Niños de papá tocados por la gracia” fue la certera expresión que le vino a la mente a Raymond Aron al contemplar a los protagonistas de una de tantas algaradas callejeras en el París de Mayo del 68. A pesar de que estos estudiantes pronto consiguieran sumar a los sindicatos a su peculiar lucha, lo cierto es que Aron no erraba. La revuelta cuyas imágenes darían en seguida la vuelta al mundo y pondrían en jaque a toda la Francia de De Gaulle había surgido, en efecto, de grupúsculos de estudiantes que, como casi todos los de entonces, pertenecían a la burguesía tradicional o a otros grupos en pleno ascenso social en la satisfecha Europa del acelerado crecimiento económico de posguerra. Paradójicamente, los beneficiarios aparentes de este nuevo orden se rebelaban frente a él en nombre de un ambiguo proyecto de nuevo cuño.

Manifestación antiglobalización en Génova (Italia), en 2001.

Siempre quiso verse en ellos a meros estudiantes de izquierda, contestatarios frente al poder y solidarios con movimientos como los de la guerra de Vietnam y el nuevo colonialismo en el Tercer Mundo. Nada que, en apariencia, los hiciera muy diferentes de otros muchos jóvenes revolucionarios salidos de la matriz marxista. Había algo en ellos, sin embargo, que los unía a otros muchos grupos que por esas mismas fechas se manifestaban en otros lugares del mundo desarrollado y que ya no encajaba en los movimientos marxistas tradicionales o en la izquierda radical al uso. Qué fuera ese algo es lo que nunca ha sido explicado de una manera contundente. Del mismo modo que esta revolución encontró en seguida su Thermidor y quedó como un bello estallido utópico preñado de ingeniosos eslóganes y de una bella épica anti autoritaria, el discurso y las condiciones de fondo que lo originaron han quedado también sepultadas bajo el peso de la evolución política de las democracias avanzadas. Lo pintoresco y novedoso del movimiento acabaría predominando sobre su influencia efectiva.

Es curioso que a la celebración de los 40 años de la rebelión estudiantil de Mayo del 68 se una el 50º aniversario de la publicación de La sociedad opulenta, de Kenneth Galbraith. Son dos acontecimientos que, en principio, no tienen una relación demasiado directa. Sólo en principio. Si profundizamos un poco, en seguida percibimos que el dibujo que en aquel libro nos hacía el economista canadiense conformaba el paisaje de fondo que acabaría por dotar de sentido a la fascinante revuelta parisina. No en vano, el mensaje fundamental del libro de Galbraith fue el haber alertado del error de considerar el crecimiento económico como un fin en sí mismo y como el núcleo de las políticas económicas, sin atender a otros factores más extensos. Si nos dejamos llevar, decía, por este mito de la “sabiduría convencional”, perderemos de vista muchas de las importantes consecuencias no de sea – das de esta ciega confianza en el crecimiento económico, como el deterioro del medio ambiente, el aumento de la desigualdad y la obsesión por un irresponsable hiperconsumo. De ahí que, para Galbraith, sólo fortaleciendo al raquítico Estado frente a una sociedad autorregulada en torno a un ethos puramente economicista sería posible recobrar el timón del cambio social para dirigirla hacia objetivos más humanos y más pendientes de la verdadera autorrealización del individuo.

Galbraith, a quien la revista Time le dedicaría la portada –¡precisamente en 1968!– bajo el título de ‘El gran mogol’, supo anticipar con claridad lo que después preocuparía a los hijos más inquietos de esa sociedad opulenta. En un perfecto juego dialéctico propio del más dilecto marxista, la condición objetiva necesaria de la rebelión de mayo fue el asentamiento de la sociedad opulenta, la sociedad del crecimiento económico ilimitado y el consumo de masas. Una nueva sociedad que, sin embargo, llevaba su antítesis, sus contradicciones, gravadas en sus genes. Aunque éstas sólo empezaran a ser perceptibles a través de la mirada y los sentimientos de esos nuevos jóvenes.

Lo que los sesentayochistas empezaron a intuir eran los límites de las condiciones en las que se organizaba el sistema. Sus promesas de mayor justicia y libertad chocaban con su experimentación de una realidad bien alejada de esos ideales, hipócrita y tozudamente autolegitimada en su superioridad frente al gran adversario socialista oriental. De ahí que su crítica fuera directa a la yugular del orden tardocapitalista, su casi exclusiva justificación a partir del bienestar económico. Y que se negaran a aceptar lo dado como lo único posible –“seamos realistas, pidamos lo imposible”.

Daniel Cohn-Bendit cantando La Internacional el 6 de mayo de 1968 en París.

Frente al crecimiento puramente cuantitativo y el despilfarro, y ésta es otra idea del economista canadiense, reclamaron una nueva e imprescindible valoración de los elementos cualitativos que nos son negados por un sistema capitalista única- mente atento al beneficio y a la productividad. Fueron, pues, posmaterialistas sin saberlo, antes de que el sociólogo Ronald Inglehart diera con el término y el concepto. Del mismo modo que hoy los grupos antiglobalización, con su eslogan de “otro mundo es posible”, ignoran que en gran medida son también posmayistas.

Desde luego, todo este discurso se fue enhebrando a partir de un molde intelectual marxista al que iban añadiendo nuevos tintes de gran originalidad. Es casi seguro que muy pocos de ellos habían leído a Galbraith. Lo habrían desechado como un mero reformista. Tampoco está claro que, contrariamente a sus correligionarios alemanes, hubieran conocido las provocadoras tesis de Herbert Marcuse o las de otros miembros de la Escuela de Frankfurt, aunque muchas de éstas encajaran como un guante en sus críticas y aspiraciones. Puede que, a pesar de sus farragosos escritos, los frankfurtianos estuvieran más cerca de la realidad de lo que muchas veces les hemos reconocido. Porque, en definitiva, gran parte de sus reflexiones giraban en torno a la imposibilidad de reconstruir dignamente el concepto de emancipación en la nueva sociedad tardocapitalista. En El hombre unidimensional (1964) y otros de sus escritos, Marcuse había dejado clara la imposibilidad de acceder a procesos revolucionarios en la nueva sociedad opulenta. Sobre todo por la carencia ya de un sujeto revolucionario una vez transformado el proletariado en un objeto más de los supuestos beneficios consumistas. Sin sujeto revolucionario y, fundamentalmente, sin capacidad para imaginar una firme base de oposición al sistema, éste se reproduce sin necesidad de tener que recurrir a la represión. Su capacidad para digerir cualquier oposición o disidencia revierte luego, a la postre, en un refuerzo de las normas sociales dominantes.

Cohn-Bendit y otros líderes sesentayochistas confiaron, no obstante, en que una alianza entre clase trabajadora y movimiento estudiantil sí podría romper la espina dorsal del sistema capitalista y alumbrar una nueva sociedad. El propio Marcuse, en medio de las revueltas estudiantiles que o bien anticiparon o siguieron a Mayo del 68, llegó a cobrar esperanzas en la posible aparición de un nuevo sujeto revolucionario, constituido esta vez por estudiantes e intelectuales. Los acontecimientos posteriores acabarían por dar la razón a su diagnóstico inicial. Esto ya lo sabemos. Lo que quizá más merece ser destacado de la influencia marcusiana reside ante todo en su curiosa combinación de elementos marxistas y freudianos. Como es sabido, el Freud de El malestar en la cultura ya había llamado la atención sobre la inexorabilidad de establecer dispositivos represores sobre nuestro patrimonio libidinoso. Parafraseando de forma casi literal a Hobbes, había establecido que la vida en sociedad sólo es posible a partir de la represión de nuestra líbido, de nuestras pasiones, mediante diferentes mecanismos de sublimación. Pero que siempre habría que saber establecer un equilibrio entre la represión necesaria y la superflua. Marcuse recoge esta distinción para afirmar que en una sociedad como la nuestra, tecnológicamente desarrollada, se nos vende como represión necesaria lo que en realidad no es sino un mecanismo de legitimación del orden existente. Bajo las condiciones objetivas de una sociedad opulenta las posibilidades para la libertad y para una vida más plena y libidinosa están abiertas. El problema no reside tanto en dichas condiciones cuanto en nuestra propia capacidad para tomar conciencia de dicha posibilidad. Y ahí es donde los mecanismos del sistema tendrían una asombrosa eficacia, fundamentalmente a través de una cultura de masas manipuladora.

No hace falta decir que esa misma idea es la que, de manera más o menos consciente, persiguieron nuestros sorprendentes sesentayochistas. Su objetivo era reclamar a la represiva sociedad de sus padres una nueva forma de liberación que ellos intuían posible. De ahí que la liberación política se diera la mano con la sexual y de costumbres.

 

SIN PALACIOS DE INVIERNO

El objetivo a batir era la autoridad, una autoridad a la que había que oponerse casi por principio para liberar lo soterrado; aquello que ansiamos pero que se nos impide imaginar como realizable. El poder que sostiene esa autoridad carece, sin embargo, de un Palacio de Invierno que tomar. Lo característico de las sociedades modernas complejas, y aquí suenan los ecos de Adorno y Horkheimer, es que las promesas emancipadoras de la ciencia y la tecnología nos han permitido acceder a un mejor control del mundo, pero han revertido después en una nueva forma de poder anónimo e inaprensible. El desarrollo del proceso de racionalización moderna no ha acabado de satisfacer algunos de los atributos fundamentales de lo humano y su organización en sociedad. Y puede que los movimientos sesentayochistas fueran la primera manifestación explícita de este fracaso civilizatorio.

