En la superficie, las aguas del Atlántico han vuelto a calmarse. Pero
difícilmente regresarán a su cauce, pues éste ha cambiado,
y no sólo debido a la profunda crisis que ha supuesto la guerra de Irak.
La visita del reelegido presidente Bush a Bruselas el pasado febrero marcó un
nuevo tono. Por primera vez se dirigió a la Unión Europea como
tal y, además, parece haberse percatado de que, incluso para el más
poderoso, la legitimidad cuenta en política internacional. La advertencia
previa del canciller Schröder de que las relaciones transatlánticas
deben llevarse en un nuevo foro que reúna a la UE y a Estados Unidos
no pasó en balde. Pero ¿está la Unión capacitada
para responder a este desafío? No es nada seguro. Toda la culpa o responsabilidad
no es, pues, de Washington.

Con o sin Constitución, en la UE ampliada ha empezado a abrirse camino
la idea o la práctica de grupos de países en formaciones diversas.
La llamada UE-3 se refiere al eje central de Londres, París y Berlín,
y es ya una realidad que funciona en distintas cuestiones. Es el corazón
político, de gestión de crisis y de capacidad de proyectar fuerza
de la Unión. Según el analista alemán Joseph Janning,
Francia y Alemania, aunque entre sí estén más juntas,
se han percatado de que no es posible ninguna coalición de peso en el
seno de la UE sin el Reino Unido. El escalón siguiente es, añadiendo
Madrid y Roma, la UE-5, la que mejor funciona en la cooperación antiterrorista.
Y hay otras.

El caso es que se va aceptando este modelo en el día a día,
a costa, sin embargo, de instituciones como el Consejo, la Comisión
y el Parlamento Europeo. Claro está, "una relación transatlántica
viable requiere una política exterior europea más coherente",
como afirma Charles Grant desde el Centre for European Reform de Londres, partidario
de que la voz europea en estas relaciones no la gestione el conjunto de los
25 ni las presidencias rotatorias, sino otra formación integrada por
la UE-3, el presidente de la Comisión y Javier Solana, como alto representante
y futuro ministro europeo de Asuntos Exteriores. Es algo delicado para la posición
de España.

Muchos coinciden en que el punto de encuentro transatlántico –el
lugar para debatir cuestiones estratégicas entre europeos y americanos– ha
dejado de ser la OTAN. La Alianza se amplía sin límite. Tiene
un papel importante en la modernización y control democrático
civil de los ejércitos en los nuevos miembros que van entrando y en
operaciones de pacificación. Y ya prácticamente es una asociación
de alcance global. Pero cuando ha llegado a un punto culminante de su vida –aunque
aún falta que ingrese Rusia–, ha perdido centralidad política,
también porque la percepción del peligro es diferente. Ya no
es una alianza de defensa frente a una amenaza estratégica y existencial
común, sino que se ha convertido en una caja de herramientas, muy importante,
pero poco más.

De hecho, la OTAN no es el lugar adecuado para la cada vez más necesaria
concertación entre Europa y Estados Unidos sobre cuestiones globales:
el terrorismo, Corea del Norte, India y Pakistán, el futuro de China
y de las relaciones con Pekín u Oriente Medio. La globalización
de las políticas exteriores no ha llevado a la globalización
política de la OTAN, sólo a la militar. Sin llegar a la afirmación
de Rumsfeld de que "es la misión la que determina la coalición" y
no al revés, Stephen Szabo, de la Johns Hopkins University, señala
que "la alianza transatlántica ha muerto y será reemplazada
por alineamientos, más que alianzas"; alineados, más que
aliados o, como máximo, socios: la "asociación global" de
la que habla Nicole Gnesotto, directora del Instituto de Estudios de Seguridad
de la UE, para lo que "Europa debe dejar de dudar".

