Para 80 millones de turistas, Francia es un paraíso. Pero sus 63 millones de habitantes están de psicoanálisis y esperan las elecciones de 2007. El país tiene problemas, pero también muchas joyas de la abuela y, aunque le pese a los neocons americanos, el diablo se viste de Prada… en París.

 

"La economía está en declive"

 

Eppur si muove. Las cifras son apabullantes: Francia es la cuarta economía del G-8, tras Estados Unidos, Japón y Alemania, o la quinta del mundo, si se cuenta China. No sólo ha duplicado su producción desde los 70, sino que la calidad de vida de los franceses es una de las más altas del mundo (aunque en el Índice de Desarrollo Humano de la ONU el país ha retrocedido del puesto 9 al 16 en las últimas dos décadas). Sus 63 millones de habitantes constituyen sólo el 1% de la población del planeta, pero detentan el 3,1% del PIB mundial.

Los números, ya se sabe, son tozudos. Pese a la oposición a la guerra de Irak, Francia es el tercer receptor de inversión directa extranjera (¡y el mayor inversor es Washington!), se mantiene como el segundo proveedor de servicios, el segundo exportador de productos agrícolas y agroalimentarios, la cuarta potencia comercial (cuarto exportador y quinto importador) y está en el quinto puesto de la producción industrial. Es, además, el primer destino turístico: de los más de ochocientos millones de personas que viajaron al extranjero en 2005, 1 de cada 10 tuvo como destino suelo francés, inyectando en la economía unos 31.000 millones de euros.

¿De dónde surge entonces el tan publicitado y debatido declive francés? ¿Por qué, según los sondeos, el 66% de los ciudadanos piensa que su país está "en recesión", el 70% cree que las futuras generaciones "vivirán peor" y el 72% declara "ser infeliz"? ¿Está Francia dividida, como sostiene el semanario Marianne, entre quienes ven la botella medio vacía y los que la ven medio llena? ¿A qué se debe, entonces, que la tasa de fertilidad sea la más alta de Europa (1,94 niños por mujer), después de Irlanda? Frente a la ola de pesimismo, encabezada por el declinólogo sarkozysta Nicolas Baverez, muchos sostienen que la sensación de decadencia no es nueva, que se remonta incluso a 1789 (con periodos recurrentes) y que todo este ruido sobre la supuesta ruina de Francia no es sino una cortina de humo para esconder, eso sí, la incapacidad de la élite gobernante y la crisis política en la que está inmersa la V República tras las elecciones de 2002 y los 12 años de presidencia de Jacques Chirac, así como el desigual reparto de la riqueza y la injusticia social que se vive en la banlieue. Lo cierto es que la tesis del declive se ha impuesto, dentro y fuera del país (hasta The Economist se ha sumado a la corriente declinóloga).

Efectivamente, no todo es la vie en rose y los partidarios de destruir o reformar el modelo francés tienen a qué agarrarse. La economía ha crecido este año sólo un 2%; el déficit comercial alcanza los 17.000 millones de euros y la deuda pública constituye ya el 67% del PIB; el país está, según Eurostat, en el puesto 12 de la Unión Europea en cuanto a poder adquisitivo medio por habitante y crecen las diferencias entre pobres y ricos; el desempleo ronda el 8% de la población activa (2,4 millones) e incluso roza el 24% en algunos barrios (uno de cada dos habitantes de los suburbios está sin trabajo, lo que explicaría, para muchos, las revueltas de 2005); el número de personas que depende del RMI (salario de inserción mínima) no deja de crecer (1,2 millones); 3,7 millones viven por debajo del umbral de pobreza y otros 4,7 millones no tienen acceso a la Seguridad Social.

Pese a todo, aún hay francófilos. Según una reciente encuesta, el 22% de los británicos preferirían haber nacido al otro lado del Canal de la Mancha y hasta un 32% estaría dispuesto a mudarse allí para trabajar y jubilarse, por encima de Italia o España (un 19%). Las razones: mejor clima, viviendas más asequibles, la sanidad pública, la gastronomía y la inmejorable calidad de los vinos franceses.

