Dejen de obsesionarse con la rúcola. El mantra ‘sostenible’ -orgánico, local y ‘lento’- no es la receta para salvar a los millones de personas hambrientas del mundo.

 

Ilustración de Krispy para FP Edición Española.

Desde las bolsas de tela reciclable de productos integrales hasta el jardín orgánico de Michelle Obama en la Casa Blanca, los modernos consumidores de alimentos ecológicos están llenos de buenas intenciones. Queremos salvar el planeta. Ayudar a los agricultores locales. Luchar contra el cambio climático y también contra la obesidad infantil. Pero, aunque sin duda es algo bueno pensar en el bienestar global, mientras cortamos nuestras cebollas orgánicas certificadas, la esperanza de poder ayudar a los demás cambiando los hábitos de compra y de alimentación es una idea de la que se está haciendo una propaganda frenética entre los consumidores occidentales. La alimentación se ha convertido en una preocupación para las élites de Occidente irónicamente justo cuando las formas más eficaces de hacer frente al hambre en los países pobres han dejado de estar de moda.

Ayudar a los pobres del mundo a alimentarse ya no es el grito de guerra que un día fue. Es posible que la alimentación sea una causa común hoy, pero en el malacostumbrado Occidente eso equivale a causas de moda, como conseguir que los alimentos sean sostenibles, o, en otras palabras, orgánicos, locales y lentos. A pesar de todo lo atractivo que esto pueda parecer, es la receta equivocada para ayudar a los que más lo necesitan. Incluso nuestra comprensión del problema alimentario global es incorrecta hoy en día, demasiado condicionada por la simple cuestión de los precios internacionales. En abril de 2008, cuando el precio del arroz para exportación se había triplicado en sólo seis meses y el trigo alcanzaba su precio más elevado en 28 años, un editorial de The New York Times lo llamaba “crisis alimentaria mundial”.

El presidente del Banco Mundial, Robert Zoellick, advirtió de que los altos precios de los alimentos tendrían consecuencias especialmente negativas para los países pobres, donde “no hay margen para la supervivencia”. Ahora que los precios internacionales del arroz han bajado un 40% con respecto a su pico más alto, y que los precios del trigo han caído más de un 50%, concluimos demasiado rápido que la crisis ha acabado. Sin embargo, 850 millones de personas en los países pobres sufrían desnutrición crónica antes de la escalada de los precios en 2008, y el número es aún mayor ahora, gracias, en parte, a la recesión global del año pasado. Ésta es la auténtica crisis alimentaria a la que nos enfrentamos. Los precios de los alimentos en el mercado mundial nos dicen muy poco sobre el hambre global. Los mercados internacionales de alimentos, como la mayoría de los otros mercados internacionales, son utilizados sobre todo por la gente acomodada, que está lejos de padecer hambre. La mayoría de las personas realmente desnutridas –el 62%, según la FAO– vive en África o en el Sur de Asia, y gran parte son pequeños granjeros o trabajadores rurales sin tierra. Están desvinculados de las fluctuaciones de los precios globales, tanto por las políticas comerciales de sus respectivos países como por las deficientes carreteras e infraestructuras. En África, más del 70% de los hogares rurales permanecen aislados de los mercados urbanos más cercanos dado que, por ejemplo, viven a más de treinta minutos de distancia andando de la carretera más próxima transitable en cualquier circunstancia meteorológica.

La principal causa del hambre en África es la pobreza generada por la productividad de bajos ingresos del trabajo de los granjeros. Y el problema no hace más que empeorar. El número de personas “con inseguridad alimentaria” en África (las que consumen menos de 2.100 calorías al día) aumentará un 30% en la próxima década si no se realizan reformas significativas hasta alcanzar la cifra de 645 millones, según pronostica el Departamento de Agricultura estadounidense.

El África rural ya tiene un sistema de comida ‘lento’ y no funciona

Lo que resulta tan trágico es que sabemos por experiencia cómo resolver el problema. Allí donde los pobres del campo han tenido acceso a mejores carreteras, semillas modernas, fertilizantes más baratos, energía eléctrica y mejores escuelas y clínicas, su productividad y sus ingresos han aumentado. Pero los esfuerzos recientes para suministrar esos bienes esenciales se han visto truncados por la postura equivocada (si es que alguna vez ha sido bienintencionada) en contra de la modernización agrícola y la ayuda extranjera.