Estados Unidos tampoco es una unidad. Más allá de las diferencias
entre la Casa Blanca, el Pentágono y el Departamento de Estado (que
siempre las hay), la sociedad está profundamente polarizada ante la
política exterior de Bush, siguiendo líneas ideológicas
y de los dos partidos, según la encuesta de The Century Foundation (www.securitypeace.org),
aunque hay un consenso amplio sobre algunos valores clave y prioridades. Pero
no es tanto que los estadounidenses sean de Marte y los europeos de Venus,
según la nefanda frase de Robert Kagan, sino las diferencias sobre cómo
hacer las cosas, el valor del derecho internacional y el uso de la fuerza (como
dijo el neocon, cuando uno tiene un gran martillo y ve un clavo, siente una
imperiosa necesidad de usarlo).

En el futuro no habrá alianzas, sino alineamientos; alineados más
que aliados, o, como máximo, socios

Hoy el debate gira, sobre todo, en torno al fomento de las libertades y la
democracia en el mundo. No es el objetivo lo que separa ambos lados del Atlántico.
De hecho, la Unión europea es uno de los mejores inventos históricos
para fomentar la democracia entre sus miembros, aspirantes y –es de esperar–,
en un futuro, vecinos.

¿Deberían estas relaciones centrarse en la agenda concreta y
evitar los debates ideológicos? Sí. A finales de junio ha de
celebrarse una conferencia entre la UE y Estados Unidos sobre Irak y otra sobre
China, con una concertación permanente para evitar sorpresas, como el
levantamiento del embargo de ventas de armas a Pekín.

El punto de encuentro o desencuentro puede ser la cumbre de Naciones Unidas
en septiembre, que abordará la reforma de la Organización –la
cual no se limitará al Consejo de Seguridad, donde Alemania quiere un
sillón permanente–. Ni Berlín ni París ni Londres
hablan de que la Unión Europea como tal esté representada en
ese organismo central en Nueva York. Ahí quedan algunos límites.
De hecho, Estados Unidos no se opone. No le preocupa que el Viejo Continente
tenga una representación excesiva, sino que tal reforma tenga por consecuencia
que una mayor representación de África o Asia cambie los equilibrios
en el Consejo de Seguridad. Bienvenidos a la tierra del ad hoc, de las alineaciones
y de las alienaciones.

Como siempre, estamos abiertos a sus comentarios.

En la superficie, las aguas del Atlántico han vuelto a calmarse. Pero
difícilmente regresarán a su cauce, pues éste ha cambiado,
y no sólo debido a la profunda crisis que ha supuesto la guerra de Irak.
La visita del reelegido presidente Bush a Bruselas el pasado febrero marcó un
nuevo tono. Por primera vez se dirigió a la Unión Europea como
tal y, además, parece haberse percatado de que, incluso para el más
poderoso, la legitimidad cuenta en política internacional. La advertencia
previa del canciller Schröder de que las relaciones transatlánticas
deben llevarse en un nuevo foro que reúna a la UE y a Estados Unidos
no pasó en balde. Pero ¿está la Unión capacitada
para responder a este desafío? No es nada seguro. Toda la culpa o responsabilidad
no es, pues, de Washington.

Con o sin Constitución, en la UE ampliada ha empezado a abrirse camino
la idea o la práctica de grupos de países en formaciones diversas.
La llamada UE-3 se refiere al eje central de Londres, París y Berlín,
y es ya una realidad que funciona en distintas cuestiones. Es el corazón
político, de gestión de crisis y de capacidad de proyectar fuerza
de la Unión. Según el analista alemán Joseph Janning,
Francia y Alemania, aunque entre sí estén más juntas,
se han percatado de que no es posible ninguna coalición de peso en el
seno de la UE sin el Reino Unido. El escalón siguiente es, añadiendo
Madrid y Roma, la UE-5, la que mejor funciona en la cooperación antiterrorista.
Y hay otras.

El caso es que se va aceptando este modelo en el día a día,
a costa, sin embargo, de instituciones como el Consejo, la Comisión
y el Parlamento Europeo. Claro está, "una relación transatlántica
viable requiere una política exterior europea más coherente",
como afirma Charles Grant desde el Centre for European Reform de Londres, partidario
de que la voz europea en estas relaciones no la gestione el conjunto de los
25 ni las presidencias rotatorias, sino otra formación integrada por
la UE-3, el presidente de la Comisión y Javier Solana, como alto representante
y futuro ministro europeo de Asuntos Exteriores. Es algo delicado para la posición
de España.