"Los franceses son unos vagos"

Quizá, pero eficaces. Puede que usted haya visto la típica estampa del funcionario francés hacia las 11 de la mañana, apenas salido del croissant matinal y ya camino del aperitivo pastís, pese a estar en horas de servicio. Son apariencias. Engañan. Los franceses quizá sean vagos, pero también eficaces y muy activos. No sólo su productividad por hora trabajada es una de las más elevadas del mundo, sino que la OCDE ha tenido que reconocer que ese rendimiento ha crecido en el Hexágono como en ninguna otra parte entre 1996 y 2002, gracias o a pesar de la semana laboral de 35 horas, que aportó flexibilidad, aunque también creara problemas en servicios complejos como los hospitales. La eficacia del aparato productivo francés convierte en fútil cualquier reflexión sobre la pereza al otro lado de los Pirineos. Ariane, la lanzadera espacial más eficiente del planeta. TGV, el primer tren de alta velocidad con 25 años de fieles, crecientes y leales servicios. EDF, capaz de producir un 78% de la electricidad en centrales nucleares y sin sustos mayores. Difícil sostener, pues, que una pandilla de 27 millones y medio de gandules (ésa es la población activa) haya podido llevar a sus espaldas la cuarta potencia comercial del planeta.

Ahora bien: en cuanto a la duración del tiempo de trabajo… efectivamente los franceses son las cigarras del planeta útil. Sea cual sea el indicador que se tome. Además de la cortita semana laboral, la presidenta de la principal organización empresarial (Medef), Laurence Parizot, proporcionó a finales de octubre un dato aplastante: un francés activo y empleado —dijo— trabaja unas 1.450 horas al año, 200 por debajo de la media británica, es decir, el 12% menos. Si a ello se suma que el paro es al otro lado del canal de la Mancha el doble que el que se registra en las tierras de Tony Blair (criterios OIT), que en Francia el subsidio de desempleo es mejor y más fácil de obtener que en Gran Bretaña y que la edad de jubilación media es muy inferior en Francia, el cuadro es de apoteosis. Aunque con poco dinero en el bolsillo, un francés tiene muchas probabilidades de sentarse a tomar un café con croissant en el mismo instante en que un británico se angustia pensando si llegara al trabajo a la hora y que no le despidan.

Lo cual da como resultado que, en el conjunto de su carrera, la productividad media de un activo británico es algo superior a la de un francés. ¿Quién sufre más? ¿Cuál de ellos comete pecado capital? Los franceses han optado por un modelo social. Funciona. La derecha, gobernante absoluta del Estado desde 2002, no se ha atrevido a abolir la semana laboral de 35 horas en las grandes empresas y el gigantesco sector público (5 millones de funcionarios), verdadero lastre del sistema. Sólo ha podido frenar su contagio a las pymes. De cara a las elecciones presidenciales y legislativas de 2007, el centro y los socialistas parecen abocados a mantener esa política, mientras que la extrema izquierda y los ecologistas hablan de extender las 35 horas a toda la economía y de la semana de cuatro días laborales.

"Han perdido peso en el mundo"

Oui, mais… De las decenas de países que se opusieron a la guerra de Irak y de los 11 miembros del Consejo de Seguridad que no quisieron respaldar la invasión, sólo la posición de Francia (convertida en símbolo de la paz mundial tras el discurso, en febrero de 2003, del entonces ministro de Asuntos Exteriores, Dominique de Villepin) se convirtió en casus belli para la Administración Bush. Alemania fue tan dura como Francia y a nadie se le ocurrió rebautizar las salchichas de Frankfurt o las hamburguesas, mientras la furia antigala que siguió al no a la guerra llevó al Congreso republicano a cambiar el nombre de las patatas fritas (French fries) por el de freedom fries. Bien es cierto que, como recordaba hace poco Le Monde, las relaciones entre París y Washington han mejorado y tanto el Elíseo como Matignon han mantenido un escrupuloso silencio ante las violaciones masivas de los derechos humanos por parte de la Administración Bush.

