Las cinco claves para transformar un territorio yermo en un vergel tecnológico.

 










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En términos de física cuántica, Israel vive entre dos universos paralelos. Uno, en el que reside hace muchos años, muestra violencia, pesadumbre y la pérdida de vidas humanas como tristes planetas. El otro, brillante, orbita alrededor de la innovación, la alegría y la atracción de trabajadores cualificados. “No tenemos agua, no tenemos tierra, no tenemos petróleo. Por eso hemos apostado por la ciencia y la tecnología”. Simon Peres, presidente israelí, resumía, con ese pequeño mantra, los muros maestros que comandan la economía israelí, y, a la vez, daba su particular receta frente a la recesión. “Nuestro crecimiento reside en los laboratorios, no en la Bolsa”. Tanto es así que el gasto en I+D supone el 4% (uno de los más altos del mundo) de todo el PIB. Por comparar, España destina un 1,3%. Eso sí, dada su singularidad geopolítica, el 10% de su riqueza tristemente se pierde en armamento.

Pese a todo, Israel ha apostado por ser, además, otro país. Una tierra anclada en lo tecnológico. El cambio llegó cuando sus autoridades vieron el valor de enlazar universidad y empresa a través de sociedades semipúblicas que unen ambos espacios y que buscan ideas en los emprendedores y financiación en los bancos. Juntadas las dos piezas, el motor del desarrollo se pone en marcha. ¿Cómo? Una de las fórmulas es usando incubadoras empresariales. A día de hoy existen unas 30 que dan soporte a más de 200 proyectos. Todo ello apoyado –sino sería imposible– por la elevada cualificación de los trabajadores israelíes.

Este es el camino elegido por Israel, pero otras naciones han optado por fórmulas parecidas, aunque a la vez distintas. Chile se ha convertido en un imán para los emprendedores y las start-up tecnológicas gracias a un sistema de incentivos fiscales y de subvenciones. Tanto es así que incluso está atrayendo empresas californianas que prefieren esas latitudes a las del mítico Silicon Valley en California. Mientras, en Europa, Irlanda encabeza un sistema tecnológico basado en el peso de la universidad (Trinity College) y en unos tipos impositivos muy bajos. De hecho, el impuesto de sociedades es del 12,5%.

A la sombra de esta filosofía, un país, escribámoslo así, “semidesconocido” que edifica estos días su hub (centro) tecnológico es Estonia. Su principal recurso son unos programadores informáticos de enorme calidad. Esto explica que Skype, que nació en este pequeño país báltico, tenga allí parte de sus cuarteles.

Algo más abajo –pero en la misma geografía europea– Berlín se ha convertido en otro reducto de la vanguardia. El responsable de esta transformación es una “cantera de emprendedores” que prolifera con fuerza “gracias, sobre todo, al reducido coste de la vida”, reflexiona Gunner Berning, consejero delegado de Twago, una start up con sede en la ciudad germana. Y añade: “Comparada con otras hubs como Londres, Estocolmo ...