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Retrato de los líderes chinos desde Mao hasta Xi Jimping (en los extremos), pasando por Deng Xiaoping, Jiang Zemin y Hu Jintao (de izquierda a derecha) en un museo en Pekín. WANG ZHAO/AFP/Getty Images

La política de reformas y apertura de China le ha devuelto el lugar central en el mundo que ocupó hasta el siglo XIX. Nunca antes había sido capaz el desarrollo económico de sacar a 800 millones de personas de la pobreza en solo 40 años.

En diciembre de 1978, cuando se celebró la tercera sesión plenaria del 11º Comité Central del Partido Comunista de China (PCC), este era uno de los países más pobres del planeta, aislado y sometido a una autarquía incapaz de alimentar a sus 1.000 millones de habitantes. En aquella reunión, Deng Xiaoping impuso su política de reformas y apertura que ha convertido a este Estado en la segunda economía del mundo, rival de EE UU en creatividad tecnológica e influencia global, decidido a dejar atrás una era de precariedad y situar el nivel de vida de su población a la altura de la media de los países avanzados.

Casi a solas, sin modelo ni manual de instrucciones, Pekín comenzó el mayor proceso de desarrollo jamás visto. Bajo la guía del PCC, se concentró en transformar el sistema económico sin alterar ni una coma de su régimen político, un compromiso que Occidente pensó que iba a fracasar. En 1978, el 80% de la población eran campesinos vinculados a comunas populares en las que no tenían ni la libertad de decidir qué cultivar y la economía nacional representaba apenas el 1,8% de la economía global. Hoy representa el 18% y sigue creciendo con el objetivo de alcanzar lo que Xi Jinping ha denominado el “sueño chino”, que ha sustituido el crecimiento incontrolado de las cuatro últimas décadas por un desarrollo sostenible. El renacimiento de China significa que está recuperando la posición en el centro del mundo que ocupó hasta el siglo XIX, puesto que no hay que olvidar que, durante extensos periodos de su historia, el Reino del Medio generó el 30% del PIB global.

Deng convenció a la dirección del PCC de que era necesario rechazar la política de seguir “lo que decía Mao y lo que hacía Mao”, representada por Hua Guofeng, el heredero del Gran Timonel. A comienzos de los 60, junto con el primer ministro Zhou Enlai, había defendido sin éxito la necesidad de abrir la economía y abordar las “Cuatro modernizaciones” —agricultura, industria, ciencia y tecnología, y defensa—, para sacar al país de su postración. Tuvo que esperar hasta el desastre de la Gran Revolución Cultural (1966-1976) cuando el agotamiento físico del pueblo, cansado de abusos ideológicos, le dio la oportunidad de poner sus ideas en práctica.

La primera liberalización afectó a la agricultura. Se abolieron las comunas y, utilizando el llamado “sistema de responsabilidad”, se estimuló la producción, tanto a través de las brigadas colectivas, encargadas de la producción oficial, como en las parcelas de tierra concedidas a los campesinos para su explotación privada. Fue un éxito brillante, pero la falta de experiencia en políticas de precios y en cómo acabar con los subsidios llevó a la inflación y al malestar en las grandes ciudades, una situación cuyas desgraciadas consecuencias se vivieron en 1989.

Para que la economía floreciera, los industriosos chinos, entonces como ahora, mostraron flexibilidad, pragmatismo, innovación y capacidad de equivocarse y volver a empezar, a pesar de la rigidez política. Aquella primera década de reformas fue especialmente difícil por la inmensa desconfianza del ala más izquierdista del PCC hacia todo lo que llegara de fuera. La suspicacia respecto al mercado y la propiedad privada tampoco facilitó que los ahorradores chinos invirtieran el dinero que habían ganado y guardado con tantos esfuerzos. Además, el Estado tenía unos recursos muy limitados porque la descentralización del poder había dejado la recaudación de impuestos en manos de los gobiernos provinciales.

La industria era escasa y subdesarrollada. Para reducir las consecuencias de una posible quiebra, en 1980, se decretó la creación de cuatro pequeñas zonas económicas especiales, tres en la provincia de Guangdong —Shenzhen, Zhuhai y Shantou— y Xiamen, en la provincia de Fujian. Se configuraron como centros experimentales para probar las inversiones extranjeras, con una legislación totalmente diferente de la del resto del país para hacer que fueran más atractivas y pudieran exportar su producción. Su crecimiento fue exponencial. Ni los propios reformistas esperaban tales avances.

