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El proceso de cambio es imparable, y a pesar de la “resistencia” del hombre blanco también estamos ante una resistencia occidental por la igualdad de derechos de la mujer.

Hace unos años publicamos un artículo que se titulaba La muerte del macho, que, como es de imaginar, causó bastante revuelo; sin embargo, lo que en realidad encerraba tan provocadora afirmación era un interesantísimo análisis sobre la profunda transformación que se estaba produciendo en la sociedad -sobre todo la norteamericana- a raíz de la Gran Recesión. Según el autor, Reihan Salam, la crisis estaba acabando con el dominio absoluto de trabajos tradicionalmente masculinos –la construcción, la fabricación pesada, incluso las finanzas- mientras otros más relacionados con el mundo femenino –la educación, el empleo público, la sanidad…- ganaban cada vez más peso. Una crisis, por cierto, causada por “la conducta agresiva y de riesgo que ha permitido a los hombres afianzar su poder –el culto a lo masculino- [y que] ha resultado ser destructiva e insostenible en un mundo globalizado”.

Es un proceso que también ha descrito, más recientemente y aquí en España, Esteban Hernández en Los límites del deseo: la historia de la degeneración de un capitalismo salvaje, liderado y gestionado casi exclusivamente por hombres, cuyas consecuencias sufrimos todos.

Hoy puede parecer que ese mundo en transición, en el que se habría “desalojado” a los hombres del poder para establecer un nuevo orden social basado en la igualdad real de géneros, está más lejos que nunca. La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca no solo hundió (temporalmente) el sueño de ver a la primera mujer presidenta de Estados Unidos, sino que supuso un duro mazazo para todos los creyentes en que ese nuevo orden es posible. Porque Trump representa, como nadie, el estereotipo del poder masculino en el peor sentido del término. Es más, la recuperación económica que ha prometido se basa, precisamente, en volver a invertir en los sectores y tipos de trabajo que habían ido perdiendo terreno y que se asocian más a los hombres: las infraestructuras, la defensa y las finanzas.

Mucho se ha hablado en estos últimos meses sobre el perfil de los votantes de Trump. Está claro que ganó el voto de los hombres blancos (un 58%) y muy especialmente el de los hombres blancos sin educación universitaria: un 67% frente a un 28% que apoyó a la demócrata, la mayor diferencia entre los candidatos en ese punto desde 1980. Mucho se ha debatido también sobre cómo es posible que, pese a sus actitudes machistas y a la filtración del vídeo con sus insultantes comentarios sobre las mujeres, una parte importante del electorado femenino estadounidense se haya inclinado por él. Lo cierto es que Hillary Clinton ganó el voto femenino total (un 54%); pero también lo es que un 53% de las mujeres blancas votaron al republicano, y que Trump resultó vencedor, dos a uno, en el voto de las mujeres blancas sin educación universitaria.

El retrato es nítido: muchos de esos hombres que perdieron sus empleos durante la Gran Recesión, o que vieron a sus familiares y sus amigos perderlos, que asistieron al declive de sus empresas, de sus ciudades, de sus barrios. Muchos hombres blancos, que perdieron además el orgullo y la certidumbre de conocer el terreno que pisaban: un país fuerte, una familia estable, un trabajo garantizado. Muchos hombres blancos que se sabían los herederos de un esfuerzo colectivo, construido a base de generaciones de trabajadores inmigrantes europeos y de esclavos negros, y que, sin necesidad de moverse de sus fronteras, parecen constatar, casi de repente, la enorme diversidad que les rodea y que a menudo no llegan a comprender, ni a asimilar.

Desde noviembre hay un intenso debate en Estados Unidos sobre qué papel han podido tener en el resultado electoral las políticas de identidad desarrolladas durante la era Obama: los avances logrados para las mujeres, para la gente de color, para las personas LGTB. Algunos opinan que la defensa de estos derechos ha hecho pensar que el ciudadano “de toda la vida”, blanco, cristiano, tradicional, había dejado de importar. Pero ha sido el propio Trump el que ha jugado esa baza de la identidad, erigiéndose en el defensor de los valores asociados al hombre blanco. Es más, acercándose incluso a movimientos claramente racistas, extremistas e islamófobos como los supremacistas blancos -los famosos alt-white-, dejándose cortejar por ellos. Detrás del “Make America Great Again” está esa nostalgia de una época que no volverá.