En Europa y en Estados Unidos ha surgido una nueva línea de pensamiento en las élites que se opone a facilitar semillas mejoradas y fertilizantes a los agricultores tradicionales, y que se muestra en contra de vincular más estrechamente a esos agricultores a los mercados internacionales. Escritores culinarios y defensores influyentes, así como propietarios de famosos restaurantes, están repitiendo el mantra de que los alimentos sostenibles en el futuro deben ser orgánicos, locales y lentos. Pero, curiosamente, el África rural ya cuenta con un sistema así y no funciona. Pocos agricultores minifundistas de África utilizan algún producto químico sintético, así que sus alimentos son de facto orgánicos. Los elevados costes de transporte les obligan a comprar y vender casi todos sus productos en el mercado local. Y la preparación de los alimentos es muy lenta. El resultado no deja espacio para el optimismo: niveles de ingresos de tan sólo un euro al día y un tercio de posibilidades de sufrir desnutrición.

Si vamos a abordar de forma seria el problema del hambre global, necesitamos quitarle romanticismo a nuestra visión de la alimentación y de la agricultura preindustriales. Y eso significa aprender a apreciar el sistema agrícola moderno, intensivo desde el punto de vista científico y de alto rendimiento, que hemos desarrollado en Occidente. Sin él nuestra alimentación sería más cara y menos segura. En otras palabras, muy parecida a la de la parte del mundo afectada por la plaga del hambre.

 

Pecados originales

Cosechando mientras siembran: los pequeños agricultores de Suráfrica podrían aprovechar las nuevas tecnologías.

Hace 30 años, si alguien hubiera afirmado en un destacado periódico o diario que la revolución verde era un fracaso, habría sido desacreditado. En la actualidad, esta acusación es bastante común. La célebre autora y activista ecologista Vandana Shiva sostiene que la revolución verde no ha reportado a India más que “agricultores endeudados y descontentos”. Una reunión celebrada en 2002 en Roma, en la que se dieron cita 500 destacadas ONG internacionales, entre las que se encontraban Amigos de la Tierra y Greenpeace, incluso la culpó del aumento del hambre en el mundo.

Vamos a dejar las cosas claras. El desarrollo y la introducción de semillas de trigo y de arroz de alto rendimiento en los países pobres, llevados a cabo por el científico estadounidense Norman Borlaug y otros en la década de los 60 y 70, arrojó grandes dividendos. En Asia, estas nuevas semillas sacaron de la pobreza desesperada a decenas de millones de pequeños agricultores y acabaron, en última instancia, con la amenaza de la hambruna periódica. India, por ejemplo, duplicó su producción de trigo entre 1964 y 1970, y fue capaz de acabar con toda la dependencia de la ayuda alimentaria internacional en 1975. En lo que respecta a los agricultores endeudados y descontentos, la tasa de pobreza rural de India ha disminuido de un 60% a tan sólo un 27% en la actualidad. Despreciar estos grandes logros calificándolos de “mitos” es simple y llanamente una estupidez.

Es cierto que la historia de la revolución verde no tiene en todas partes un final feliz. Cuando se introducen nuevas y poderosas tecnologías agrícolas en sistemas sociales rurales profundamente injustos, los pobres tienden a salir perdiendo. En América Latina, donde el acceso a buenas tierras agrícolas y al crédito ha estado muy controlado por las élites tradicionales, las semillas mejoradas disponibles gracias a la revolución verde aumentaron las brechas en cuanto a ingresos. Los terratenientes de América Central ausentes de sus tierras, que en el pasado habían permitido a los campesinos plantar cosechas de subsistencia en áreas infrautilizadas, los echaron para vender o arrendar la tierra a los agricultores comerciales que podían conseguir beneficios utilizando las nuevas semillas. Muchos de los campesinos rurales pobres desplazados se convirtieron en habitantes de zonas deprimidas. A pesar de todo, incluso en América Latina el hambre disminuyó más del 50% entre 1980 y 2005.