De este lado del Atlántico, fue el no francés a la Constitución Europea el que desencadenó una crisis de la que Bruselas no tiene ni idea de cómo salir y para la que habrá que esperar al resultado de los comicios electorales franceses. ¿Ha perdido París toda su influencia en política exterior como sostienen buena parte de los medios de comunicación anglosajones y un 60% de los franceses? Es verdad que los grandes ejes de la geopolítica del siglo XXI, con Estados Unidos como única hiperpotencia y el imparable ascenso de China e India, no pasan por territorio galo y que el país ya no detenta el poder que tuvo con Napoléon (ni siquiera con el general De Gaulle).

Pero no se puede olvidar que es una potencia atómica y militar, miembro permanente del Consejo de Seguridad, principal motor junto a Alemania de la UE (parte del no vino de las filas de aquellos que querían más Europa y no menos y otra parte del miedo a la globalización, a ver su voz diluida, su lengua amenazada y sus puestos de trabajo en peligro tras la ampliación a 25 y la posible entrada del gigante turco), con una influencia enorme (no siempre positiva) en África y en Oriente Medio (como se ha visto en la crisis libanesa).

Lo acertado del discurso antibélico de Villepin es una muestra de que los franceses gozan aún de una diplomacia de primera, que mantienen intacto su prestigio en el mundo árabe y que no han olvidado su historia colonial. Tal vez Francia ya no es la tierra de Richelieu, pero tampoco es Liechtenstein.

"Están hartos de sus líderes"

Hasta la coronilla. No cabe duda. Y no es nuevo. En todas y cada una de las seis elecciones legislativas de los últimos veinticinco años (1981, 1986, 1988, 1993, 1997 y 2002), los franceses tiraron a la basura a la mayoría de Gobierno saliente. Sistemáticamente. Izquierda-derecha-izquierda-derecha-izquierda-derecha. Y sin importarles un bledo que dejaran al presidente que acababan de elegir en entredicho, sometido a las ya célebres cohabitations.

Bueno: eso se llama progreso. Hace sólo doscientos años y pico, este pueblo levantisco guillotinó a nobles y a realeza. Hartos ya andaban. Tres sondeos recientes detallan esa desconfianza hacia las élites versión finales de 2006. Uno dice que un 60% de los ciudadanos franceses piensa que la clase política en su conjunto es corrupta. Otro machaca: casi ocho de cada diez considera injustificados los privilegios de función de los que gozan los ministros y altos cargos a costa del contribuyente. Y para rematar, el Eurobarómetro realizado este año. Los franceses son los ciudadanos europeos que más desconfían del funcionamiento de la tecnocracia de Bruselas, sólo por detrás de los británicos (euroescépticos por definición) y los periféricos portugueses. ¿Privilegios de las élites?: haberlos haylos. Jacques Chirac, sin ir más lejos, se autoinmunizó con tanta maña como un monarca contra un posible encausamiento judicial o parlamentario por corrupción.

La alta función pública (en su mayoría, salida de Escuela Nacional de la Administración, la famosa ENA fundada por Napoleón, que ha surtido de gobernantes al país) —que Pierre Bourdieu llamara "nobleza de Estado"— goza hoy de un privilegio único en el mundo: el llamado pantouflage, que consiste en beneficiarse tanto de la seguridad y el confort del Estado como de la posibilidad de saltar de cuando en cuando al sector privado para aprovechar un golden parachute, o un buen pelotazo gracias a las stock options.

