Ganges oriental, sí controlaban tanto el Indo como el Ganges occidental, de modo que Delhi y Lahore pertenecían a una misma entidad política, incluso cuando controlaban también Asia central. Pero la geografía política actual es única desde el punto de vista histórico: un Estado en torno al valle del Indo, Pakistán, y un poderoso Estado en torno al valle del Ganges, India, que luchan por controlar un país vecino independiente y semicaótico en Asia central: Afganistán.

Pese a su lógica geográfica e histórica, el Estado del Indo es mucho más inestable que el del Ganges. También en este caso la geografía ofrece una respuesta. Pakistán engloba la frontera del subcontinente, una región que ni siquiera los británicos lograron incorporar a su burocracia y que gobernaron como un feudo militar, mediante acuerdos con las tribus. Por eso Pakistán no heredó las instituciones civiles estabilizadoras que heredó India. El primer libro que escribió Winston Churchill de joven, The Story of the Malakand Field Force, captura de forma maravillosa los retos a los que se enfrentaban las tropas fronterizas coloniales en la India británica. Como concluía el joven autor, la única forma de funcionar en esta parte del mundo es mediante “un sistema de avances graduales, intrigas políticas entre las tribus, subsidios y pequeñas expediciones”.

           
Pakistán es un Estado débil con sociedades fuertes
           

La coherencia geográfica de Pakistán, sutil y problemática, se refleja en su sutil y problemática coherencia lingüística. Igual que el hindi está asociado a los hindúes del norte de India, el urdu está asociado a los musulmanes en Pakistán. Urdu –de horda, la palabra turcopersa que designa un campamento militar– constituye la suprema lengua fronteriza. Como corresponde a sus vínculos geográficos con Oriente Medio, la escritura urdu es una escritura árabe pasada por Persia, pero su gramática es idéntica a las del hindi y otras lenguas derivadas del sánscrito. Se suele creer que el urdu nació mediante el contacto entre soldados turcos, persas e indios en los campamentos del Ejército mugal, no solo en la frontera del Indo sino en las ciudades medievales de Agra, Delhi y Lucknow, en el Ganges. Es decir, es la auténtica lengua de al Hind.

El urdu es la lengua franca de Pakistán, aunque el punjabí, asociado a los sijs y los hindúes, es decir, a los no islámicos, cuenta con numerosos hablantes nativos en Pakistán. Bajo el poder del dictador militar Muhammad Zia ul Haq, en los 80, los programas de alfabetización en urdu de las instituciones religiosas, combinados con la enseñanza del árabe en las escuelas estatales, dieron al urdu un cariz más islámico y de Oriente Medio, según escribe Alyssa Ayres, hoy subsecretaria de Estado adjunta estadounidense para el sur y el centro de Asia, en Speaking Like a State: Language and Nationalism in Pakistan.

El fundamento lingüístico, demográfico y cultural del valle del Indo es el Punjab, cuyo nombre significa “cinco ríos”: Beas, Chenab, Jhelum, Ravi y Sutlej, todos ellos afluentes del Indo. El Punjab representa la concentración de población y agricultura más al noroeste, antes de que el terreno comience a subir hacia los páramos de Asia central. Eso hace que sea un lugar codiciado, por su acceso privilegiado a las rutas comerciales de la zona, aunque ya fue un campo de batalla fronterizo por derecho propio en relación con el resto de la India británica.

Los levantamientos sijs hicieron que a los mugal les resultara muy difícil hacerse con el Punjab. Los británicos libraron dos guerras para arrebatar la región a los sijs en la década de 1840, cuando ya habían sometido el resto de India. Sin embargo, una vez conquistado el Punjab, pusieron sus miras en la región pastún, la frontera noroeste, que era la puerta de entrada a Afganistán y Asia central. Como el Punjab limitaba con esa zona, que, a su vez, lindaba con Asia central, sus soldados se hicieron famosos por sus proezas militares y se convirtieron en el “Ejército de espadachines de India”, hasta el punto de que en 1862 aportaban ya 28 de las 131 unidades de infantería de la fuerza militar india.

Sin embargo, con la  desaparición del Raj británico en 1847 y la reaparición de un Estado del Indo y un Estado del Ganges, el Punjab, en vez de ser una provincia fronteriza de la gran India, se convirtió en el núcleo urbano del nuevo Estado fronterizo del valle del Indo: Pakistán. Aunque el este de la región entraba en las fronteras de India, la parte occidental del Punjab contiene más de la mitad de la población paquistaní, cerca de 90 millones de personas, lo cual la convertiría en el 15º país más poblado del mundo, por delante de Egipto, Alemania, Turquía e Irán. Los punjabíes forman el 80% del Ejército paquistaní y el 55% de su burocracia federal.