En su premonitorio artículo, Reihan Salam ya advirtió de que algo así podía pasar: “Los hombres pueden decidir luchar contra la muerte del macho y sacrificar sus propias perspectivas en un intento de trastocar y retrasar una poderosa tendencia histórica”. Asistimos pues al movimiento de “resistencia” a esa profunda transformación de la sociedad, desde un absoluto dominio de lo masculino hacia lo femenino -o al menos hacia un punto algo más equilibrado-.

Y es obvio que no se trata de un fenómeno exclusivamente norteamericano, sino occidental en su conjunto. Salvando todas las distancias, y cada uno con su correspondiente peculiaridad, algo similar hemos visto en el Reino Unido del Brexit o en la Francia de Le Pen, por no hablar de la Rusia de Putin. La “resistencia” de unas sociedades cada vez más conservadoras ante unos cambios que viven como una amenaza, difíciles de asimilar y en las que una parte del elemento masculino tradicional lucha por no verse diluido en la ola de la igualdad.

Pero no estamos, como decía el periodista Pedro Rodríguez hace unos días, ante la “internacional de la testosterona”. No se trata más que de los coletazos -por muy duros que parezcan- de un proceso de cambio que es imparable. Nadie realmente en Occidente se plantea renunciar a terminar con los desequilibrios de género. Prueba de ello puede ser, aunque en otro tiempo pudiera parecer paradójico, que muchos de los partidos europeos que comparten con Trump un discurso populista, xenófobo, antislam y antinmigración, están liderados por mujeres. Y aunque los temas de género no forman parte de sus programas, tratan de ganar el voto femenino con cuestiones como la defensa de los derechos de la mujer frente a la “amenaza” de los inmigrantes musulmanes.

Ahora bien, junto a la “resistencia” del hombre blanco, estamos viendo también la emergencia de una resistencia occidental por los derechos de las mujeres. Si durante las últimas décadas hemos asistido por lo general a una revolución silenciosa -tras las duras luchas anteriores, desde las sufragistas hasta las huelguistas que reclamaban la igualdad salarial- en estos meses recientes asistimos a una amplísima movilización. El caso más evidente es el de la Marcha de las Mujeres, celebrada al día siguiente de la toma de posesión de Trump, que, según los organizadores, logró reunir a más de 5 millones de personas en todo el mundo, 1 millón solo en Washington; para el 8 de marzo han convocado el Día sin mujeres, para reconocer el valor económico que el conjunto de éstas aportan al sistema. Pero la contestación no procede solo de Estados Unidos. En Polonia, miles de mujeres y hombres han salido a la calle para protestar por los cambios que el Gobierno quería introducir en la ley del aborto, haciéndola aún más restrictiva; las manifestaciones hicieron retroceder al Ejecutivo en sus planes. En diversos países de América Latina, clamaron contra los feminicidios y la violencia contra las mujeres, una plaga que queda en la mayoría de los casos impune. El mensaje es: aún queda mucho para alcanzar la igualdad real, pero no pensamos retroceder un paso.

La batalla también se extiende a otras regiones, todavía con más complejidad. En numerosos lugares de África, de Oriente Medio, de Asia, la igualdad es todavía un objetivo lejano, pero también allí el movimiento, con muchas más dificultades, eso sí, está en marcha.

Desde este medio siempre hemos querido recoger los desafíos y los logros de las mujeres en todo el mundo. Y lo seguiremos haciendo activamente. También queremos contribuir, en la medida de nuestras posibilidades, a la visibilidad y la presencia de mujeres en todos los ámbitos de las relaciones internacionales. Como en muchos otros campos, están -estamos-, pero no se nos ve. La mayoría de los foros, de los espacios de debate, de los medios, siguen estando, vergonzosamente, protagonizados por hombres.

Por eso, de modo simbólico, todos nuestros contenidos de esta semana, que culminan este 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, han sido escritos por mujeres. Mujeres que saben de Europa, y de América, y de Oriente Medio, y de democracia, y de populismos… y de mujeres. A todas ellas, y a todos los que luchan por que en algún momento se alcance una auténtica igualdad, felicidades en este día, que es el suyo.