En Asia, las semillas de la revolución verde funcionaron casi tan bien en las pequeñas explotaciones agrícolas no mecanizadas como en otras más grandes. Allí donde los pequeños agricultores tuvieron suficiente acceso al crédito adoptaron la nueva tecnología tan rápido como los agricultores más grandes, lo que condujo a la obtención de importantes ganancias, al tiempo que no se produjo un aumento de la desigualdad ni de la tensión social. Incluso los trabajadores pobres sin tierras salieron ganando, porque la mayor abundancia de cosechas supuso más trabajo en la época de la recolección, lo que incrementó los sueldos rurales. En Asia, la revolución verde fue positiva tanto para la agricultura como para la justicia social.

¿Y África? África posee un reparto de la tierra relativamente equitativo y seguro, lo que la asemeja más a Asia que a América Latina y aumenta las posibilidades de que las mejoras en la tecnología agrícola ayuden a los pobres. Si África destinase más recursos a tecnología agrícola, irrigación y carreteras rurales, los pequeños agricultores podrían beneficiarse de ello.

 Mitos orgÁnicos

Existen otras objeciones comunes a hacer lo que es necesario para resolver la verdadera crisis alimentaria. La mayor parte gira en torno a advertencias planteadas por los críticos puristas con respecto a los sistemas de alimentación en Estados Unidos y en Europa Occidental. Sin embargo, esas preocupaciones, pese a estar cargadas de buenas intenciones, suelen estar mal informadas y resultar contraproducentes, en especial cuando se aplican al mundo en vías de desarrollo.

Todo natural: para suministrar suficiente fertilizante orgánico, la población de ganado de EE UU tendría que multiplicarse por cinco.

Fijémonos en los sistemas alimentarios industriales, la pesadilla de quienes escriben sobre alimentación. Sí, presentan muchos aspectos poco atractivos, pero sin ellos los alimentos serían no sólo menos abundantes, sino también menos seguros. Los sistemas tradicionales de alimentos sin una refrigeración fiable y un embalaje ajustado a los estándares sanitarios son vectores peligrosos para la transmisión de enfermedades. Los estudios realizados en las últimas décadas por los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades han revelado que el suministro de alimentos en Estados Unidos se ha ido haciendo poco a poco cada vez más seguro, en parte gracias a la introducción de mejoras técnicas a escala industrial. Desde 2000, la incidencia de la contaminación porescherichia coli en la carne de vaca ha caído un 45%. Todavía se siguen produciendo brotes de enfermedades a partir de alimentos contaminados vendidos en los supermercados, pero los fallecimientos suelen ser bastante limitados.

En el mundo en vías de desarrollo, allí donde no han llegado todavía las tecnologías alimentarias de escala industrial, los alimentos contaminados siguen constituyendo un importante riesgo. En África, donde mucha comida se sigue comprando en mercados al aire libre (a menudo sin supervisión, no empaquetada, no etiquetada, no refrigerada, no pasteurizada y sin lavar), se estima que unas 700.000 personas mueren cada año como consecuencia de enfermedades alimentarias y relacionadas con el agua, en comparación con las 5.000 personas que se calcula que fallecen en Estados Unidos.

Los alimentos cultivados de forma orgánica, esto es, sin ningún fertilizante sintético nitrogenado ni pesticidas, no son la respuesta a las cuestiones de salud y seguridad. El American Journal of Clinical Nutrition publicó el año pasado un estudio de 162 artículos científicos relativos a los 50 últimos años sobre los beneficios para la salud de los alimentos orgánicos, y reveló que no existe ninguna ventaja nutricional con respecto a los alimentos convencionales. Los profesionales de la salud también rechazan la afirmación de que los alimentos orgánicos sean más seguros para el consumo debido al menor contenido de residuos de pesticidas. Los estudios de la Food and Drug Administration (FDA) estadounidense han revelado que la más elevada exposición alimenticia a los residuos de pesticidas en los alimentos que se consumen en Estados Unidos es tan nimia (menos de una milésima parte del nivel que causaría toxicidad) que lo que se gana en seguridad comprando productos orgánicos es insignificante. La exposición a los pesticidas sigue siendo un grave problema en el mundo en vías de desarrollo, donde la utilización de químicos agrícolas no está tan bien regulada, pero incluso allí son más un riesgo ocupacional para quienes trabajan en la agricultura sin protección que un riesgo de residuos para los consumidores de alimentos.