El Punjab es una especie de potencia imperial interna que gobierna Pakistán, del mismo modo que Serbia y el Ejército serbio gobernaban Yugoslavia antes de la guerra civil y la descomposición del país. “Se tiene la imagen de que el Punjab ha capturado las instituciones nacionales de Pakistán mediante el despotismo y otras redes clientelares”, escribe Ayres. La tasa de alfabetización de su población femenina rural es casi el doble de la de la provincia de Sindh y la de la provincia en la frontera noroeste con Afganistán, y más del triple de la de Baluchistán. Los punjabíes, añade Ayres, “son más ricos que todos los demás [en Pakistán] y tienen más tierras productivas, aguas más limpias, mejor tecnología y familias con mejor nivel de educación”.

El historiador y antropólogo paquistaní Muhammad Azam Chaudhary escribe: “Si no se hubiera obtenido la madre patria de los cinco ríos [el Punjab], en términos geográficos, habría sido imposible establecer Pakistán”. Pero el Punjab no es indivisible, porque los habitantes de la parte sur de la provincia hablan saraiki, una mezcla lingüística de punjabí y sindhi, y poseen una identidad separada. Y, aunque el resto de Pakistán ve la hegemonía del Punjab, los punjabíes sufren un complejo de inferioridad (también igual que los serbios) y aseguran que han sacrificado muchas cosas por un Estado que no funciona, y que, como consecuencia, los demás paquistaníes no les respetan como se merecen.

La tensión entre los punjabíes y otros paquistaníes se solapa con la tensión existente entre los demás grupos étnicos. En Karachi, la mayor ciudad del país, existe un conflicto urbano crónico que enfrenta a los sindhis, los habitantes locales, con  los baluchíes y los pastunes, del mismo modo que en Baluchistán hay tensiones entre estos dos últimos grupos. Como ocurrió con el comunismo en Yugoslavia, la ideología islámica no ha bastado para dar suficiente cohesión a una identidad nacional que sea materia de orgullo. Por el contrario, esta región fronteriza entre Oriente Medio y la India hindú se ha convertido en una amalgama explosiva de identidades étnicas a menudo enfrentadas.

Por supuesto, no es eso lo que Jinnah preveía para Pakistán. Él imaginaba un Estado federalizado en el que las distintas provincias étnicas conservaran un alto grado de autonomía. Con esa libertad, la angustia de ser dominados por los punjabíes –o por cualquier otro grupo– no habría existido, por lo que habría podido surgir una sociedad civil y, con ella, un Estado con una capacidad institucional vibrante. La historia demuestra que la autoridad central solo es eficaz si se le ponen unos límites estrictos. Por desgracia, Pakistán ha sido lo que los estudiosos europeos del siglo XX Ernest Gellner y Robert Montagne llaman una sociedad “segmentada”. Dicha sociedad, que oscila entre la centralización y la anarquía, se caracteriza, en palabras de Montagne, por un régimen que “consume la vida de una región” pero que, “debido a su propia fragilidad”, no logra establecer instituciones duraderas. Es consecuencia de un paisaje atravesado por montañas y desiertos, un lugar en el que las tribus tienen mucho poder y el Gobierno central, en comparación, es débil. Dicho de otra forma, Pakistán, como destaca el investigador del King’s College de Londres Anatol Lieven, es un Estado débil con sociedades fuertes.

 

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India es el caso contrario al dilema de Pakistán. Los Estados que forman India tienen una base lingüística y, por tanto, identidades seguras: Karnatka habla kannada, Maharashtra habla marathi, Andhra Pradesh habla telugu, Bengala occidental habla bengalí, Uttar Pradesh habla hindi, y así sucesivamente. En determinadas situaciones, esto podría conducir a nacionalismos locales y movimientos irrendentistas, como sucede en Pakistán. Pero, como la autoridad central de Nueva Delhi está sujeta a límites, la diversidad se ha convertido en motivo de celebración y en una base apropiada para construir una identidad nacional india.

Si India tuviera menos diversidad y no consistiera más que en el “cinturón vacuno” de la parte norte del país, de habla hindi, quizá no se habría convertido en una democracia, sino en “alguna forma de dictadura nacionalista hindú y pobre”. Sin embargo, este país es como Indonesia: una democracia de gran extensión geográfica y muy variada, unida por una lengua común que no amenaza el uso de las lenguas y los dialectos locales.

Cachemira, la región en disputa entre India y Pakistán desde hace decenios, es el lugar en el que mejor se ven las diferentes personalidades de los dos países. Según Sumit Ganguly, de la Universidad de Indiana, India necesita el territorio himalayo, de mayoría musulmana, para sostener su afirmación de que es una democracia multiconfesional, y no un Estado controlado por los hindúes, y Pakistán necesita Cachemira para apoyar su reivindicación de ser el heredero del al Hind musulmán.

