El general Petraeus ha destacado algunos signos positivos en Irak en su informe ante el Congreso estadounidense. Por desgracia, EE UU está mucho más cerca de haber creado un nuevo Estado fallido que una democracia que funcione.

Mandel Ngan/AFP/Getty Images
Mandel Ngan/AFP/Getty Images

En su reciente comparecencia ante el Capitolio, el general David Petraeus ha tenido mucho de qué alardear. Desde que se anunció el incremento de tropas (surge) en enero de 2007, los ataques contra fuerzas de la coalición en Irak se han reducido al menos en un 60% y las muertes de civiles iraquíes han disminuido en una proporción similar.

Como se han encargado de remarcar los críticos con la guerra, en los últimos meses estas impresionantes mejoras se han estancado. La violencia está resurgiendo, señalan, y el reciente intento del primer ministro, Nuri al Maliki, recuperar el control en Basora parece indicar que el Ejército iraquí no está listo para grandes aventuras. Opinan que la disminución de los ataques se debe a las treguas de las milicias suníes y chiíes, no al aumento de tropas ni a nuevas tácticas. Los pocos progresos políticos que se afirma haber logrado son, en el mejor de los casos, forzados.

Estas críticas olvidan lo más importante. Con o sin incremento de tropas, es muy dudoso que la ocupación estadounidense pueda crear un Irak exitoso, es decir, un Estado estable, unido, en paz con sus vecinos y que se democratice. El surge es sólo el primero de los pasos previos pare lograr este objetivo, y hasta el propio Petraeus reconoce que todo lo conseguido podría desmoronarse de la noche a la mañana. En este sentido, el país árabe es sólo una de las piezas de un escenario estratégico más amplio. Es lo que el almirante William Fallon, ex jefe del Comando Central de Estados Unidos, intentó hacer entender a la Administración Bush antes de presentar su dimisión. La obsesión miope e irracional del Gobierno estadounidense con Irak ha impedido a EE UU desde lograr progresos en el conflicto árabe-israelí hasta gestionar el ascenso de China. En resumen, el precio de esta guerra va mucho más allá de los 120.000 millones de dólares al año (unos 75.000 millones de euros) que está costando financiarla, una cantidad mayor que toda la producción económica anual de Irak.

La culpa no es de Petraeus, un general brillante al que han encomendado una misión casi imposible. Construir un sistema político decente en Irak siempre ha tenido algo de fantasioso. Aunque el general lograse encontrar el modo de reducir la violencia hasta un nivel aceptable, podrían pasar generaciones antes de que el país árabe se convirtiese en el “dramático e inspirador ejemplo de libertad” en Oriente Medio que el presidente Bush ha invocado en repetidas ocasiones. Muy al contrario, lo más probable es que se transforme en un Estado asediado por la inestabilidad, la violencia étnica y sectaria, la debilidad de sus instituciones y la inseguridad de su producción de crudo, eso si tenemos suerte. Pocos estadounidenses apoyarían gastarse 12.000 millones de dólares al mes en Irak si se diesen cuenta de que están comprando, en el mejor de los casos, otra Nigeria, y en el peor, una Somalia con petróleo.

En cualquier caso, quienes apoyan la guerra de Irak deberían estar mejor informados. Parece que a muchos se les han olvidado los trabajos de investigadores como Adam Przeworski, experto en ciencias políticas de la Universidad de Nueva York, que ha escrito mucho sobre la relación entre riqueza y democracia. Según sus estudios, por encima de una renta per capita de 6.055 dólares “las democracias duran para siempre”. Pero por debajo de ese umbral, resultan más frágiles. En la actualidad, el PIB per capita de Irak está en unos míseros 3.600 dólares. Pero incluso esa cifra es engañosa ya que, cuando un Estado depende tanto del crudo, el PIB per capita no refleja su auténtico nivel de desarrollo (técnicamente, Guinea Ecuatorial es el decimosegundo país más rico del mundo). Por eso, los estudios de Przeworski no incluyen a grandes productores de petróleo, que tienen su propia problemática particular.

De hecho, el oro negro nos dice casi todo lo que necesitamos saber sobre el sombrío futuro de Irak. Estados Unidos está apostando miles de millones a que este país –cuyos beneficios por comercio exterior tradicionalmente han dependido en un 95% del crudo– escapará a la maldición de lo que un ministro venezolano del petróleo en una ocasión denominó “el excremento del diablo”. Los estudios de investigación han mostrado una y otra vez cómo los países subdesarrollados que poseen este codiciado recurso tienden a ser más pobres, más represores y más proclives a padecer conflictos internos que los que carecen de él. En un influyente artículo de 1995, los economistas Jeffrey Sachs y Andrew Warner mostraron que la extracción de recursos resulta letal para el desarrollo económico. Otros investigadores, entre los que cabe destacar al experto en ciencias políticas de la Universidad de California Michael Ross, han profundizado en el estudio de cómo el petróleo impide la democratización y aumenta la probabilidad de guerra civil. El crudo ha contribuido a hacer de Irak el tercer país más corrupto del mundo, sólo por detrás de Somalia y Myanmar (antigua Birmania). Estos hallazgos no significan que el país árabe este destinado necesariamente a fracasar, pero EE UU ha sacrificado muchas vidas y dinero porque el presidente Bush pretende demostrar, contra toda probabilidad, que no será así.

Las razones para permanecer en Irak suenan terriblemente familiares. Si Estados Unidos se marcha habrá un “baño de sangre”. Retirarse sólo servirá para que Al Qaeda se crezca. Su petróleo será retirado del mercado. Irán se hará con el control del país. Estos peligros, que se exageran con grandilocuencia, son bastante inciertos. Deben sopesarse y compararse con los costes, bien conocidos, de permanecer en el país árabe: un Ejército estadounidense a punto de romperse porque no da más de sí, Oriente Medio volviéndose cada vez más radical y antiamericano, estar distrayéndonos de la auténtica lucha contra Al Qaeda en Afganistán y de la actividad diplomática en Asia, por nombrar sólo algunos. Y, lo que es más importante, no debemos olvidar que incluso el más perfecto aumento de tropas habría seguido dejando a EE UU embarcado en la persecución de un objetivo estratégico –un Irak estable y democrático– que casi con toda probabilidad no se conseguirá en décadas, si es que se logra.

Una cosa es pedir a los soldados estadounidenses que se dejen la vida en el frente por la libertad y la democracia, o protegiendo a su país frente a las armas de destrucción masiva. Pero, ¿quién quiere ser el último hombre en morir por Nuri al Maliki?