¿La derrota de la lucha armada como instrumento político en la región?

Una mujer sostiene una invitación para celebrar en Cali, Colombia, el acuerdo de paz entre el Gobierno de Bogotá y las FARC. Luis Robayo/AFP/Getty Images
Una mujer sostiene una invitación para celebrar en Cali, Colombia, el acuerdo de paz entre el Gobierno de Bogotá y las FARC. Luis Robayo/AFP/Getty Images

“Que este sea el último día de la guerra”. Con esa frase empezó y finalizó el discurso que pronunció Rodrigo Londoño Echeverry, Timochenko, el jefe máximo de las FARC, en la breve y sobria ceremonia en La Habana en la que el gobierno de Bogotá y la guerrilla firmaron su acuerdo sobre el cese de hostilidades de una guerra cuyo comienzo muchos historiadores sitúan el 9 de abril de 1948, con el magnicidio de líder agrarista y dirigente del Partido Liberal Jorge Eliécer Gaitán.

Su asesinato, nunca esclarecido del todo, provocó los disturbios del llamado “Bogotazo” en los que murieron varios cientos de personas y que terminaron desatando el periodo que los colombianos llaman escuetamente “La violencia” (1948-1957), un conflicto que causó entre 200.000 y 300.000 muertos y el desplazamiento de más de dos millones de personas, una quinta parte de la población total del país.

En el Bogotazo participó un joven estudiante cubano, Fidel Castro, que se encontraba en Colombia como presidente de la delegación cubana ante un congreso estudiantil latinoamericano financiado por el gobierno peronista argentino y convocado para protestar contra la IX Conferencia Panamericana de la que surgió la OEA y en la que participó el secretario de Estado de EE UU, George C. Marshall. Durante varios días, Castro, que admiraba al carismático Gaitán, dirigió un pelotón de hombres que resistió un asalto del Ejército al cerro de Monserrate, que domina la capital colombiana.

Entre las muchas víctimas de La violencia estuvieron los padres de Pedro Antonio Marín, después conocido por su nombre de guerra: Manuel Marulanda o Tirofijo, fundador de las FARC y su líder supremo desde 1964 hasta su muerte en 2008. Llevados por la fiebre revolucionaria que se apoderó del continente tras la entrada en La Habana de los guerrilleros del Movimiento 26 de Julio el 1 de enero de 1959, las originales milicias campesinas gaitanistas se hicieron castristas, adoptando el marxismo-leninismo como doctrina política: las FARC.

Por esa razón el fin de la guerra en Colombia marca el fin de un ciclo de violencia aun más antiguo que el que Joaquín Villalobos, ex guerrillero salvadoreño del Frente Farabundo Martí, sitúa en el asalto al cuartel de Moncada (Santiago de Cuba) por un grupo armado dirigido por Fidel Castro el 26 de julio de 1953.

La paz colombiana representa, en ese sentido, el fin de la vieja tradición de justificar políticamente la lucha armada contra un régimen democrático y que en América Latina arrastró a la guerra a una generación entera en los años 60 y 70.

Durante los últimos 30 años, todos los gobiernos colombianos intentaron dar fin al último vestigio de la guerra fría. Al final lo logró el presidente Juan Manuel Santos por una sencilla razón: los contundentes golpes militares que su Gobierno y el de su antecesor, Álvaro Uribe, infligieron a la guerrilla, eliminando a sus principales líderes: Raúl Reyes, Mono Jojoy y Alfonso Cano.

El Plan Colombia, financiado por EE UU con casi 10.000 millones de dólares a lo largo de una década, terminó por convencer a la cúpula de las FARC que su guerra estaba perdida y que no les quedaba otra salida que aceptar la legitimidad del Estado que los había derrotado en el terreno político y militar.

Para ese desenlace fue decisivo el convencimiento de Hugo Chávez de que la guerra interna colombiana, más que facilitar la expansión de su llamado “socialismo del siglo XXI”, se había convertido en un obstáculo, por lo que se empeñó en convencer a las FARC para que negociaran un acuerdo de paz. Pero si una guerrilla acepta negociar, lo hace para cambiar las balas por votos.