Y así llegamos al centro de la perversa obstinación de Pakistán. El hecho de que el país tenga unas sólidas raíces históricas y geográficas no justifica más que en parte que pueda ser un Estado. Aunque en la historia del subcontinente ha sido frecuente que existiera un Estado fronterizo musulmán entre montañas y llanuras, aquel era un mundo sin fronteras establecidas, con esferas de control en constante movimiento en función de los avances y retrocesos de los ejércitos: era el mundo medieval. Los gaznávidas, el sultanato de Delhi y la dinastía mugal controlaron en diversos momentos la frontera noroeste del subcontinente, pero sus límites eran vagos y algo distintos unos de otros, lo cual significa que Pakistán no puede acudir a la historia como único argumento para dar legitimidad a sus fronteras. Necesita algo más: la legitimidad que ofrecen el buen gobierno y unas instituciones fuertes. Sin eso, nos encontramos de nuevo en el mapa medieval, que es lo que tenemos ahora, lo que en la jerga burocrática de Washington llaman “AfPak”.

Este término, popularizado por el difunto diplomático Richard Holbrooke, designa ya en sí dos Estados fallidos; si no lo fueran, tendrían una frontera firme y no estarían unidos en una sola palabra. El verdadero significado de AfPak definido por la geografía y la historia es el territorio que queda del gran Punjab islámico, la punta de la lanza demográfica del subcontinente indio en la que convergen todas las rutas comerciales entre el sur de Asia central y el valle del Indo y que ejerce su poder sobre Pastunistán y Baluchistán, como ha hecho siempre Punjab desde tiempos inmemoriales.

Este es un mundo en el que las fronteras étnicas no coinciden con las nacionales. Pastunistán y Baluchistán se superponen con Afganistán y, en menor medida, con Irán. Aproximadamente la mitad de los más de 40 millones de pastunes que hay en el mundo viven en el lado paquistaní de la frontera. La mayoría de los más de ocho millones de baluchíes viven dentro de Pakistán, y el resto en Afganistán e Irán.

En las últimas décadas, las viejas rutas de la región las han utilizado tanto los terroristas islámicos como los comerciantes tradicionales. El nexo entre el principal organismo paquistaní de espionaje, la agencia de Inteligencia Inter Servicios (ISI), y la llamada red Haqqani, ligada a Al Qaeda, no hace más que reproducir las arterias comerciales que salen de Punjab hacia el sur de Asia central. Los punjabíes dominan la ISI, y la red Haqqani de los pastunes afganos es a la vez una organización terrorista islámica y una amplia red de tráfico y contrabando, hacia el río Amu Darya en el noroeste y hacia Irán, en el oeste.

Como al Hind tiene históricamente unos vínculos culturales y comerciales tan sólidos, cuando los Estados modernos no echan raíces profundas en el territorio, la consecuencia es un regreso a las pautas tradicionales, aunque con características ideológicas contemporáneas. El Departamento de Estado de EE UU y muchos analistas políticos de Washington han propuesto una nueva ruta de la seda que podría establecerse si se logra un tratado de paz en Afganistán. Lo que no comprenden es que ya existe una ruta de la seda floreciente que sale del Punjab, solo que no tiene los objetivos que le gustarían a Occidente.

Cuanto más se prolonguen los combates en Afganistán y en la frontera entre Afganistán y Pakistán, más se debilitará Pakistán como Estado moderno. A medida que eso ocurra, el mapa medieval adquirirá más importancia. Jakub Grygiel, catedrático en la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins, señala que, cuando los Estados o los imperios se envuelven en guerras irregulares y descentralizadas, el control central se debilita. Un país solo se fortalece cuando afronta una amenaza terrestre convencional y concentrada, que crea la necesidad de recurrir a una capacidad organizativa comparable y, por tanto, apuntala la autoridad central. En cambio, una amenaza del tipo contrario provoca el resultado opuesto. La obsesión de Pakistán con la amenaza terrestre que representa India es un síntoma de que necesita disponer de un enemigo convencional para mantenerse unido, pese a que, irónicamente, su reacción contra India en el campo de batalla de Asia central –que sirve de apoyo al terrorismo islámico descentralizado desde Afganistán hasta Cachemira– está teniendo el efecto de desintegrar cada vez más el país. No está nada claro que el refuerzo del control civil pueda detener este proceso que viene de atrás.

Un proceso que podría incluso acelerarse. Como los soviéticos abandonaron Afganistán a finales de los 80 y Estados Unidos lo hará en los próximos años, India intentará llenar en parte el vacío mediante la construcción de infraestructuras y el apoyo a los servicios de seguridad afganos. Ese será el comienzo de la verdadera batalla entre el Estado del Indo y el Estado del Ganges por el dominio del sur de Asia central.

Al mismo tiempo, dado que a Pakistán le interesan fundamentalmente el sur y el este de Afganistán, es posible que, si continúa la tendencia actual, la región afgana al norte de las montañas de Hindu Kush se pacifique y se aproxime a la órbita económica de las antiguas repúblicas soviéticas de Asia central, en especial si se tiene en cuenta que uzbekos y tayikos viven a caballo de las fronteras entre Afganistán, Uzbekistán y Tayikistán. Esta nueva zona coincidiría más o menos con las fronteras de la antigua Bactria, tan familiar para Alejandro Magno.
A la hora de la verdad, tal vez el pasado contenga la clave del futuro de al Hind.

 

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