Jacques Chirac obtuvo el voto de los franceses en 1995, gracias a una imagen de outsider laboriosamente trabajada y a un programa en el que prometía liquidar a "los tecnócratas". Luego demostró ser un hombre de lobbies, un perfecto tecnócrata, cosa que acentuó la desconfianza de los ciudadanos. Durante 2006, Ségòlene Royal, enarca también como Chirac, ha encabezado sondeos de popularidad y encarna la esperanza, quizá puramente virtual, de una regeneración de la V República. A las quimeras los franceses las llaman bâtir des chateaux en Espagne (construir castillos en España). A Ségolène le llaman… Zapatera.

"Le Pen es el cáncer de la V República"

Más bien, el peor de los síntomas de una enfermedad: el racismo irracional materializado en votos de extrema derecha en un contexto de pauperización de las clases populares. Una enfermedad que, por cierto, se extiende a toda Europa. El Viejo Continente, camino de convertirse en tierra de blancos viejos, padece en bloque la nostalgia de un pasado étnicamente puro.

En Francia los síntomas son mucho más espectaculares. Una primera causa de esa virulencia reside en la personalidad misma del líder ultra, Jean-Marie Le Pen. Gran orador, sus apariciones mediáticas provocan pánico entre los periodistas. Corredor de fondo de la política —fue uno de los diputados más jóvenes de la IV República, hace medio siglo—, su liderazgo en la extrema derecha es incuestionable desde hace tres décadas. De cara a las elecciones presidenciales de 2007, un dato ha puesto la mosca detrás de la oreja de los analistas políticos. A ocho meses de los comicios clave de la V República, la popularidad de Le Pen es casi el doble de lo que era hace cinco años al acercarse la fecha de la votación presidencial de 2002, que viera al líder ultra registrar su mayor victoria al superar al socialista Lionel Jospin y colocarse en la segunda vuelta frente a Jacques Chirac.

Lo peor de Le Pen versión 2007 son sus metástasis. La reducción de la inmigración, la tesis de que el agujero en las cuentas sociales se debe a los abusos perpetrados por las poblaciones extraeuropeas y la obsesión por la seguridad han invadido todo el espacio político. Un clon de Le Pen, Philippe de Villiers, retoma cada uno de sus argumentos. Nicolas Sarkozy funda todas sus esperanzas de presidenciable ejecutando desde el Ministerio de Interior una política mediatizada de mano dura contra los delincuentes de las banlieues y contra la inmigración irregular. Hasta la socialista Ségolène Royal ha cedido al canto de las sirenas y preconiza la creación de centros militares para internar a los jóvenes delincuentes.

Pero, a diferencia de lo que ocurre en el resto de Europa, Francia genera sus propios anticuerpos. La victoria de Le Pen en la primera vuelta presidencial de 2002 frente a Jospin, considerado entonces uno de los más brillantes y eficaces líderes de la izquierda europea, desencadenó manifestaciones multitudinarias que tomaron las calles de París con un mensaje sencillo: Le Pen no entrará en el Elíseo (físicamente, se entiende). Segundo anticuerpo: la lepenización ha desencadenado un auge del voto de extrema izquierda (los trostkistas obtuvieron un 10% en 2002).

Al final, toda la sociedad se tapó la nariz y, pese a los escándalos de corrupción que rodearon su gestión en el Ayuntamiento de París y de ser el máximo exponente de la gerontocracia política, un 80% votó a Chirac.

Nunca un presidente con un porcentaje tan alto de votos, casi insólito en una democracia occidental, ha tenido, en el fondo, menos legitimidad y popularidad. Esa tara genética ha marcado los últimos años y casi bloquea los anticuerpos que frenaron el tumor.

"La cultura francesa ya no cuenta"

París bien vale una pasarela. Es verdad que no hay ningún Sartre, que Bernard Henry-Lévy está un poco talludito, aunque siga desatando pasiones al otro lado del Atlántico, al igual que el recientemente fallecido Jacques Derrida, inventor de la deconstrucción y muy influyente en los campus de EE UU. Pero desde la generación perdida hasta Sexo en Nueva York o El diablo viste de Prada, en la que la moda americana tiene que desfilar en la capital gala para triunfar, Francia ha encarnado el savoir vivre europeo para los estadounidenses. "Lo mejor de América se encuentra en París. El americano de París es lo que América hace mejor", escribió Scott Fiztgerald.

