Casi dos décadas después de la matanza de Tiananmen, China sigue en las garras del Partido Comunista. En EE UU, un libro está polarizando la opinión sobre el grado actual de represión
en el Imperio del Centro. El veterano periodista James Mann expone en su último obra China’s Fantasy (
La fantasía de China) sus dudas sobre una lenta apertura política del gigante asiático y acusa
a conocidos miembros de la élite política y universitaria de vender falsos juicios optimistas. David Lampton, uno de los politólogos atacados, y el reportero se enfrentan en este cara a cara sobre el incierto futuro de sus 1.300 millones de habitantes.

Pregunta equivocada –David Lampton

Después de que la aplastante victoria de Mao Zedong hiciera añicos las
grandes esperanzas de democracia en China, reconocidos expertos en aquel
país –estudiosos como Owen Lattimore y funcionarios del Departamento de
Estado de EE UU como John Service–, que habían puesto en duda esos sentimientos
tan admirables, pero poco realistas, y habían alegado los triunfos de
Mao y los fracasos del líder del Kuomintang [partido nacionalista chino
que se refugió en Taiwan tras ser derrotado en 1949 por los comunistas]
Chiang Kai-shek, fueron acusados, por increíble que parezca, de haber
contribuido al resultado.

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El último capítulo en esta historia de búsqueda de chivos expiatorios es The China Fantasy: How Our Leaders Explain Away Chinese Represión (La fantasía de China: Cómo nuestros líderes quitan importancia a la represión
china)
, la curiosa y controvertida obra de James Mann, que cuenta que un complejo engranaje de dirigentes políticos, estudiosos y hombres de negocios se ha aprovechado de la credulidad del pueblo y el Congreso
estadounidenses para endilgarles la “fantasía” (es decir, el “fraude”) de que China está progresando. Mann no hace ninguna propuesta política, pero parece estar a favor de ejercer presiones sobre este país –sin especificar
cómo– para que implante la democracia y respete los derechos humanos.

En opinión del autor, son los más veteranos especialistas en el Imperio
del Centro los que, para proteger sus propios intereses, impiden que la
democratización de China pase a ocupar un lugar prioritario entre los
intereses nacionales de Washington.

Mann parece no haber entendido que la idea de la apertura política gradual
del gigante asiático era (y sigue siendo) una expectativa que
debe concretarse a largo plazo, y no una garantía. El propósito de la
estrategia de compromiso es, más bien, defender los intereses de Estados
Unidos, de los que la democratización no es más que uno, y quizá ni siquiera
el más importante.

De hecho, China está hoy mucho más dispuesta a cooperar en cuestiones
importantes para Washington; no representa un peligro de proliferación
tan grave; sus habitantes tienen mucha más libertad para hacer realidad
sus posibilidades individuales, y ha pasado de ser un régimen totalitario,
con Mao, a ser un sistema autoritario en el que una clase dirigente atrincherada,
pero cada vez más amplia, parece tener menos ambiciones de controlar la
sociedad.

Al examinar los numerosos defectos que sigue teniendo China, es fácil
impacientarse con la política estadounidense. Pero, como demuestran los
esfuerzos de Mann, es mucho más complicado diseñar una estrategia alternativa
que sea viable. Los que exigen “la democracia primero” deben pensar si
EE UU tiene una capacidad de actuación a la altura de esas aspiraciones,
si otras potencias mundiales seguirían a Washington y si el posible caos
que se produciría en el país asiático sería, al final, peor para los intereses
norteamericanos y los derechos humanos de la población china. Pero el
libro de Mann es dañino, sobre todo, porque formula una cuestión equivocada.
En vez plantearse “¿Cómo podemos cambiar China?”, yo preguntaría: “¿Cómo
está cambiando China? o ¿El cambio en China exige cambios en Estados Unidos?”
Mann no está de acuerdo. Veremos quién tiene razón, y no va a hacer falta
esperar decenios para saberlo.