 

La aparición de la política de reformas y apertura

Sin embargo, el gran paso de la política de reforma y apertura tuvo su impulso tras el llamado “viaje al sur”. Después de tres años de regresión y aislamiento, Deng temía que la extrema izquierda acabara con su legado y en 1992, a los 88 años, decidió dar nuevo ímpetu a las zonas económicas especiales. Viajó a dos de ellas, Shenzhen y Zhuhai, a la capital de la provincia, Guangzhou, y por último a Shanghái. Fue en ese viaje cuando pronunció el eslogan “hacerse rico es glorioso”, con el que pareció convencer a la mayoría de los chinos de que debían empezar a pensar en el mercado.

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Agricultores chinos en la provincia de Jiangsu. /AFP/Getty Images

A continuación abordó con determinación la necesidad de cerrar miles de empresas improductivas que estaban agotando las arcas del Estado. Millones de obreros perdieron su empleo y se rompió lo que se denominaba el “cuenco de arroz de hierro”, el derecho del empleado a tener un trabajo y un salario durante toda su vida. Fueron años difíciles, pero el empeño del Gobierno preparó el terreno para que China instituyera una próspera economía de mercado, en la que cientos de miles de personas crearon empresas y muchas otras levantaron sus propios negocios, con el consiguiente impulso a la producción.

Shanghái, la cuna del PCC, había permanecido al margen de la euforia del desarrollo, pero, cuando su antiguo alcalde, Jian Zemin, se convirtió en secretario general del partido en 1989, se encontró con que existía un sólido apoyo a la opción de incorporarse a la nueva estrategia económica. Los habitantes de la ciudad portuaria, a la que se había considerado el París de Asia en la década de 1920, aprovecharon las oportunidades que les ofrecía el gobierno central y transformaron su ciudad en el mejor ejemplo de modernidad en China. El país está orgulloso de Shanghái, que es hoy uno de los principales centros financieros de Asia y una urbe abierta y cosmopolita.

La reforma fiscal de 1993 creó un sistema impositivo moderno, que proporcionó al Estado nuevos ingresos para contribuir a la reconversión de las grandes empresas estatales. Con su consolidación, comenzó la construcción de grandes infraestructuras, para facilitar la industrialización del país y las exportaciones. Millones de campesinos abandonaron sus tierras para trabajar en esas obras o en los miles de fábricas que se erigieron en toda la costa este.

La entrada en la Organización Mundial de Comercio (OMC) dio un gran impulso a la economía china, porque multiplicó su comercio con numerosos países y facilitó a numerosas multinacionales la posibilidad de establecerse en el país, atraídas por los bajos costes laborales y el entorno seguro. El Reino del Medio se convirtió en la “fábrica del mundo”, mientras que las marcas internacionales más prestigiosas de moda, joyas, perfumes, accesorios, automóviles, tecnología y alimentación se apresuraron a abrir tiendas en las grandes ciudades chinas, que transformaron así su aspecto y su diseño.

Las ciudades florecieron gracias al impresionante ritmo de la industria, pero el campo languidecía debido a la agricultura a pequeña escala, la falta de inversiones y el éxodo masivo de jóvenes en busca de un futuro mejor. Su marcha y la corrupción de los gobiernos locales dejaron a los campesinos sin educación ni sanidad, y muchos tuvieron que soportar que confiscaran sus tierras para construir presas, carreteras, centros deportivos, museos o cualquier otro proyecto que las autoridades locales considerasen necesario para darse autobombo.

Hu Jintao, que fue nombrado secretario general del PCC en 2002, trató de acabar con los abusos, pero o tuvo gran éxito. Sus dos mandatos estuvieron llenos de protestas de campesinos y trabajadores maltratados por la ambición de los empresarios y los cuadros del Partido. Con Hu, la economía experimentó uno de sus periodos más decisivos, pero la acumulación de poder por parte de los gobiernos provinciales y el Ejército Popular de Liberación (EPL) hizo que la administración se convirtiera en unos feudos imposibles de controlar. En los círculos académicos se considera que el periodo de Hu en el poder fue “la década perdida”, porque las esperanzas que se habían depositado en él como reformador del sistema político acabaron aplastadas por los nuevos poderes que ascendieron gracias a la corrupción generalizada y su debilidad como líder. El EPL incluso llegó a  humillarle públicamente. Sin informar al presidente, y mientras el secretario de Defensa estadounidense Robert Gates estaba en Pekín en visita oficial, los generales decidieron probar la joya de la corona de las fuerzas aéreas chinas, el J-20, un prototipo de avión furtivo que era casi invisible para el radar y que, hasta entonces, había permanecido oculto para la opinión pública nacional e internacional.

