Una de las grandes tareas del proyecto europeo sigue pendiente: los ciudadanos tienen que sentir que su opinión cuenta y sirve para elegir el futuro de la UE.

El 26 de mayo las instituciones europeas afrontaron uno de sus trances más complicados. Por vez primera desde que existen elecciones al Parlamento Europeo los umbrales de incertidumbre, en relación con su desenlace, eran muy elevados. Los resultados no han decepcionado. La clásica gran coalición entre socialistas y populares ya no suma, y las decisiones se tendrán que tomar junto con otros grupos políticos que han adquirido más presencia en la cámara, Verdes, Liberales y, también, los grupos que se configuren en el espectro político de la extrema derecha, en sus distintas variables, tendrán algo que decir.

Los partidos tradicionales plantearon estas elecciones como un referéndum a la totalidad de lo que representaba el proyecto europeo tal y como se ha entendido hasta la fecha. Un proyecto impulsado desde las elites políticas en un contexto de postguerra europeo con la intención de reconstruir un continente en paz y sobre la base de la recuperación económica. Desde que surgió esta idea ningún grupo ha tenido la suficiente fortaleza y voluntad política como para impugnar este proceso tal y como estaba planteado desde sus inicios… hasta ahora.

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Personas caminan durante las elecciones en la sede del partido alemán CDU en Berlín. Sean Gallup/Getty Images.

A lo largo de estos años, se han podido ir observando distintas señales de alarma sobre la creciente desafección política alimentada por unas políticas cada vez más austeritarias y menos redistributivas que han ido quedando reflejadas en la participación. Sin embargo, por el momento, no se han propuesto modificaciones estructuralmente democratizadoras en el sistema político de la UE, a pesar de la tendencia de la participación, que no ha dejado de descender desde 1979 cuando se alcanzó el 61,99% hasta 2014 dónde se tocó suelo con el 42,61%. Tras el 26M parece que se abre una puerta a la esperanza al alcanzar el 50,5%, revirtiendo así esta tendencia, incluso en ausencia de un sólo demos europeo. Sería, por tanto, falaz ignorar que, en gran medida, los ciudadanos europeos han votado en clave nacional y no europea, lo que permite explicar, según cada particularidad, la mayor o menor movilización, así como el sentido ideológico de la misma.

En las elecciones europeas la ausencia de participación ha sido la tónica general, en gran medida auspiciada por la dejadez con la que los partidos políticos han tratado la cuestión europea. Este hecho las ha convertido en comicios de segundo nivel. En el contexto español es muy evidente la desaparición de las cuestiones europeas en elecciones generales, pero también, incluso en las propias europeas, donde la lectura de la contienda política se realiza de manera cuasi permanente en clave nacional, como estamos pudiendo comprobar durante los últimos días.

El fracaso del proyecto constitucional europeo dejó en evidencia el agotamiento del modelo de integración utilizado hasta entonces. El modelo de convención, de nuevo pilotado desde las elites con una limitada participación de la sociedad civil organizada, no conectó con la ciudadanía. Desde entonces se han impulsado varios planes B desde Bruselas con la intención de dar una imagen más democrática del proyecto. Frente a las críticas sobre el déficit democrático de la UE, se incorporaron instrumentos a través del Tratado de Lisboa para fomentar la participación de las sociedades como las consultas ciudadanas o la ampliación de las competencias colegislativas del Parlamento Europeo. Todo en vano. Es importante no dejarnos atrapar por el espejismo que podría producirnos el incremento de la participación durante este último proceso.

Con los resultados provisionales de las elecciones europeas estamos en condiciones de afirmar que va a haber cambios profundos en el seno del Parlamento, el Consejo y la Comisión en lo relacionado con las alianzas e intereses que se van a dejar ver, tal y como pudimos comprobar durante el debate de los spitzenkandidaten (candidatos oficiales de cada partido), donde el fin de la coalición de facto entre socialistas y populares ya se pudo percibir. Los debates que tendremos ocasión de presenciar serán, con toda certeza, más políticos, más ideológicos. Y esta politización del debate europeo será vital para atraer la atención de la ciudadanía, hacer revivir el proyecto europeo y revertir la desafección ciudadana. Y lo que se venía anunciando está viéndose reflejado en el debate que se ha comenzado a producir en el marco de las instituciones, especialmente en el Consejo, donde el Partido Popular Europeo (PPC) está encontrándose aislado frente a la alianza entre socialistas y liberales liderada por Pedro Sánchez y Emmanuel Macron, respectivamente, apoyados también por el grupo de los Verdes. Parece que ha llegado el momento en el que las políticas que tengan que salir de las instituciones comunitarias pierdan una parte sustantiva de la supuesta neutralidad y, por tanto, el ciudadano medio pueda comenzar a distinguir resultados diferentes en función de las alianzas que se consigan articular.

Sin embargo, la politización no será suficiente para recuperar (o incluso ganar) la confianza de la ciudadanía que continuará viendo desde la barrera discusiones en las que no siente que participa de manera activa. Porque la UE no es una democracia y porque la Unión no es un Estado, sino que es algo diferente. Es imprescindible para los electores europeos que empiecen a sentir que su opinión cuenta y sirve para elegir el rumbo que la UE debe tomar. Por tanto, sin una profunda democratización del sistema en la que la ciudadanía tome parte activa, no parece que eso se vaya a conseguir. Uno de los anatemas esenciales de cualquier democracia es precisamente la capacidad de los electores para elegir entre opciones diferentes con soluciones distintas ante las demandas de la sociedad. Esto es precisamente lo que se ha hurtado a la ciudadanía europea hasta ahora. El único instrumento que puede crear una ciudadanía europea, un demos, como tal es, sin duda, la conformación de un sistema europeo radicalmente democrático. Un sistema dónde cuando votemos tengamos claro que el poder ejecutivo tomará el camino que la mayoría haya elegido, y no el de la mezcla de intereses nacionales. Parece bastante evidente que la solución para incrementar el interés en Europa no pasa por el lanzamiento de nuevas propuestas para mantener entretenidos a think tanks e institutos de investigación con consultas ciudadanas que no van a ningún sitio.

Sin embargo, parece evidente que, si bien los resultados electorales han provocado un aumento de la politización de los debates en el seno de las instituciones, no es menos cierto que la lucha contra el déficit democrático va a encontrarse con fuertes  resistencias procedentes de los Estados. No parece que ninguno de ellos quiera ceder poder político en aras de la creación de un acto internacional con entidad propia. Incluso, se podría afirmar, que más bien al contrario, los movimientos que estamos viendo en los primeros compases de este nuevo ciclo político nos llevan en la dirección contraria. De hecho, está observándose una mayor interferencia de los Estados frente al Parlamento en el proceso de toma de decisiones sobre la elección de los principales cargos institucionales. Y el debate en torno a la elección del Presidente de la Comisión así lo demuestra. Ni Manfred  Weber ni Frans Timmermans, los candidatos naturales para el puesto, parece que vayan a hacerse con él, y ahí tiene mucho que ver cuál está siendo la voluntad política de los Estados y los grupos que estos controlan.

Más allá de intergubernamentalismos y federalismos, tanto la politización como la democratización van a ser procesos esenciales que determinarán, si ambos se producen, la naturaleza, los objetivos y el papel que la UE debe jugar en el tablero global.