Que otro novelista estadounidense, Jonathan
Littell, se convierta en el fenómeno literario del año por una obra de 900 páginas premiada con el prestigioso Goncourt y escrita en… francés es una buena noticia para la lengua de Molière, que pierde la batalla contra Shakespeare en todos los frentes: sólo hay 175 millones de francofónos en el mundo. En Internet, es aún peor: aunque por delante del español, apenas el 5% de los contenidos de la Red están en francés, frente al 45% en inglés. En los pasillos y las instituciones de Bruselas, cada vez se escucha menos. Hasta los parisinos han tomado nota de este cambio. Antes hubiera sido impensable que se dirigieran a un extranjero en una lengua que no fuera la suya. Ahora no, y su idioma está plagada de palabras y expresiones inglesas.

Grave tragedia para un país en el que el 66% de sus habitantes está no sólo contra la globalización (mundialización la llaman), sino también contra la homogeneización en general y que ha hecho de la llamada "excepción cultural" una de sus señas de identidad. Porque, además, la cultura es un negocio muy rentable: representa el 3,8% del PIB, gracias, entre otras, a la pujante industria cinematográfica (la más potente de Occidente tras Hollywood, con 240 filmes y 73 millones de espectadores foráneos en 2005), editorial (han salido unos 550 títulos nuevos esta temporada) y musical (el tecno francés es de los mejores del mundo y el rap y el raï arrasan en las tiendas de Manhattan). Eso sin contar la moda y la gastronomía, aunque esta última en retroceso frente a la pujanza de la cocina española.

Donde sí crece el francés es en algunas zonas del Tercer Mundo. Que el otro premio literario más importante, el Renaudot, haya ido a parar a un escritor francocongoleño es el signo de los tiempos. Quizá el próximo Sartre haya frecuentado más la banlieue que el café Flore.

 

¿Algo más?
El máximo ideólogo de los llamados declinólogos es Nicolas Baverez con su manifiesto Vieux pays, siècle jeune (Ed. Perrin, París, 2006), continuación de La France qui tombe (Ed. Perrin, París, 2003), a la que respondieron Nicolas y Guéric Jacquet con La France qui gagne (Ed. Odile Jacob, París, 2005). Por su parte, Jacques Marseille intenta retratar las dos visiones sobre el país en La guerre des deux Frances: celle qui avance et celle qui freine (Ed. Plon, París, 2004). Entre otros representantes, a la izquierda y a la derecha, de la visión decadente hay que destacar a Jean-Paul Betbèze con La peur économique des Français: soigner la France écophobe (Ed. Odile Jacob, París, 2004); Jean Boissonnat, Plaidoyer pour la France qui doute (Ed. Stock, París, 2004), y Vivianne Forrester con L’horreur economique (Ed. Fayard, París, 1999). En el lado contrario, destaca Jacques Lang con Un nouveau régime politique pour la France (Odile Jacob, París, 2004). Para un análisis sobre la V República consultar Les origines de la V République (Ed. PUF, Que sais je?, París, 1998).
Las inminentes elecciones presidenciales han dado lugar a una ingente bibliografía sobre los posibles candidatos. Sobre Nicolas Sarkozy son reveladoras sus propias memorias Témoignage (Ed. XO, 2006) o Nicolas Sarkozy ou le destin du Brutus , de Victor Noir (Ed. Denoël, París, 2005). Sobre Ségolène Royal, destacan Ségolène Royal décryptée de A à Z, de L. Pfaadt (City Editions, Grainville, Francia, 2006) y Présidentiel Royal 1986-2006. Ségolène a dit (Ed. Anabet, París, 2006).