Deng Xiaoping abordó la modernización de la defensa desde el primer momento. Sabía que el EPL era duro de roer, de modo que el único cargo que ocupó fue el de presidente de la Comisión Militar Central (CMC). Desde allí, obligó a la gerontocracia militar a retirarse y a los oficiales de las Fuerzas Armadas a volver a sus cuarteles para cuidar de ellos en lugar de entrometerse en la política y fomentar la creación de facciones. Aunque gestionó la reforma militar con puño de hierro en guante de terciopelo, no pudo impedir la connivencia de los maoístas uniformados más recalcitrantes y el ala de extrema izquierda del Partido para derrocar a Hu Yaobang, su mano derecha y el líder más liberal de la República popular, que fue depuesto de la secretaría general del PCC por apoyar las manifestaciones estudiantiles de 1987. Cuando, dos años después, un ataque al corazón acabó con la vida de Hu, la reivindicación de su figura política desencadenó las protestas de Tiananmén, la crisis más grave en China desde la Gran Revolución Cultural.

Otro de los hitos alcanzados por Deng en esos años fue la devolución pacífica de la colonia británica de Hong-Kong, para la que se inventó la fórmula de “un país, dos sistemas”. China había perdido la isla de Hong Kong y la Península de Kowloon en 1842, tras su derrota en la primera Guerra del Opio, con una concesión de 99 años a la que luego se sumaron los llamados Nuevos Territorios. Al terminar la concesión, el PCC, que, al llegar al poder, solo había aceptado un pago anual de una libra para no infringir el acuerdo, impuso la devolución de toda la zona. Pero, para no atemorizar a la importante comunidad financiera de Hong Kong, garantizó que mantendría sus libertades y su sistema legal, político, económico y social durante un mínimo de 50 años. El Arquitecto de la Reforma, como se le conocía en Occidente, no pudo cumplir su aspiración de asistir al arriado de la bandera británica, el 1 de julio de 1997; había fallecido cinco meses antes.

 

Un ejército “capaz de ganar guerras”

A principios del nuevo siglo, la bonanza económica permitió que el presupuesto de defensa creciera más de un 10% anual, pero, para asegurarse la obediencia de los militares, hacía falta que apareciera un líder fuerte: Xi Jinping. En noviembre de 2012, inmediatamente después de convertirse en secretario general del Partido, Xi declaró que quería un Ejército libre de corrupción, que siguiera las directrices del PCC sin vacilar y que fuera capaz de “ganar guerras” y defender el ascenso de China como superpotencia mundial.

“Si abres la ventana para que entre aire fresco, debes contar con que entrarán algunas moscas”, dijo en un discurso en el que se refirió a las consecuencias negativas de la reforma y la corrupción que estaba empezando a propagarse como un cáncer por todo el funcionariado, las instituciones del Partido y el ejército. Cambiando de metáforas, Xi declaró que la corrupción afectaba “a los tigres y las moscas” y, en la campaña contra la corrupción que empezó a poner en práctica en 2012 y que todavía está desarrollándose, apartó a dos antiguos vicepresidentes de la CMC, docenas de generales y miles de oficiales, junto con miles de altos funcionarios y más de un millón de miembros del Partido, funcionarios locales y personal uniformado.

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Un policía paramilitar delante del símbolo del Partido Comunista Chino, Pekín. Feng Li/Getty Images

Según Xi, la preparación del EPL para el combate se había debilitado por el colapso del sistema de ascensos basado en los méritos. Muchos de los ascensos otorgados en las últimas décadas se dieron por lealtad y amiguismo, no porque el soldado fuera el mejor. La creación del Departamento de Estado Mayor y de una Comisión de Inspección Disciplinaria independiente, así como la transformación de las siete regiones militares en cinco mandos de operaciones, todos bajo la supervisión de la CMC, tienen como objetivos remediar esa debilidad e imponer un sistema de ascensos más estricto. Para dejar claro quién estaba al frente, en los primeros meses de su mandato, el secretario general del PCC se atribuyó el título de comandante en jefe y, vestido con uniforme de camuflaje, inspeccionó el Centro de Mando Conjunto de Combate, que acababa de establecerse. El mariscal Zhu De, fundador del EPL en 1927, era la única persona que había llevado esas insignias con anterioridad, entre 1949 y 1954.

