Las relaciones entre Estados Unidos y Europa han marcado el siglo XX, pero es muy dudoso que puedan seguir pesando en la configuración de las relaciones internacionales en los próximos años, ya en pleno siglo XXI. Hay profundas y motivadas razones para el escepticismo. Desaparecida la causa que había conducido al compromiso de Washington con sus aliados europeos en dos guerras mundiales y en los 40 años de la denominada guerra fría, nada permite pensar que deban persistir durante mucho más tiempo unas actitudes e incluso unas instituciones que actúan como estricta continuación y como actos reflejo de lo que han sido las relaciones entre ellos.


De una parte, es evidente el desplazamiento del eje económico y geoestratégico del mundo hacia el Pacífico, algo que se venía anunciando desde hace décadas pero que no ha empezado a materializarse hasta la aparición de Chimérica, la simbiosis económica entre Estados Unidos y China descrita por Nial Ferguson, en la que una superpotencia aporta la mano de obra barata y el ahorro mientras la otra hace lo propio con la tecnología y la capacidad de consumo. Por otro lado, también es evidente la incapacidad demostrada hasta ahora por Europa para constituirse en agente global y por tanto en interlocutor válido para mantener las relaciones con EE UU en el nivel de exigencia que requiere la deriva multipolar actual. El mundo está preparado para la instalación de un triángulo de superpotencias, si se quiere todavía escaleno, es decir, con tres lados desiguales, pero la debilidad europea está conduciendo a una cierta bipolaridad, ese G-2 formado por Pekín y Washington, que ni siquiera constituye un triángulo isósceles con dos lados iguales y uno más pequeño que sería la UE.


Jeremy Shapiro y Mick Witney han señalado en su brillante paper acerca de las relaciones transtlánticas (‘Towards a Post-American Europe: a Power audit. Of EU-US Relations, European Council on Foerign Relations’) la anomalía de la relaciones especiales que buena parte de los 27 socios europeos quieren mantener con Estados Unidos. Esta fragmentación en la propia concepción de la relación transatlántica constituye un obstáculo mayor e insalvable, que sólo podría empezar a sustituir la aparición de una política exterior y de defensa propiamente europea de los 27, en la que se insertara como pieza clave la relación bilateral con Washington. El actual formato institucional de la relación entre la UE y EE UU, tal como señalan los autores del trabajo, además de escasamente práctico y profundamente burocratizado, desalienta al socio norteamericano y constituye el mayor obstáculo para una relación simétrica y eficaz.


El único terreno de juego donde la relación sigue funcionando, a pesar de su progresivo debilitamiento, es el de la Alianza Atlántica. Su preservación, y a través de ella la de la relación con Washington, es el principal motivo del compromiso en Afganistán por parte de los socios europeos. En el caso de los socios más veteranos de la Europa occidental es, además, una forma de reforzar su ...