Muchos coinciden en que el punto de encuentro transatlántico –el
lugar para debatir cuestiones estratégicas entre europeos y americanos– ha
dejado de ser la OTAN. La Alianza se amplía sin límite. Tiene
un papel importante en la modernización y control democrático
civil de los ejércitos en los nuevos miembros que van entrando y en
operaciones de pacificación. Y ya prácticamente es una asociación
de alcance global. Pero cuando ha llegado a un punto culminante de su vida –aunque
aún falta que ingrese Rusia–, ha perdido centralidad política,
también porque la percepción del peligro es diferente. Ya no
es una alianza de defensa frente a una amenaza estratégica y existencial
común, sino que se ha convertido en una caja de herramientas, muy importante,
pero poco más.

De hecho, la OTAN no es el lugar adecuado para la cada vez más necesaria
concertación entre Europa y Estados Unidos sobre cuestiones globales:
el terrorismo, Corea del Norte, India y Pakistán, el futuro de China
y de las relaciones con Pekín u Oriente Medio. La globalización
de las políticas exteriores no ha llevado a la globalización
política de la OTAN, sólo a la militar. Sin llegar a la afirmación
de Rumsfeld de que "es la misión la que determina la coalición" y
no al revés, Stephen Szabo, de la Johns Hopkins University, señala
que "la alianza transatlántica ha muerto y será reemplazada
por alineamientos, más que alianzas"; alineados, más que
aliados o, como máximo, socios: la "asociación global" de
la que habla Nicole Gnesotto, directora del Instituto de Estudios de Seguridad
de la UE, para lo que "Europa debe dejar de dudar".

Estados Unidos tampoco es una unidad. Más allá de las diferencias
entre la Casa Blanca, el Pentágono y el Departamento de Estado (que
siempre las hay), la sociedad está profundamente polarizada ante la
política exterior de Bush, siguiendo líneas ideológicas
y de los dos partidos, según la encuesta de The Century Foundation (www.securitypeace.org),
aunque hay un consenso amplio sobre algunos valores clave y prioridades. Pero
no es tanto que los estadounidenses sean de Marte y los europeos de Venus,
según la nefanda frase de Robert Kagan, sino las diferencias sobre cómo
hacer las cosas, el valor del derecho internacional y el uso de la fuerza (como
dijo el neocon, cuando uno tiene un gran martillo y ve un clavo, siente una
imperiosa necesidad de usarlo).

En el futuro no habrá alianzas, sino alineamientos; alineados más
que aliados, o, como máximo, socios

Hoy el debate gira, sobre todo, en torno al fomento de las libertades y la
democracia en el mundo. No es el objetivo lo que separa ambos lados del Atlántico.
De hecho, la Unión europea es uno de los mejores inventos históricos
para fomentar la democracia entre sus miembros, aspirantes y –es de esperar–,
en un futuro, vecinos.

¿Deberían estas relaciones centrarse en la agenda concreta y
evitar los debates ideológicos? Sí. A finales de junio ha de
celebrarse una conferencia entre la UE y Estados Unidos sobre Irak y otra sobre
China, con una concertación permanente para evitar sorpresas, como el
levantamiento del embargo de ventas de armas a Pekín.

El punto de encuentro o desencuentro puede ser la cumbre de Naciones Unidas
en septiembre, que abordará la reforma de la Organización –la
cual no se limitará al Consejo de Seguridad, donde Alemania quiere un
sillón permanente–. Ni Berlín ni París ni Londres
hablan de que la Unión Europea como tal esté representada en
ese organismo central en Nueva York. Ahí quedan algunos límites.
De hecho, Estados Unidos no se opone. No le preocupa que el Viejo Continente
tenga una representación excesiva, sino que tal reforma tenga por consecuencia
que una mayor representación de África o Asia cambie los equilibrios
en el Consejo de Seguridad. Bienvenidos a la tierra del ad hoc, de las alineaciones
y de las alienaciones.

Como siempre, estamos abiertos a sus comentarios. Andrés
Ortega