Miembros del Estado Islámico cerca de la frontera siria con Turquía. Aris Messinis/AFP/Getty Images)
Miembros del Estado Islámico cerca de la frontera siria con Turquía. Aris Messinis/AFP/Getty Images)

No todos los occidentales que vuelven a sus hogares tras unirse al Estado Islámico son una amenaza. Pero el hecho de que acaben viviendo una vida de paz o de violencia puede estar determinado por lo que encuentren a su regreso.

Desde que el Estado Islámico (EI) comenzó su campaña de destrucción por Oriente Medio, se calcula que más de 20.000 personas han viajado desde todos los rincones del mundo para unirse al grupo. De esa cifra, compilada a partir de datos gubernamentales por el Centro Internacional para el Estudio de la Radicalización y la Violencia Política, un centro de investigación con sede en Londres, muchos morirán. Pero otros muchos volverán, ya sea con destino a sus países de origen o para instalarse en un nuevo lugar.

Las decisiones que estos hombres y mujeres hagan a continuación, el tipo de vida que lleven y la amenaza que puedan representar para sus comunidades serán en gran medida determinados por las opciones que tengan en esta nueva etapa, y por cómo sean tratados a su regreso. Hay una necesidad apremiante de desarrollar estrategias efectivas para responder a estos retornados, y estas estrategias deben basarse no solo en una comprensión clara de las razones por las que estas personas dejaron sus países de origen en un principio, sino también de las que los impulsaron a regresar. Mediante la utilización de una estrategia bien enfocada y meditada, los gobiernos pueden mantener a sus comunidades seguras al mismo tiempo que reconocen que no todos los retornados constituyen una amenaza potencial.

El miedo a los combatientes que regresan, y a la amenaza de seguridad que pueden suponer, no es una preocupación nueva –antes de que el EI se convirtiera en un referente, combatientes extranjeros provenientes de los países árabes, Estados Unidos y Europa se sintieron atraídos hacia los conflictos de Bosnia y Afganistán–. Pero los estudios muestran que solo una pequeña proporción se vio envuelta en actividades violentas al regresar a sus países de origen. Thomas Hegghammer, del Organismo para la Investigación de Defensa noruego, estudió durante un periodo de 20 años el impacto de los combatientes occidentales que regresan después de unirse a grupos yihadistas en lugares como Afganistán y Somalia. Hegghammer halló que una clara minoría de los combatientes que regresan presentaba un riesgo auténtico y letal. Pero debido a que el número de combatientes que viajan a Irak y Siria es de una magnitud muy superior la identificación de aquellos que presentan este riesgo es aún más esencial.

Muchos países, tanto en Europa como en el Norte de África, han optado por tratar a todos los que regresan de combatir en Irak y Siria como amenazas potenciales, criminalizando sus viajes y asociaciones, a pesar de que a menudo existen pocas evidencias para demostrar exactamente lo que hicieron y cómo de comprometidos estaban en la lucha. En algunos casos, el tratamiento que reciben a su regreso por parte de las fuerzas de seguridad o en las prisiones puede radicalizar aún más a los retornados y forjar un comportamiento que podría no haberse producido en otras circunstancias. Otras políticas punitivas tales como la confiscación de pasaportes o la revocación de la ciudadanía pueden servir para condenar al ostracismo a los repatriados en modos que presenten un verdadero obstáculo para la desradicalización y la reintegración.

La experiencia de haber estado expuestos a la brutalidad de grupos como EI, Boko Haram y Al Shabab ha sido, y será, profundamente desilusionante para algunos de los que tratan de unirse a sus filas. Aunque las razones de por qué ciertas personas dejan los grupos terroristas han sido menos estudiadas que las de por qué se unen a ellos en un principio, investigaciones publicadas en el Journal of Peace Research sobre antiguos miembros apuntan a la decepción con los líderes como un factor de motivación para abandonar estas organizaciones. Algunos de los que regresan pueden estar dañados, presentar cicatrices físicas y emocionales a causa de la experiencia, y necesitar apoyo psicosocial. En Nigeria y Kenia, las investigaciones de USIP desvelaron que el trauma es frecuente no solo entre las víctimas del extremismo violento, sino también entre quienes se han unido a la violencia, especialmente adolescentes. Las opciones para la recuperación son limitadas, lo que plantea un problema, ya que es posible que excombatientes traumatizados y que no reciben un tratamiento puedan ser más propensos a cometer actos violentos.

Con personas respondiendo en cifras sin precedentes a la llamada a las armas desde Estados Unidos, Europa, el Norte de África, Arabia Saudí, los Estados del Golfo, Asia Central, Australia e Indonesia existe el imperativo tanto de garantizar que las respuestas en materia de cumplimiento de la ley hacia los combatientes que regresan son justas y justificadas, como de desarrollar estrategias viables que eviten que estos excombatientes continúen participando en actividades violentas. Para determinar cómo estos Estados pueden evitar que los extremistas vuelvan a verse envueltos en estas actividades, es útil observar qué tipo de enfoques han funcionado en otros contextos y cuáles han fracasado.