 

Epílogo caribeño a la guerra fría

Unos meses antes, la utopía comunista cubana, que solo pudo sostenerse gracias a las excepcionales circunstancias geopolíticas generadas por la guerra fría, periclitó cuando del avión imperial –el Air Force One– descendió en La Habana con una familia afroamericana, que demostraba tangiblemente a los cubanos el ascenso social que permite una sociedad abierta.

En los próximos años, la tecnología, la democracia, el turismo, Hollywood, el dólar y el neón de Miami –entre otros elementos del impresionante soft power que irradia el gigante del norte– van a ser mucho más corrosivos para el régimen castrista que el aislamiento provocado por el embargo.

Lo cierto es que el régimen castrista ya estaba derrotado militarmente en la región a fines de los 70. Su ofensiva guerrillera de casi 20 años solo había triunfado en Nicaragua y duró solo unos años, hasta la derrota electoral del sandinismo en 1989. El actual régimen de Daniel Ortega, con su sólida alianza con la Iglesia católica y los empresarios locales, tiene poco que ver con el Frente Sandinista original y mucho con el somozismo –sobre todo por el nepotismo de la primera familia– que destruyó la revolución de 1979.

Tras la desaparición de la Unión Soviética, Castro apostó por partidos de izquierda que intentarían llegar al poder por vía electoral bajo la cobertura política del llamado Foro de Sao Paulo, que copatrocinó con el brasileño Partido de los Trabajadores de Luiz Inácio Lula da Silva. El momento culminante de esa nueva estrategia llegó con el ascenso al poder en 1999 en Venezuela de Hugo Chávez, que puso la riqueza petrolera del país a disposición de sus aliados políticos en media docena de países.

Ese segundo –y postrer– proyecto del castrismo ha sido relativamente breve, como muestra su acelerada descomposición tras el fin del superciclo de las materias primas y los numerosos escándalos de corrupción que ha dejado su paso por el poder. Pero  ningún otro país demuestra los fracasos de la izquierda radical latinoamericana como la propia Cuba. El desarrollo económico que buscó el régimen fue otra ilusión: la renta per cápita de la isla es de apenas 5.000 dólares, frente a los 22.000 de Chile, el país de la región con la democracia de mercado más avanzada.

Aun si se tienen en cuenta los beneficios sociales del sistema sanitario y educativo de la isla –analfabetismo del 0% y una expectativa de vida similar a la de EE UU–, el precio pagado ha sido prohibitivo: las restricciones de las libertades individuales y colectivas del pueblo cubano.

 

Presidencia vitalicia y régimen dinástico

El historiador y ensayista cubano Rafael Rojas observa en un artículo publicado en Prodavinci sobre el VII Congreso del Partido Comunista de Cuba (PCC) de hace unos meses, que en un momento de su discurso ante el plenario, Raúl Castro fue interrumpido por su canciller, Bruno Rodríguez, para advertirle que su comparecencia se estaba retrasmitiendo en vivo. El sobreentendido era obvio: debía ceñirse al guión y evitar sus habituales improvisaciones. La respuesta de Castro fue reveladora: “No, lo que estamos es vivos”, reconociendo que para gobernar la llamada generación histórica solo necesita vivir, como los antiguos reyes absolutos.

Colombianos celebran el cese de las hostilidades entre el Estado colombiano y las FARC. Raúl Arboleda/AFP/Getty Images
Colombianos celebran el cese de las hostilidades entre el Estado colombiano y las FARC. Raúl Arboleda/AFP/Getty Images

En su discurso, Castro reiteró que no volvería a postularse en 2018 a la presidencia del Consejo de Estado. Pero tanto él, en su condición de secretario general del PCC, como el segundo secretario, Ramón Machado Ventura, fueron reelegidos por cinco años más para seguir al frente del partido único, con lo que si viven aun en 2021, ambos seguirán gobernando, ya nonagenarios, en las sombras.

