Solo la transición económica y cultural permitirá el inicio de una nueva era.


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La sociedad civil, por fin, está presente en el escenario del poder. Un poder absoluto y masculino que durante siglos ha mantenido a todos los seres humanos sometidos, invisibles, atemorizados y amilanados.

En las últimas décadas, ya era hora, aparece la mujer en el estrado, en los aledaños primero, ahora ya ocupando progresivamente cierto papel en la toma de decisiones.

No cabe duda de que la capacidad de expresarse libremente y la equidad de género constituyen, junto con la conciencia global, los mejores augurios para los cambios radicales que podrían significar, en los albores de siglo y de milenio, el comienzo de una nueva era.

Ha habido, en el último siglo, momentos estelares para las transformaciones esenciales que la humanidad merecía, pero fueron desaprovechados. En 1919 la propuesta del presidente estadunidense Woodrow Wilson tras la Primera Guerra Mundial de un Convenio para la paz permanente y la creación de la Sociedad de Naciones fue desatendida por el Partido Republicano. En 1945, el excelente diseño de gobernación mundial del presidente Franklin Delano Roosevelt fue, asimismo, desvirtuado sucesivamente. Los pueblos que protagonizan el inicio de la Carta de las Naciones Unidas fueron marginados por los Estados, que ocuparon todas las plazas de la Asamblea General. Y el veto de los cinco grandes, vencedores de la contienda, convirtió al Consejo de Seguridad en una herramienta de poder en lugar de un espacio de encuentro y conciliación.

En 1948, la Declaración Universal de los Derechos Humanos pretendió “liberar a la humanidad del miedo” como tan  lúcidamente se expresa en el primer párrafo del preámbulo. “Libres y responsables, guiados por principios democráticos”, como refiere la Constitución de la Unesco, el mundo hubiera podido emprender a finales de los 40 caminos iluminados del mañana, con las lecciones aprendidas en la guerra que acababa de concluir.

No fue así. La carrera armamentística entre las dos superpotencias conllevó la sustitución de la cooperación para el desarrollo por la explotación, las ayudas por préstamos concedidos en condiciones draconianas y la progresiva marginación de Naciones Unidas, que culmina, en los 80, con el menosprecio total del sistema por grupos oligárquicos (G-6, G-7, G-8). Además, la inconcebible aceptación por parte de Occidente de las propuestas del presidente estadounidense Ronald Reagan y la primer ministra británica Margaret Thatcher supuso cambiar los valores éticos por los mercados.

Esta fue la causa de que al final de la década, en 1989, cuando todo clamaba paz y un nuevo comienzo –desmoronamiento de la Unión Soviética, eliminación del apartheid racial en Suráfrica, fin del conflicto en Mozambique y en El Salvador, reinicio del proceso de paz en Guatemala, etcétera– el neoliberalismo globalizador impusiera sus normas y desatendiera el clamor que, desde tantos puntos del planeta, pedía inventar nuevos rumbos para el mañana.

Una vez más, la seguridad prevaleció sobre la paz y sólo se atendió al 20% de la ...