En lo que respecta a la protección del medio ambiente, las evaluaciones de la agricultura orgánica adquieren mayor complejidad. El uso excesivo de fertilizantes nitrogenados en las explotaciones agrícolas convencionales de Estados Unidos ha contaminado los ríos y creado una zona muerta en el Golfo de México, pero abandonar por completo su uso (como deben hacer los agricultores en Estados Unidos para obtener un certificado orgánico del Departamento de Agricultura) agravaría mucho más los problemas medioambientales.

El motivo es el siguiente: menos del 1% de las tierras cultivables estadounidenses están certificadas para producción orgánica. Si el otro 99% cambiase a la modalidad orgánica y tuviese que fertilizar los cultivos sin ningún compuesto nitrogenado sintético, eso exigiría una cantidad mucho mayor de abono orgánico de origen animal. Para suministrar suficiente fertilizante orgánico, la población de ganado en EE UU tendría que multiplicarse casi por cinco. Y dado que esos animales tendrían que criarse orgánicamente con cultivos para forraje, buena parte de las tierras bajas en 48 Estados debería convertirse en pastos. Las tierras de cultivos orgánicos también presentan un menor rendimiento por hectárea. Si Europa intentara alimentarse con productos orgánicos, necesitaría 28 millones de hectáreas más de tierras cultivables, el equivalente a todo el bosque que queda en Francia, Alemania, Gran Bretaña y Dinamarca juntos.

Probablemente, lo que defienden los partidarios de lo orgánico no sea la deforestación masiva. La forma más inteligente de protegerse contra los residuos de nitrógeno es reducir las aplicaciones de fertilizantes sintéticos con impuestos, regulaciones y recortes de los subsidios a la agricultura, pero no intentar partir de cero, como exige el estándar orgánico oficial. Ampliar la agricultura orgánica registrada sería, pensándolo bien, perjudicial, no útil para el medio ambiente.

La agricultura orgánica es menos ecológica de lo que se cree, y la convencional más sostenible

La agricultura orgánica no sólo es menos ecológica de lo que se supone, sino que la agricultura convencional moderna se está haciendo cada vez más sostenible. Hoy, la agricultura de alta tecnología en los países ricos es mucho más segura para el medio ambiente por celemín de producción que en 1960, cuando Rachel Carson criticaba el uso agrícola indiscriminado del DDT en su clásico sobre el medio ambiente, Primavera silenciosa. Gracias en parte a la devastadora crítica de Carson, los insecticidas más perjudiciales fueron prohibidos y sustituidos por sustancias químicas que podían aplicarse en menores dosis y que permanecían menos tiempo en el medio ambiente. Fue una gran victoria para la defensa medioambiental.

