Países en enormes dificultades.  

 

Guatemala y Honduras

Cada vez que voy a Guatemala, me encuentro un cadáver”, dice Manuel Orozco, analista centroamericano de Inter-American Dialogue en Washington. “Cualquiera puede ser un blanco por cualquier motivo”.

En los tres últimos años, el narcotráfico en Guatemala y en Honduras ha empeorado enormemente. En 2007, sólo pasaba por Centroamérica un 1% de la cocaína suramericana; hoy pasa entre el 60% y el 90%. Los cárteles mexicanos, acosados por la guerra que libra el presidente Felipe Calderón contra ellos, se han ido hacia el Sur, y los traficantes colombianos se han trasladado al Norte.

Y el resultado de la lucha entre los recién llegados y las bandas locales guatemaltecas y hondureñas ha sido un baño de sangre. La Oficina contra la Droga y el Delito de la ONU calcula que en Guatemala “algunas provincias situadas en rutas importantes del narcotráfico padecen los índices de asesinatos más altos del mundo”. ¿Cuál es el único sitio en el que puede que la violencia sea peor? El vecino Honduras, donde los narcos camparon a sus anchas todo el año pasado mientras el país estaba distraído con el golpe de Estado. En octubre, el zar de la lucha antidroga del país, Julián Arístides González, expresó su preocupación, y dijo que en el mes anterior habían aterrizado 10 aviones llenos de droga, mientras que desde enero hasta el golpe de junio fueron sólo 14. En diciembre, González murió asesinado. Y no es el único; este país, de sólo 7,3 millones de habitantes, sufre 15 asesinatos diarios.

La total incapacidad de ambos países para combatir el crimen organizado no ha hecho más que exacerbar la situación. “En Honduras y en Guatemala, el Estado tiene un control muy limitado sobre grandes franjas del territorio”, explica Kevin Casas-Zamora, ex vicepresidente de Costa Rica, que en la actualidad trabaja en la Brookings Institution. “Por eso son tan atractivos para el crimen organizado. Son Estados muy débiles”. En Guatemala, sólo en 2009, se incautaron 15,7 toneladas de cocaína, y se calcula que la economía de la droga supera el doble del PIB que tiene el país. El blanqueo de dinero es habitual, y en abril el Tesoro estadounidense amplió su guerra de sanciones contra los cárteles de la droga desde México hasta Guatemala, con la inclusión en la lista negra de una familia presuntamente vinculada al cártel de Sinaloa. Mientras tanto, en el último año se ha apartado de sus puestos a dos jefes de policía guatemaltecos por su supuesta implicación en el narcotráfico. Se ha creado una nueva comisión para investigar y perseguir la infiltración entre los altos cargos, pero harán falta años para avanzar. En Honduras, la tarea es igual de temible, porque, como explica Casas-Zamora, “muchos miembros de la élite hondureña hacen negocios con los narcotraficantes”.

Las cosas pueden empeorar aún más. Una preocupación fundamental es que los cárteles centroamericanos se pasen a la fabricación de metanfetaminas, siguiendo el modelo mexicano. “Esta violencia y estas guerras entre bandas se deben, en parte, a la necesidad de adquirir nuevas instalaciones”, dice Orozco. “Eso es lo que más me inquieta”.

 

Nigeria

Al final, después de estar desaparecido durante seis meses por motivos médicos en Arabia Saudí, el presidente nigeriano Umaru Yar’Adua falleció el pasado mayo. Pero, aunque eso puso fin a las ambigüedades sobre su estado, la crisis política creada en su ausencia no se ha cerrado todavía, ni mucho menos. La conmoción dejó al descubierto unas inmensas brechas sociales en un país que ya era uno de los más problemáticos de África. La violencia entre comunidades golpeó el cinturón central; los rebeldes del Delta del Níger se mostraron agitados e impacientes; y se reavivaron los viejos debates sobre el reparto regional de los recursos entre los 151 millones de habitantes. Hoy, el país se encuentra en peligro, mientras el sucesor de Yar’Adua, que tiene el optimista nombre de Goodluck Jonathan, asume el poder.

Lo que sucedió durante la ausencia de Yar’Adua fue nada, y ése fue precisamente el problema. Como el presidente estaba aún técnicamente vivo, su entorno político no se decidía a reemplazarlo, entre otras cosas por la norma no escrita de la política nigeriana de que la presidencia debe alternar cada ocho años entre el Norte y el Sur, para que el país no se deshaga en luchas intestinas o, peor aún, se divida. Yar’Adua era del Norte; su vicepresidente, Jonathan, era del Sur. En febrero, Jonathan prestó juramento como presidente en funciones, pero su mandato quedó en nada días después con la vuelta de Yar’Adua al país el 24 de febrero, en mitad de la noche.