Los programas para desradicalizar a los extremistas violentos desde el 11-S en lugares como Arabia Saudí, Indonesia y Yemen se han centrado en los intentos de contradecir y refutar las creencias doctrinales e ideológicas que se utilizaron para justificar la violencia: a menudo se implicó a líderes religiosos para que demostraran públicamente los errores lógicos y morales de la retórica que se utilizaba para respaldar la llamada a la violencia. Con este tipo de programas, a menudo gestionados por los gobiernos, solo se lograba, sin embargo, un éxito parcial.

Esto se debe en gran medida a que las razones por las que las personas se unen a grupos extremistas violentos solo tienen que ver en parte con la ideología: la narrativa ideológica es el gancho que atrae a los combatientes, pero constituye solo el modo en que son reclutados, no el porqué. Por ejemplo, los programas de desradicalización impulsados por los gobiernos de Singapur e Indonesia dirigidos a los miembros del Jemaah Islamiya, el grupo responsable de los atentados de Bali en 2002, mostraron un éxito limitado porque no abordaban las razones por las que estos se enrolaban: buscar un sentido a su vida u obtener la sensación de pertenencia o de identidad que conllevaba formar parte de la causa, las oportunidades que ofrecía el ser miembro o el deseo de lograr justicia o venganza por agravios que podían ser reales o solo percibidos. Las iniciativas de emplear a excombatientes o a extremistas violentos rehabilitados como portavoces para la prevención fueron en algunos casos contraproducentes porque estos antiguos combatientes nunca renunciaron del todo a sus creencias.

Los expertos que han estudiado el problema del extremismo violento a través de la lente de la psicología han señalado el desafío de la disonancia cognitiva en la desradicalización. Los seres humanos son poco propensos a abandonar fácilmente las creencias que justifican y sostienen su comportamiento, en especial comportamientos extremos. De hecho, como han demostrado algunos estudios, las creencias a menudo cambian después de que lo haga nuestra conducta, y no al revés. John Horgan y Tore Bjorgo, reconocidos investigadores en este campo, escribieron en su libro de 2008 Leaving Terrorism Behind: Individual and Collective Disengagement (Dejando atrás el terrorismo: desvinculación individual y colectiva) que "algunos individuos se deshacen de sus puntos de vista radicales como consecuencia de haber dejado el grupo, más que esa sea la causa de que lo dejen".

Arabia Saudí puso en marcha un programa para rehabilitar a los combatientes que habían regresado tras luchar en Afganistán poco después del 11-S. Este programa, con sede en lo que se conoce como el Centro de Cuidado y Rehabilitación, en las afueras de Riad, ponía especial énfasis en las sesiones de desradicalización con clérigos y asesores psicológicos, y también incentivaba económicamente a los combatientes para que se desligaran de la violencia. Las limitaciones de este programa se pusieron de manifiesto en 2009, cuando las autoridades saudíes detuvieron a nueve de sus graduados por volver a enrolarse en grupos terroristas. Además se descubrió que otros dos antiguos estudiantes del programa –ambos habían sido encarcelados en Guantánamo– se habían unido a la rama yemení de Al Qaeda. Esto condujo a una revisión del programa, que aumentó su atención hacia los factores de comportamiento por encima de las creencias e ideologías que les motivaban, enfatizando en cambio las relaciones y las oportunidades para reinsertarse en la sociedad. El programa, que se inició en 2008 y ha graduado a más de 3.000 retornados, se centra ahora en las familias de estos y reconoce la importancia de las relaciones sociales, familiares y nacionales en la reintegración de quienes han combatido en el extranjero.

Las relaciones con compañeros y familia son factores clave no solo en la configuración de las opciones que llevan a unirse a grupos extremistas violentos en un primer momento, sino también en las iniciativas de desradicalización y reintegración que tienen éxito. Muchos de los jóvenes que han viajado desde el norte de Europa provienen de las mismas (a menudo pequeñas) comunidades y redes sociales. En la ciudad de Aarhus, en Dinamarca, origen de varias docenas de combatientes, la Policía del Este de Jutlandia y el municipio de Aarhus han encabezado un programa de reintegración que hace hincapié en las relaciones personales y en las habilidades vitales básicas. Como quedó recogido en un artículo de Newsweek en octubre de 2014, "los daneses están tratando a sus yihadistas retornados como a adolescentes rebeldes más que como a soldados hostiles sin redención posible". Los retornados reciben asistencia en cuestiones de educación,empleo y para poder reparar sus relaciones.

Los programas diseñados para desenganchar a los extremistas de derecha en Noruega, Alemania y Suecia también han sido considerados mayoritariamente un éxito por su énfasis en las relaciones familiares y en las habilidades vitales, y su menor atención a abordar la ideología extremista. Este tipo de programas se basan en la idea de que la reinserción social es lo que con el tiempo logrará realmente desradicalizar a los individuos y evitará que vuelvan a verse envueltos en la violencia. Pueden ofrecer a las personas una segunda oportunidad en la vida y la opción de tomar una dirección diferente. Estos programas, allí donde existen, son un corolario importante a las respuestas policiales justas y justificadas: no todos y cada uno de los combatientes que regresan del extranjero equivalen a un potencial atentado terrorista a punto de suceder.

Artículo publicado originalmente en la revista Foreign Policy. Traducción de Natalia Rodríguez.