La dirección del EPL da gran importancia a la experiencia en las provincias. Para ascender en el escalafón, los candidatos deben demostrar sus logros en los territorios que administran. Hasta la llegada de Xi, el éxito se medía por el crecimiento económico, el mantenimiento de la estabilidad social y la reducción de la tasa de natalidad de acuerdo con una estricta imposición de la política del hijo único. Ahora tienen más peso los resultados de la lucha contra la corrupción y la contaminación medioambiental.

Con el fin de impulsar el desarrollo económico, en 1979, el gobierno central implantó la política de limitar la tasa de natalidad permitiendo un solo hijo por familia en las ciudades y dos en el campo si el primer hijo era niña. Esta política se aplicó con gran rigor por parte de los trabajadores sociales encargados de hacerlo y logró contener el crecimiento demográfico, pero a costa de un peligroso desequilibrio de género y posiblemente un daño irreparable para los principios fundamentales de la sociedad china, la familia y sobre todo las mujeres, muchas de las cuales sufrieron todo tipo de presiones para no quedarse embarazadas o para abortar. Todavía más grave para el futuro es el hecho de que, hace tres años, cuando el Estado decidió dar un giro de 180 grados y abolir esta política, ya era demasiado tarde. Muchos chinos se han acostumbrado a no tener más que un hijo y no desean más. Eso significa que China está convirtiéndose en el primer país del mundo con una sociedad envejecida antes de haber alcanzado la fase crítica de su desarrollo.

Como consecuencia, tendrá que hacer frente a un gasto extremadamente elevado en Seguridad Social y pensiones, además del enorme coste que supone para la población la atención a los ancianos.

En el ámbito diplomático, estos 40 años se han regido por el testamento político dejado por Deng en 1989, cuando dimitió como presidente de la CMC en favor de Jiang Zemin para demostrar que el nuevo líder, que en aquel entonces era casi desconocido, contaba con todo su apoyo. Su legado se resume en 24 caracteres chinos. Insta a los líderes del PCC a ser prudentes en el escenario internacional. “Observad con calma; asegurad nuestra posición; abordar los asuntos tranquilamente; ocultad nuestras capacidades y ganad tiempo; mantened un perfil bajo; y nunca reclaméis el liderazgo”, dice el texto, al que China permaneció fiel hasta el ascenso de Xi Jinping.

Totalmente centrada en el crecimiento económico y en sacar a millones de personas de la pobreza, China volvió la espalda a lo que sucedía en el mundo desde el final de la Guerra Fría hasta la intervención de Estados Unidos en Irak y Afganistán. La “segunda revolución”, como la llamó el propio Deng, tenía un propósito: aumentar la producción industrial y promover las exportaciones sin pensar en las posibles consecuencias negativas dentro y fuera del país. Este modelo ha agotado su vida útil.

Pekín ha llegado a la conclusión de que en un mundo globalizado debe jugar sus bazas, y ha decidido utilizar su peso económico para respaldar sus intereses geopolíticos. Esta exhibición de fuerza incluye la defensa inequívoca del multilateralismo y la globalización, que le han reportado tantos beneficios. La demostración más evidente de la influencia china es el traspaso de poder del G7 al G20 como principal foro de cooperación económica internacional.

Después de que China se convirtiera en la segunda economía más poderosa del mundo cuando desplazó a Japón en 2010, el Fondo Monetario Internacional (FMI) anunció en 2014 que era ya la primera economía del mundo en paridad de poder adquisitivo (PPA). Según el FMI, Pekín había adelantado a Washington cinco años antes de lo esperado. Y el sorpasso ha continuado. En 2017, la economía china, en términos de PPA, alcanzó 23.120 millones de dólares, frente a los 19.360 millones de EE UU, si bien el PIB chino está por debajo del estadounidense si no se aplican los ajustes de poder adquisitivo (11.940 millones). Todavía más importante es el hecho de que, en esta década, hemos visto la tercera revolución de China, que pretende saltar directamente a la tecnología 4.0 desde una industrialización que apenas llega al 2.0.