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Es su fiesta, pueden hacer lo que quieran –James
Mann

Es significativo que David Lampton, instintivamente, vea las actuales críticas a las ideas estadounidenses sobre China a través del prisma de los 50. Pretende equiparar mi repaso a las teorías norteamericanas sobre el Imperio del Centro en 2007 a los debates sobre “¿quién perdió China?” que surgieron tras la revolución comunista. En concreto, establece una analogía con las campañas contra expertos como John Service en el país asiático.

Esta comparación histórica es exagerada, ridícula.
Aquellos expertos en China de los 50 fueron objeto de investigaciones
parlamentarias y acusaciones de deslealtad y traición y, en algunos
casos, perdieron su empleo. Hoy no ocurre nada parecido. A los especialistas
como Lampton les va muy bien. Por lo visto, no se le ocurre la posibilidad
de que alguien pueda sentirse indignado por los abusos de los 50 y, al
mismo tiempo, creer que, medio siglo después, los estadounidenses
(incluidos los estudiosos) deberían mostrar más voluntad
de condenar la constante represión política de toda la disidencia
organizada en China. El intento de encasillar mi trabajo en un marco anticuado
refleja un extraño sentido del victimismo o el deseo de desviar
la atención.

Si la experiencia de EE UU en China en los 40 y 50 tiene algo que ver
con la situación actual, es en que los especialistas en China que
menciona Lampton fueron criticados después de advertir a Washington
que el Gobierno del Kuomintang de Chiang Kai-shek era corrupto y tremendamente
impopular, y que Washington, al aliarse con las élites nacionalistas
en las ciudades chinas, estaba haciendo oídos sordos al descontento
de cientos de millones de personas en el resto del país. Hoy da
la impresión de que EE UU puede estar cometiendo un error comparable
en sus tratos con la China comunista y su nueva alianza con las élites
de Shanghai y Pekín.

Lampton me acusa de responsabilizar a los especialistas sobre el gigante
asiático
de lo que ocurre en aquel país. Mi libro no
hace nada de eso. Pone en tela de juicio el lenguaje, la lógica
y las teorías de los líderes políticos, los directivos
empresariales y los especialistas en China, sobre todo en el caso de los
primeros. Pero éste no es más que uno de los varios errores
graves que comete en su crítica.

Lo cierto es que merece la pena examinar lo que dicen y hacen los académicos
acerca de el Imperio del Centro, sobre todo en el terreno público,
así como las actitudes de los políticos y los directivos
empresariales. La influencia del dinero en el debate sobre la política
de Estados Unidos respecto a China empezó a interesarme cuando
era corresponsal de prensa allí, en los 80. Escribí sobre
los efectos del capital procedente de Taiwan en Washington, por ejemplo,
en la financiación de think tanks. A varios de los principales
especialistas en China de Estados Unidos –entre ellos, David Shambaugh
y el difunto Michel Oksenberg– les encantó, y me animaron
a que siguiera escribiendo sobre los intereses económicos.

Los tiempos han cambiado. Veinte años después, la influencia
del dinero de Taiwan en EE UU se ha visto empequeñecida por las
sumas mucho mayores que invierten las grandes multinacionales estadounidenses
que hacen negocios con o en la República Popular China (y que,
en algunos casos, trasladan allí puestos de trabajo). Pese a ello,
hoy da la impresión de que los expertos en este país ya
no se quejan tanto de este tipo de influencia en el debate. A veces, esos
intereses económicos cada vez mayores les alcanzan también
a ellos.

Al final del artículo de Lampton podemos leer que, además
de su labor académica, ahora trabaja para Akin Gump, una de las
dos o tres principales firmas de Washington dedicadas a trabajar con los
grupos de presión en el ámbito legislativo. Es de elogiar
que él y FP hagan esa revelación, que permite que
los lectores juzguen por sí mismos hasta qué punto puede
influir ese dato en sus opiniones sobre, por ejemplo, las relaciones económicas
de EE UU con China.