Y esto fue sólo el comienzo de lo que ha continuado como una significativa ecologización de la agricultura moderna en Estados Unidos. La erosión del suelo en las explotaciones agrícolas disminuyó drásticamente en la década de los 70 con la introducción de la labranza mínima al plantar las semillas, una innovación que también redujo la dependencia de los combustibles fósiles porque los campos ya no tenían que ararse cada primavera. Los agricultores comenzaron entonces a ahorrar agua, pasando a utilizar la irrigación por goteo, y a nivelar sus campos con láser para minimizar los costosos residuos líquidos. En la década de los 90, se incorporaron a los tractores equipos de GPS, que auto-dirigían a las máquinas por caminos más rectos e informaban a los agricultores exactamente de en qué parte se encontraban del campo, con un margen de error de un metro cuadrado, lo que permitía ajustar con precisión el uso de químicos. Se introdujeron sensores infrarrojos para detectar el verdor de la cosecha, lo que indicaba al campesino cuánto nitrógeno más (o menos) se necesitaría a medida que avanzase la temporada de cultivo. Para reducir el costoso uso de nitrógeno, se desarrollaron equipos que podían introducir fertilizantes en la tierra a la profundidad exacta y en hileras perfectas, sólo allí donde las raíces de la planta lo absorberían. Estas técnicas de agricultura de precisión han reducido significativamente la huella medioambiental de la agricultura moderna con respecto a la cantidad de alimentos producidos. En 2008, la OCDE publicó un estudio sobre el “efecto medioambiental de la agricultura” en los 30 países industriales más avanzados del mundo, aquellos que poseen los sistemas agrícolas de mayor rendimiento y más intensivos desde el punto de vista científico. Los resultados demostraron que, entre 1990 y 2004, la producción de alimentos en estos países siguió aumentando (un 5% en volumen), y, sin embargo, los impactos medioambientales adversos se redujeron en todas las categorías. El área de tierra dedicada a la agricultura disminuyó un 4%, la erosión del suelo debida a la acción del viento y del agua se redujo, las emisiones brutas de gases de efecto invernadero provocadas por la agricultura cayeron un 3%, y el uso excesivo de fertilizantes nitrogenados descendió un 17%. La biodiversidad también mejoró, a medida que se fue utilizando un mayor número de variedades vegetales y animales.

Sembrar para el futuro

África se enfrenta a una crisis alimentaria, pero no porque la población del continente esté creciendo más rápido que su potencial para producir alimentos, como sostendrían los clásicos maltusianos, entre ellos el defensor medioambiental Lester Brown y organizaciones afines como Population Action International. La producción de alimentos en África está muy por debajo de su potencial, y ésta es la razón por la que tantos millones de personas sufren hambre en el continente. Los africanos siguen sin utilizar casi fertilizantes, sólo se ha mejorado el 4% de las tierras cultivables con sistemas de irrigación, y en la mayor parte del área sembrada no se han plantado semillas mejoradas mediante reproducción científica de plantas, de modo que la producción de cereales sólo es un porcentaje de lo que podría ser. África no está logrando seguir el ritmo del crecimiento de la población no porque haya agotado su potencial, sino porque se ha invertido demasiado poco en alcanzarlo.

Uno de los motivos de este fracaso ha sido la drástica disminución de la ayuda de los donantes internacionales. Cuando la modernización agrícola dejó de estar de moda entre las élites del mundo desarrollado, a partir de la década de los 80, la ayuda al desarrollo destinada a la agricultura en los países pobres se desplomó. La producción de alimentosper cápita en África descendió durante los 80 y los 90, y el número de personas que padecían hambre en el continente se duplicó, pero la respuesta de Estados Unidos fue retirar la ayuda al desarrollo y limitarse a enviar más ayuda alimentaria a África. Ésta no contribuye a que los agricultores sean más productivos, y crea dependencia a largo plazo.

La alternativa está delante de nuestros ojos. La ayuda extranjera para apoyar las mejoras agrícolas presenta una sólida historia de éxito cuando se lleva a cabo con un propósito. La ayuda extranjera a la agricultura ha sido una inversión que ha compensado mucho en cualquier lugar, incluida África. El Banco Mundial ha documentado tasas medias de rendimiento respecto a las inversiones en investigación agrícola del 35% al año en el continente negro, todo ello acompañado de una reducción significativa de la pobreza. Algunas inversiones en investigación han generado tasas de rendimiento estimadas en un 68%. Incapaz de ver estas realidades, EE UU cortó su asistencia a la investigación agrícola en África un 77% entre 1980 y 2006.

En lo que respecta al creciente hambre en África, los Gobiernos de los países ricos se enfrentan a una difícil elección: apoyar una nueva inyección constante de ayuda financiera y técnica para contribuir a que los Gobiernos locales y los agricultores sean más productivos, o adoptar un enfoque de “preocuparse después” y verse obligados a atajar el problema del hambre con envíos cada vez más caros de ayuda alimentaria. Los escépticos del desarrollo y los críticos de la modernización agrícola siguen empujándonos hacia este segundo camino tan poco atractivo. Ha llegado la hora de que los líderes con visión y valentía política se resistan a ello.