La violencia contra las urbes esconde una estrategia ideológica y política. La identidad, los símbolos y la memoria colectiva que habitan las ciudades como objetivos a destruir en las conflictos de ayer y de hoy.

Una mujer camina por el centro de Grozni, Chechenia, en 2004. AFP/Getty Images

La lista: Las 5 ciudades con más ‘urbicidio’
La biblioteca en llamas de Sarajevo, las ruinas humeantes de Beirut, los escombros apilados por las calles de Grozni y las luces de fuego sobre el cielo de Bagdad son solo algunas de las más recientes imágenes de la guerra, impresas en nuestra memoria colectiva gracias al testimonio de los medios de comunicación. Si por una parte estas imágenes son síntoma de las transformaciones que en la era postmoderna ha tenido la representación del evento bélico, o más bien su espectacularidad mediática, por otra, se ha evidenciado cómo los conflictos militares, de manera creciente en las últimas décadas, han acentuado una de sus características más típicas y antiguas: están a menudo dirigidas contra el espacio habitado de las ciudades.

No sorprende que en las últimas décadas del siglo pasado apareciera un neologismo, la palabra urbicidio, literalmente "asesinato de la ciudad", que expresa tal intensificación de la violencia bélica dirigida contra la urbe. El término ha tenido una gran difusión, sobre todo por los conflictos yugoslavos de los 90, cuando fue utilizado por el arquitecto y ex alcalde de Belgrado Bogdan Bogdanovic junto a un grupo de arquitectos, para describir una de las principales características de las guerras de los Balcanes, al haber sido, antes que nada, conflictos "antiurbanos", hostiles a los valores culturales encarnados en la ciudad.

Bogdanovic recurre a esta palabra para referirse a la práctica del "asesinato ritual de la ciudad", que en su opinión alentó la gran parte de las operaciones militares del conflicto y que, en particular, se manifestó en los prolongados asedios y operaciones sistemáticas de destrucción de ciudades como Vukovar, Sarajevo, Móstar y Dubrovnic. En éstas, los objetivos donde se concentraba la acción de los agresores a menudo no tenían un valor estratégico sino exclusivamente simbólico: eran monumentos, lugares de encuentro, iglesias, mezquitas, bibliotecas, todos los "signos urbanos de la vida en común", objetivos contra los cuales se obstinó gran parte de la furia de los atacantes.

Estos paisajes urbanos en ruinas fueron después considerados no solo símbolos del colapso de Yugoslavia, sino de un nuevo modo de hacer la guerra que al mismo tiempo ritualizaba formas arcaicas de conflicto, en cierta medida atribuible al antiguo antagonismo entre el ambiente urbano y rural: por una parte, el campo como lugar de afirmación de una identidad exclusiva y homogénea, típica del nacionalismo, por otra, la ciudad como espacio del multiculturalismo y del cosmopolitismo.

Esta idea, la ciudad contra el campo, es el enfoque interpretativo propuesto por Bogdanovic para la lógica urbicida de las guerras yugoslavas: a ojos de los nacionalistas, el modelo de la ciudad balcánica como lugar de convivencia con la diversidad -la historia de las grandes urbes balcánicas, todas a su modo la puerta entre Oriente y Occidente, está hecha de multiculturalismos y de encuentros/desencuentros entre culturas – representaba un estilo de vida capaz de negar la lógica de las divisiones étnicas y, por ello, debía ser combatida y erradicada. Como apunta uno de los autores más prominentes en el tema, Martin Coward, el urbanicidio en la ex Yugoslavia se convierte no solo en una forma de genocidio, sino en un modo de guerra sui generis, orientada contra un modelo cultural de convivencia con el otro.

Desde entonces, la palabra urbicidio ha entrado, sobre todo en el mundo anglosajón, en el vocabulario común para indicar aquello que Paul Virilo definió como "la estrategia anticiudad" que caracterizaría las nuevas guerras, y que a menudo ha servido para explicar muchas recientes acciones violentas y destructivas, no solo de origen bélico, también terrorista, para dañar la ciudad. Según muchos estudiosos, el fin de la Guerra Fría ha determinado una mutación del paradigma geopolítico y en consecuencia del warfare, que ha reconducido la violencia político-militar dentro (y contra) el espacio urbano habitado.

Este fenómeno, que se manifiesta en las transformaciones de los equilibrios entre actores estatales y entidades subestatales en el monopolio de la violencia armada, es más evidente en las guerras asimétricas y en las denominadas informales, pero también en la violencia terrorista. Las demoliciones en la franja de Gaza, los bombardeos de ciudades como Beirut, Grozni o Gori, en Georgia, hasta los atentados terroristas que han alcanzado el corazón de las grandes capitales (los ataques de Al Qaeda al World Trade Centre de Nueva York, al metro de Londres y a las estaciones de Madrid) son todos ejemplos de conflictos recientes no tradicionales, en cuanto que no suponen un choque simétrico entre Ejércitos estatales, en los cuales es preponderante la lógica urbicida.