 

Las tres estrategias de Xi Jinping

El presidente Xi está convencido de que el desarrollo de los países desfavorecidos es esencial para el progreso económico de China, y ha abordado el “renacimiento de la nación” recurriendo a tres estrategias. La primera, una diplomacia en la que todos ganan, emplea la economía para forjar nuevos tipos de relaciones bilaterales y crear un sistema de cooperación y mutuo beneficio en el que sea posible emprender proyectos imaginativos para promover un desarrollo limpio y sostenible con visión de futuro. Por eso, el restablecimiento de la vieja Ruta de la Seda —un plan gigantesco para transportar bienes, energía y tecnología de la información al que se han incorporado 70 países— es para Xi el instrumento global con el que consolidar la posición de China como superpotencia del siglo XXI. La incorporación de la Iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda (NRS, su nombre oficial) a los estatutos del partido durante el 19º Congreso del PCC, celebrado en octubre de 2017, y a la Constitución china durante la sesión plenaria de la Asamblea Popular Nacional, en marzo de 2018, prueba que esta iniciativa es el buque insignia de la diplomacia china, y no un mero proyecto de inversión en infraestructuras.

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El Presidente chino, Xi Jinping, en el 19 Congreso del Partido Comunista Chino, 2017, Pekín. by Kevin Frayer/Getty Images

La segunda estrategia es la de la tecnología de vanguardia, que, de acuerdo con el plan “Made in China 2025”, quiere situar al país en primera línea de la fabricación de semiconductores, software, ordenadores, vehículos eléctricos y robots, además de tecnologías de telecomunicaciones y fabricación. Esta firme búsqueda de la innovación es la base del antagonismo que Pekín despierta en la Casa Blanca: “En muchos sentidos, China representa la amenaza más amplia, más complicada y más a largo plazo que afrontamos en materia de contraespionaje”, dijo el director del FBI, Christopher Wray, en una sesión del Senado en Octubre. “Rusia está librando la pelea de hoy. China está librando la pelea de mañana”.

La guerra comercial iniciada por el gobierno de Trump es el primer paso en la estrategia para contener al gigante asiático. Como él, casi la mitad de los estadounidenses creen que el progreso económico chino es una amenaza seria para el futuro de EE UU. Un sondeo realizado por el Pew Center el pasado mes de agosto reveló que más de la mitad de los entrevistados decían que el gran volumen de deuda de Estados Unidos en manos chinas, la pérdida de puestos de trabajo y el déficit comercial son “problemas muy graves” que están deteriorando las relaciones bilaterales y que es preciso resolver.

La tercera estrategia de Xi es la lucha contra el cambio climático. Cuatro décadas de intenso crecimiento sin tener en cuenta la grave contaminación de la tierra, el aire y el agua han costado la vida a cientos de miles de personas y han creado una seria alarma medioambiental entre la población. Ante esta situación, el Presidente ha asumido la lucha contra el cambio climático como una misión para garantizar la seguridad alimentaria de sus 1.400 millones de ciudadanos. En la actualidad, China es el principal productor de energías renovables, ha firmado el Acuerdo de París, se proclama gran defensora de la Agenda 2030 de la ONU y está preparando toda una batería de iniciativas para descontaminar el país y garantizar un desarrollo sostenible.

Todavía queda mucho por hacer para que China tenga el nivel de vida medio de los países avanzados. Su renta per cápita, 7.799 euros en 2017, le da el puesto número 74 entre los 196 países de la ONU, pero los logros de los últimos 40 años, a pesar de las grandes desigualdades creadas, no tienen precedente histórico. Ninguno de los que asistieron a la tercera sesión plenaria del 11º Comité Central del PCC imaginó ni remotamente la importancia de la decisión que estaban tomando, ni siquiera el visionario Den Xiaoping. Ahora, Xi Jinping tiene la doble misión de volver a colocar a China en la cúspide del progreso sin desencadenar la furia del país que ocupa ese puesto y de consolidar el bienestar de toda la población.

 

Este texto ha sido publicado originalmente en inglés como documento de trabajo para el Foro Internacional Imperial Springs 2018, “Advancing Reform and Opening Up, Promoting Win-Win Cooperation”, co-organizado por World Leadership Alliance-Club de Madrid (WLA-CdM). Las perspectivas expresadas en este documento no reflejan necesariamente la opinión de la organización. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia