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Bandera del partido de las FARC con el símbolo de la rosa, Bogotá. Daniel Garzon Herazo/NurPhoto via Getty Images

He aquí los desafíos presentes y futuros que enfrenta el partido de la extinta FARC a la hora de hacerse un hueco en el tablero político colombiano.

Recientemente finalizaba la segunda Asamblea Nacional de la extinta guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia–Ejército del Pueblo (FARC-EP). Este encuentro tuvo lugar tras casi cuatro años y medio de la firma del Acuerdo de Paz con el Gobierno de Juan Manuel Santos, y más de tres años después del congreso fundacional, de agosto de 2017, en el que se creó el partido político de la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC). Así, la prioridad del cónclave no era otra que la de abrir un espacio de reflexión, análisis y discusión, desde el que adoptar decisiones y transformaciones que contribuyan a mejorar el funcionamiento y desempeño partidista en el espectro político colombiano.

Lo cierto es que el partido político de la vieja guerrilla oriunda de Marquetalia llega a esta situación en un escenario poco favorable, fruto de un respaldo electoral de poco más de 52.000 votos en las elecciones legislativas de 2018, equivalentes al 0,34% del total de sufragios en el Senado. Tampoco le fue mejor en los comicios departamentales y municipales que se celebraron a finales de 2019, en donde igualmente su apuesta electoral resultó pírrica. Esto es, apenas 17 candidatos a ocupar alcaldías —sobre 1.101 municipios— y 18 a las asambleas departamentales, toda vez que a las gobernaciones no presentó ningún candidato. De hecho, del total de 309 nombres que conformaron las listas de la FARC a aquellas elecciones, casi un tercio (108) fueron excombatientes y en torno a 60 participaban en listas de coalición. Así, sólo hubo participación del partido en 93 municipios del país, mayormente pertenecientes a los departamentos de Antioquia, Atlántico, Bogotá, Meta, Santander, Tolima y Vichada. El resultado electoral estuvo a la altura de las elecciones de 2018 y, tal vez, los mejores resultados se dieron en aquellas candidaturas que concurrieron alejadas de las siglas FARC, cuyo propósito era el de ganar apoyos entre sectores de izquierda en crecimiento, a la vez que sortear la imagen negativa que las siglas de la nueva organización tenían entre el electorado.

Sea como fuere, todos estos años han estado repletos de dificultades para el conocido como “partido de la rosa”. A nivel interno, no puede pasarse por alto el daño que hizo a la estructura partidista el querer seguir manteniendo vigentes las siglas FARC. Unas siglas a las que millones de colombianos asocian con muchos de los momentos más cruentos y violentos de las últimas décadas de historia del país. Igualmente, en el que fuera primer congreso fundacional, de 2017, se asumió como contenido programático las conocidas como “Tesis de abril”. Un conjunto de planteamientos y postulados que, literalmente, alzaprimaban “la obra y acción política de Marx y Lenin y del pensamiento emancipatorio bolivariano”. Todo ello con un lenguaje tan trasnochado como alejado de las necesidades y urgencias que demanda la sociedad colombiana en la actualidad. Todo lo anterior, en buena medida, fue producto de la posición mayoritaria que, en aquel encuentro, concentraban las figuras de “Iván Márquez” y “Jesús Santrich”. Tal vez las dos cabezas más visibles del proceso de diálogo que transcurrió en La Habana durante cuatro años, y que representaban el lado más radical y ortodoxo de la antigua guerrilla. Por si fuera poco, en el verano de 2019 ambos, junto con otros destacados miembros de las FARC-EP, terminaron por abandonar el proceso de reincorporación a la vida civil para conformar la disidencia que se autoproclama como continuadora legítima de las FARC-EP, bautizada con el nombre de “Segunda Marquetalia”.

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Una ex guerrillera protesta por el asesinato de su marido despues del Acuerdo de Paz, Bogotá, 2020. Sebastian Barros/NurPhoto via Getty Images

Como es de esperar, todo lo anterior han sido elementos que han lastrado y dificultado la consolidación partidista de la FARC. No obstante, a ello hay que añadir la actual situación de violencia política desplegada contra los exguerilleros de las FARC-EP, de los cuales, más de 250 han sido asesinados desde la firma del Acuerdo de Paz. Asimismo, no puede obviarse el proceso de criminalización continua de numerosos medios de comunicación o el factor desestabilizador que personifica el primer y principal enemigo del acuerdo: el presidente colombiano, Iván Duque. En todo caso y, por si fuera poco, en estas semanas se ha formalizado la acusación del mecanismo de Jurisdicción Especial para la Paz sobre ocho antiguos dirigentes de las FARC-EP para que comparezcan por los delitos de toma de rehenes y graves privaciones de libertad, pues no conviene olvidar, al efecto, que los exguerrilleros responsables deben satisfacer los derechos de verdad, justicia, reparación y no repetición.

Así, todo lo argüido conforma un conjunto de elementos que, en suma, dificulta y limita las posibilidades político-electorales del partido emergente de la desaparecida guerrilla. Algo a lo que debe sumarse una posición muy marginal en el tablero partidista, en buena parte, dificultada si cabe más por la consolidación de Gustavo Petro en el espacio político más a la izquierda, en donde la FARC es concebida más como un elemento que resta que como uno que suma. Por todo, la celebración de la II Asamblea Nacional, en buena medida, debía concebirse como lo que fue: un escenario en el que problematizar y se ofrecer soluciones a las dificultades que pueden lastrar al partido político y, llegado el caso, conducirle a la desaparición.

Como primera decisión debe rescatarse positivamente el cambio de nombre. Desde ahora la FARC pasará a llamarse Comunes. Y es que el abandono de las viejas siglas fue un reclamo, desde los inicios, de quien fuera su comandante jefe, Rodrigo Londoño, otrora “Timochenko”. Inicialmente, las FARC-EP consideraban que, manteniendo sus siglas, reconocían su pasado, legitimaban su esencia y, de paso, podían aspirar a un rédito electoral positivo, en tanto que, en el pasado, a la guerrilla salvadoreña del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) le terminó funcionando políticamente. Nada más alejado de la realidad, especialmente, para una guerrilla que desde inicios de los 90 se desnaturaliza, se abona a la actividad criminal y el narcotráfico, y concita rechazo social en todos los sectores de la población colombiana. Tal vez, igualmente, porque en las FARC-EP pensaron, erróneamente, que el hecho de que se votase a favor del Acuerdo de Paz en octubre de 2016 —más de seis millones de votos lo respaldaron— equivalía a considerar a la guerrilla para cargos de representación política.

El nombre de Comunes fue preferido frente a las otras dos opciones que se barajaban: Fuerza del Común y Unidad Popular del Común. Pareciera que se evita cualquier referencia a “fuerza”, por una connotación armada que no resulta apropiada para el nuevo partido, e igualmente, se descarta “unidad popular”, tal vez, por la remembranza de las siglas a la que fuera la expresión política de la guerrilla a mediados de los 80 —y hoy todavía existente: la Unión Patriótica. Como ha reconocido la senadora Griselda Lobo, “Sandra Ramírez”, el nombre evoca a la figura de José Antonio Galán, líder de la insurrección comunera de finales del siglo XVIII, y muy recurrido en la mística guerrillera, como también sucede con la guerrilla del ELN.

Un segundo aspecto que ha sido ampliamente discutido por los Comunes en este segundo congreso, postergado durante un año por la pandemia, ha sido la estrategia de asociación política con otras fuerzas partidistas. Está claro que no tiene ningún sentido presentar un candidato presidencial propio, y lo más inteligente es redefinir la hoja de ruta en aras de aspirar, prima facie, a satisfacer cambios y adoptar decisiones que antes de nada deben ser resueltos con claridad, como es el caso del discurso, el programa o la imagen que acompaña al partido. De no hacerlo, el socio partidista más cercano, Gustavo Petro, evitará cualquier atisbo de proximidad, tal y como ya hizo en las elecciones presidenciales de 2018. Estos comicios tienen una marcada impronta personalista, y la cultura política conservadora y parroquial que predomina en buena parte de Colombia, por un lado, encuentra en los herederos partidistas de las FARC-EP un sinfín de argumentos (la gran mayoría falaces) para desprestigiar al progresismo colombiano. De otro lado, éste, si finalmente opta por imbricar las expresiones políticas de izquierda y centroizquierda, como sugiere el exjefe del equipo negociador del Gobierno con las FARC-EP, Humberto de la Calle, tampoco encuentra razones sugerentes para dar visibilidad y protagonismo al rebautizado partido de los Comunes.

A partir de ahora, finalizado el segundo encuentro nacional, es momento de ir perfilando la nueva estrategia política que debe desarrollar el partido sucesor de las FARC-EP. Para ello, debe integrar las lecciones aprendidas y dar cuenta de los fracasos acumulados en estos años. Sin embargo, su posición testimonial resulta tan acuciante que puede que cualquier esfuerzo sea insuficiente para una realidad partidista que, tal vez, está abocada a desaparecer, especialmente, atendiendo las particularidades del tablero colombiano. En cualquier caso, con independencia de qué resultado obtengan los Comunes, estos tendrán garantizados cinco senadores y cinco representas a la Cámara, si bien después de 2026 cualquier situación es posible y, si nada cambia, lo más probable es que el partido termine fusionado en una lista o alianza mayor, o simplemente fagocitado por terceras fuerzas políticas con mayor capacidad y maquinaria electoral.

No obstante, pase lo que pase será parte de la normalidad democrática. Desparezca o se renueve completamente el partido, la gran contribución que deja el Acuerdo de Paz, y el compromiso de los exguerrilleros por el mismo, es observar cómo una de las guerrillas más importantes del continente terminó concurriendo bajo las reglas electorales. Lo anterior, demostrando que la democracia es mayor y mejor cuando consuma su capacidad para institucionalizar pacíficamente los conflictos. Así, que los comunes ganen o pierdan dependerá de la ciudadanía, pero, sin duda, todos ganamos cuando la imagen que queda en la retina, como sucedió en 2108, es la de ver a un viejo comandante guerrillero ejerciendo su derecho al voto como un ciudadano más.