Del mismo modo, las recientes represiones de movimientos democráticos de la denominada primavera árabe en los Estados norteafricanos han tenido el espacio urbano como principal punto de acción y maniobra de operaciones militares (estatales, internacionales, pero también de guerrilla urbana). No es casualidad si recientemente se ha hablado de un riesgo de urbicidio también en Palmira, la histórica ciudad siria patrimonio mundial de la Unesco situada bajo el asedio del Ejército de Damasco.

El urbicidio transforma así la ciudad en objetivo, no solo estratégico, sino sobre todo semiótico: son los valores identitarios, sociales y culturales representados por los centros urbanos los que constituyen el objetivo de las acciones bélicas y terroristas. Determinadas prácticas de destrucción pueden ser consideradas como verdaderos modos de producción de olvido que actúan a través de la cancelación violenta de las huellas de la memoria. Detrás del proyecto bélico de asedio o destrucción de una ciudad hay un claro diseño ideológico y político dirigido no solo contra objetivos estratégicos desde un punto de vista militar, sino contra la identidad y la memoria colectiva y sus manifestaciones espaciales: un proyecto de desmemorización del paisaje urbano.

Y sin embargo este aspecto no supone una novedad. La historia antigua está llena de ciudades enemigas destruidas, también en cuanto a símbolos: de la Cartago reducida a ruinas durante las guerras púnicas (el célebre "delenda Cartago" pronunciado por Catone), la Jerusalén asediada y destruida por el emperador Tito o el Sacco di Roma por obra de los visigodos y después repetido por Carlos V hasta el Milán devastado por Federico Barbarroja. La historia está llena de saqueos y destrucciones de una ciudad.

Igualmente son numerosos los ejemplos más recientes: Guernica, Dresde, Londres e Hiroshima son solo algunas de las más célebres urbes destruidas durante el siglo XX, para llegar, pasando por la estrategia de la disuasión nuclear de la Guerra Fría con los misiles intercontinentales apuntando contra las mayores ciudades a ambos lados del telón de acero, hasta la más reciente doctrina George W. Bush de la conmoción y el pavor.

Para entender en qué sentido el urbicidio moderno identifica nuevas formas de guerra a la ciudad, y de ciudad en guerra, es necesario no solo encuadrarlo dentro de las transformaciones geopolíticas globales, sino remontarlo a la teorización, a inicios del siglo XX, de la guerra aérea, puesta en práctica sobre todo durante la Segunda Guerra Mundial.

El progresivo perfeccionamiento de la tecnología de ataque aéreo (bombarderos, cazas, artillería pesada hasta misiles intercontinentales y, hoy, los drones), ha amplificado, fuera de toda proporción, el poder destructivo de las acciones dirigidas contra la ciudad, recolocándola de nuevo en el centro de las estrategias militares. Se podría trazar un sutil hilo conductor que, pasando por la estrategia de la disuasión de la Guerra Fría, en la cual los objetivos potenciales de los misiles estaban apuntando a ciudades, conecta la doctrina del bombardeo de saturación, experimentada por primera vez en Guernica y después puesta a punto durante la Segunda Guerra Mundial por la Luftwaffe alemana y más tarde por las fuerzas aliadas, hasta los más recientes bombardeos quirúrgicos de las intervenciones humanitarias de la OTAN (como los bombardeos sobre Belgrado en 1999) o a las acciones preventivas de Estados Unidos en Afganistán e Irak.

Con la Segunda Guerra Mundial gana terreno la idea de un ataque militar dirigido a la población civil de las ciudades más allá de los objetivos militares. La destrucción de Londres, Varsovia, Dresde, Tokio e Hiroshima representaron el clímax de la doctrina del bombardeo aéreo como forma de comunicación para desmoralizar al enemigo, y la difusión del término coventrización tras el bombardeo alemán sobre la ciudad inglesa de Coventry resume la idea de la nueva forma de violencia bélica, inédita por su inhumanidad y destrucción, inaugurada en los bombardeos de saturación.

En las últimas décadas, a pesar de la modificación de la Convención de Ginebra de 1977 que introduce la prohibición de recurrir a este tipo de bombardeo, todavía se han sucedido numerosas acciones militares, incluso bajo el patrocinio de la ONU, la OTAN o las coaliciones internacionales, contra ciudades o zonas densamente pobladas por civiles, siguiendo lógicas asimilables al urbicidio, ya que ponen en riesgo a los habitantes y patrimonios arquitectónicos y culturales. El urbicidio constituye una compleja, y en cierto grado no reconocida jurídicamente, tipología de violencia política a la ciudad que merecería estar incluida entre los crímenes contra la Humanidad.

 

 

Artículos relacionados