Así, a partir de 2018 el partido intentará mantener el monopolio del poder político bajo un liderazgo colegiado en el que el actual vicepresidente primero, Miguel Díaz-Canel, será una especie de primus inter pares. Los hermanos Castro tienen otro as en la manga: el coronel Alejandro Castro Espín, único hijo varón de Raúl Castro y una de las eminencias grises del régimen por su control de los órganos de contrainteligencia y las redes de espionaje en el exterior.

El 17 diciembre de 2014 fue él quien recibió a los tres agentes cubanos liberados por EE UU, al comienzo del deshielo. A nadie le pareció casual que Castro Espín estuviera al lado de su padre en la recepción a Obama en el Palacio de la Revolución. En declaraciones al diario chileno La Tercera, el escritor cubano Norberto Fuentes, autor de la apócrifa Autobiografía de Fidel Castro, asegura que Díaz-Canel es una mera “figura de transición” mientras que a Castro Espín “Fidel lo entrena a diario”.

Otra figura clave va a ser el general Luis Alberto Rodríguez López-Calleja, presidente ejecutivo de Gaesa (Grupo de Administración Empresarial SA), cuyas 57 empresas mueven el 70% de la actividad comercial de la isla. Pero tan –o más– importante es el hecho de que el general Rodríguez es ex yerno de Raúl Castro y padre de su nieto, que es, a su vez, el escolta preferido del presidente cubano.

Más de un millón de cubanos, el 20% de la fuerza laboral, son ya trabajadores por cuenta propia o trabajan en empresas privadas o cooperativas. Pero la gran mayoría de esas empresas tiene solo uno o dos empleados y se enfrentan a la falta de mercados al por mayor, altos impuestos y regulaciones onerosas e inciertas. Gaesa, en cambio, está subordinada al Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (Minfar).

La premura que Castro imprimió al acercamiento con el imperio indica que el modelo va a ser puesto a prueba pronto. Según el economista cubano Carmelo Mesa-Lago, un 25% de la economía de la isla depende de Venezuela, que paga por cada profesional cubano una media de 10.600 euros mensuales, 27 veces el salario medio de un profesional venezolano. Ningún otro país podría asumir un subsidio encubierto similar.

 

Vidas paralelas

La presidencia vitalicia –y dinástica– del régimen castrista quedó en evidencia por la práctica coincidencia del VII congreso del PCC con la muerte del ex presidente chileno Patricio Alwyn, el principal artífice de la transición política chilena. Durante su mandato (1990-94), Alwyn impidió que sus colaboradores promovieran su reelección, convencido de que una sociedad que deseaba ser gobernada por las leyes tras los largos años de la dictadura, no podía confiar en nadie que buscara alterarlas.

La acendrada tradición parlamentaria chilena frente a la efímera –y accidentada– trayectoria democrática de Cuba tras su independencia, explican en gran parte las diferencias políticas entre los hermanos Castro y Alwyn y confirman, de paso, que los valores democráticos suelen germinar en terrenos propicios.

Sin la tradición liberal chilena no se entiende la trayectoria política de Alwyn, que estuvo al frente de la Democracia Cristiana en dos momentos clave: en el último año del gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende y al final del régimen militar.

Como recordó Ascanio Cavallo en La Tercera, Aylwin llegó al poder empujado por una sociedad que ya no buscaba utopías sociales sino solo una “paz modesta” que acabara con los años de plomo. Una célebre frase que no le han perdonado sus detractores ilustra el pragmatismo con el que encaró ese desafío: “Justicia en la medida de lo posible”.

Aylwin entendió que su victoria electoral significaba ante todo la derrota de la lucha armada como instrumento político. Al finalizar su mandato, no quedaban presos políticos, se había esclarecido la suerte de un millar de desaparecidos, los grupos armados estaban desarticulados, la amenaza militar se desvaneció y la pobreza bajó del 38,6% en 1990 al 27,7% en 1994. Todo ello muestra que el círculo virtuoso que generan las libertades políticas y económicas no suele tener el oscuro glamour de caudillos como Fidel Castro y Hugo Chávez; solo el discreto carisma de políticos como Patricio Alwyn y Juan Manuel Santos.