Hundidas las ilusiones en la revolución socialista, los satisfechos hijos de la sociedad opulenta gritaron al mundo su insatisfacción, sus esperanzas por acceder a lo “completamente otro” (Adorno) que, decían, les era negado bajo las condiciones actuales. Todavía sólo tenían a mano el instrumental de las revueltas de la tradición marxista y un buen acopio de textos –¿quién no los recuerda?– de frankfurtianos, Sartre, toda la retahíla del neomarxismo, pero su movimiento apuntaba a algo más profundamente nuevo. Fue una especie de fogonazo que en nombre de la revolución consiguió vacunar a las sociedades occidentales frente a ella, pero que a la vez no se disolvió como el humo de los botes de la policía.

El efecto más hondo y perdurable de la revuelta tiene que ver con su rasgo más acentuado: la desconfianza hacia el poder, hacia todo tipo de poder

La rebelión no sería integrada con facilidad. Es bien cierto que el movimiento en seguida encontraría su cierre thermidoriano con las elecciones anticipadas a la Asamblea Nacional que convocara De Gaulle a finales de junio de ese mismo año, y que derivaron en una apoteósica derrota de la izquierda. Previamente, el 29 de mayo, el movimiento estudiantil ya tuvo que acusar otro golpe simbólico importante en la espontánea manifestación en defensa del orden de la V República que convocó a cientos de miles de personas. El espacio estudiantil por antonomasia, las calles de París, era ocupado ahora en su contra por aquellas masas a las que supuestamente habían decidido liberar. Abandonados por el Partido Comunista y huérfanos en seguida del inicial apoyo sindical, la rebelión se acabaría por disolver como un azucarillo. Con ello se puso de manifiesto la solidez del blindaje de las sociedades opulentas frente a las veleidades revolucionarias. De la democracia burguesa no se transitaría ya, ni en Francia ni en ningún otro lugar, hacia una democracia popular o a un nuevo tipo de socialismo. Fin de ciclo también para toda esperanza en la espontaneidad revolucionaria neoespartaquista.

Pero aquellas sociedades no saldrían del todo incólumes de este insolente movimiento de rebeldía. Por seguir en Francia, De Gaulle apenas conseguiría sobrevivirlo al perder el referéndum del año siguiente, y el Estado y la sociedad francesa comenzarían un proceso de reformas que iban desde un espectacular aumento de los salarios más bajos hasta una nueva forma de gobernar, menos rígida y más abierta a los nuevos desafíos sociales; menos susceptible de dejarse someter por el diktat de los políticos y más propensa a la crítica y la deliberación dialógica. Pronto se fue más o menos consciente de que había empezado un proceso de renovación de la anquilosada democracia liberal. A decir de Luc Ferry, una de las principales consecuencias de Mayo del 68 fue la incorporación directa a la vida política de los jóvenes y las mujeres. En seguida se unirían a ellos otros grupos hasta entonces marginales, y los así llamados nuevos movimientos sociales comenzarían pronto a sembrar la alarma en los partidos, que ahora no podían dejar de ser receptivos a muchas de las demandas de estos grupos sociales a la búsqueda de su reconocimiento. Con todo, puede que éstos no fueran los efectos más profundos y a largo plazo de la revuelta. El más hondo y perdurable seguramente tiene que ver con su rasgo más acentuado: la desconfianza hacia el poder, hacia toda forma de poder; su veta antiautoritaria, en el sentido más amplio de autoridad.

 

OBSESIÓN ‘NEOCON’

El triunfo de los sesentayochistas –los franceses y los de otros lugares– no fue en las calles ni, necesariamente, en la vida política. Su impacto se percibió sobre todo en el cuestionamiento radical de la autoridad que poco a poco se fue trasladando al ámbito educativo, ya fuera la familia, la escuela o la universidad. Seguramente fuera esto lo que Nicolas Sarkozy tenía en mente cuando durante pasada la campaña presidencial hiciera un llamamiento a “acabar con la herencia del 68”. Éste ha sido también el principal temor que desde entonces han manifestado los neoconservadores de todo el mundo hacia esa nueva sociedad permisiva.

Pero no sean optimistas. Esa permisividad que tanto preocupa a los conservadores tiene los pies de barro. Por decirlo en términos marcusianos, no es sino un subterfugio más del sistema para facilitar las nuevas condiciones objetivas del capitalismo en ésta su nueva fase. Sin el hiperconsumo y el consiguiente impulso interior en los individuos para satisfacer unos casi patológicos deseos de compra no sería posible sostener el nuevo sistema productivo. No hay “contradicciones culturales del capitalismo” (Daniel Bell). La cultura de la permisividad y la ruptura de los controles puritanos sobre la libidinosidad no sólo no son un peligro para el nuevo orden sino su presupuesto necesario. Y uno no puede dejar de sentir un cierto punto de tristeza cuando observa cómo la famosa emancipación de las pasiones se traduce al final en términos de una mera capacidad de consumo. Aún queda una rebelión pendiente, aunque esta vez es mucho más difícil señalar el objetivo. En unos momentos en los que ya ni siquiera creemos en el progreso y el futuro se nos muestra cargado de temores, parece como si ya tuviéramos bastante con conservar lo existente. ¡Ironías de la historia!