Lampton dice que el pueblo chino, hoy, “tiene mucha más libertad
para hacer realidad sus posibilidades individuales”. No me cabe
duda de que lo cree sinceramente. En mi opinión, refleja una visión
desde arriba de lo que está ocurriendo en ese país. Muchas
personas pertenecientes a las nuevas élites urbanas estarían
de acuerdo con él, pero es posible que muchos cientos de millones
de chinos no lo vean así. Desde luego, no lo sabemos con seguridad,
y eso es precisamente lo importante: no podemos averiguar de verdad lo
que piensan los habitantes del gigante asiático sobre
su vida y su gobierno hasta que no se les dé la oportunidad de
manifestar sus opiniones. Y eso es lo que el Partido Comunista sigue impidiendo
a toda costa.

Por último, dice que mi libro plantea la pregunta: “¿Cómo
podemos cambiar China?” . Otro error: no dice eso en absoluto. Por
el contrario, se centra por completo en el hecho de que este Estado unipartidista
no está destinado a cambiar, por más que los dirigentes
norteamericanos hayan sugerido repetidamente que el comercio y las inversiones
van a transformar el sistema político. Ésa es la falsa promesa
que llevan tiempo haciendo diversos partidarios de la estrategia del compromiso.

 

Impaciencia peligrosa –Lampton

Mann ya tiene claro el futuro del país asiático. Dice que
es un “hecho” que “el Estado de partido único
de China no está destinado a cambiar”. Impaciente y frustrado,
Mann llega a la conclusión de que la política de Estados
Unidos respecto al Imperio del Centro es el resultado de un “fraude”
cometido por hombres de negocios que sólo miran por sus propios
intereses o una “fantasía” impulsada por estudiosos
y analistas ingenuos y, tal vez, incluso corruptos. Cuando a los estadounidenses
se les caiga la venda de los ojos y se den cuenta de que la situación
de los derechos políticos en China no mejora pronto, instarán
a su gobierno a que introduzca drásticos cambios en su estrategia
respecto a este país.

El ingenuo es Mann. La verdad es que la política de Estados Unidos
respecto a la República Popular China no ha estado nunca basada
en la idea de que ésta iba a progresar rápidamente hacia
la democracia. La democratización, dice él, impulsa otros
objetivos válidos. Pero, hasta ahora, ese argumento no ha prevalecido
nunca en política. ¿Por qué no? En primer lugar,
¿sería capaz EE UU de lograrlo o promoverlo? Pensemos en
las intervenciones estadounidenses en Haití, Afganistán
e Irak. O, si prefiere hablar de las violaciones de los derechos humanos,
pensemos en Myanmar (antigua Birmania), Cuba, Irán, Siria, Corea
del Norte y Libia. Además, se tarda tiempo en construir unas instituciones
políticas democráticas. Hay que dejar que cada sociedad
encuentre su propio ritmo para avanzar hacia una forma de gobierno más
pluralista, participativa y humana.

Más de lo mismo –Mann

Lampton no responde a mis argumentos. Se refugia una vez más en
fórmulas rancias, como “una forma de gobierno más
humana” en China, un nuevo eufemismo para la aceptación del
sistema unipartidista actual.

Mi principal argumento es que el cambio político en el país
asiático no es inevitable, como sugiere Lampton. De hecho, el régimen
actual tiene grandes probabilidades de durar mucho tiempo. La afirmación
de que el comercio impulsa el cambio político se utilizó
con el fin de obtener apoyos para unas políticas económicas
de Washington que han demostrado beneficiar, sobre todo, a EE UU y a las
grandes multinacionales. Ahora, Lampton dice que hay que dejar de aspirar
a una gran transformación y conformarse con una forma de gobierno
más humana por parte de un Estado de partido único que no
permite que haya una oposición organizada. Es una verdadera lástima.