Mientras los políticos negociaban, cada vez salían más manifestantes a las calles, y el país se sumió en el caos. Estuvo a punto de desbaratarse un acuerdo de amnistía para militantes en la zona petrolífera del Delta. En marzo murieron asesinadas 500 personas en el choque entre pastores nómadas musulmanes y granjeros cristianos a las afueras de la ciudad de Jos. Y todo esto tras una crisis financiera nacional que sacó a la luz el despilfarro de los bancos a la hora de conceder préstamos y la laxitud de sus normas de comportamiento.

Con un nuevo presidente por fin en ejercicio, los observadores confían en que Nigeria viva un periodo de calma. Pero en 2011 se celebrarán elecciones presidenciales. El origen sureño de Jonathan y los despidos más audaces que ha realizado se han cobrado un precio, y el Partido Democrático Popular, en el Gobierno, da muestras de división. Mientras se pelean por el botín político, el país puede venirse abajo. ¿Lo peor que podría ocurrir? Una nueva rebelión en el Delta del Níger, más violencia religiosa en el centro del país y –el resultado más improbable pero del que alguna vez se habla– un golpe militar. En cualquier caso, la vida del nigeriano normal y corriente está empeorando en lugar de mejorar. Tras años de salir del paso como puede, es posible que Nigeria pierda incluso esa opción.

 

Irán

En 2009, la República Islámica afrontó tal vez el mayor reto de su existencia desde que nació, en 1979. Entre enero y junio, el presidente Mahmud Ahmadineyad pasó de ser favorito presidencial indiscutible a candidato a la reelección muy controvertido. Surgió el primer movimiento auténtico de oposición en décadas, las luchas internas de poder sacudieron a la clase dirigente y se pusieron en tela de juicio los propios cimientos de la República Islámica. Y el caos posterior sigue vivo un año después.

Detrás del descontento público estaba no sólo el sentimiento generalizado de que se habían robado las elecciones, sino una decepción creciente por la mala administración del Gobierno. Podrían haber reinvertido el dinero extra obtenido del petróleo en 2007-2008, pero los beneficios se los quedó la clase dirigente. El resultado fue el estancamiento económico, un sistema bancario que amenaza con derrumbarse y el aumento del desempleo, cuando una gran masa juvenil está empezando a alcanzar la edad laboral. Va a hacer falta medio millón de nuevos puestos de trabajo cada año para absorber a los jóvenes iraníes.

Esto ayuda a explicar en gran parte la sorprendente aparición del movimiento verde, que cuenta con muchos miembros del tercio de la población iraní que se concentra en las grandes ciudades (otro tercio vive en ciudades pequeñas y pueblos). Por el momento, las protestas se han apagado y el régimen parece dominar la situación. Pero la política iraní es conocida por su volatilidad, y los analistas dicen que los disturbios de 2009 tendrán efectos duraderos. Las elecciones han ayudado a legitimar el régimen islámico hasta ahora, pero ya no pueden seguir haciéndolo, afirma Robert Malley, analista del International Crisis Group. Aún más desestabilizador, advierte, es que “el líder supremo, en vez de mantenerse por encima de las disputas políticas, se haya convertido en un actor dentro de la lucha interna del régimen”.

Lo que ocurra a continuación dependerá de acontecimientos externos, como la fuerza y el alcance de las sanciones internacionales. No hay duda de que la economía iraní sufrirá. Pero quizás sean más importantes las repercusiones políticas si las sanciones obtienen el apoyo no sólo de Occidente sino también de China, Brasil y otros que hasta ahora han estado dispuestos a colaborar con Ahmadineyad.

Muchos confían en que ese momento signifique el cambio trascendental en Irán, el instante en el que una mayoría de la población deje de creerse el retrato que hace Ahmadineyad de su régimen. Pero la alternativa parece igual de probable: que el caos en la clase dirigente reprima aún más a los disidentes y a los defensores de la democracia. Las sanciones podrían incluso dar a Ahmadineyad una excusa, porque tendría un enemigo claro al que responsabilizar de las penurias económicas. Claro que Irán siempre puede volver a sorprender al mundo, una vez más.