Por qué Estados Unidos debe retirarse de la OTAN.   

 

PODER POPULAR
¿Quién tiene la mayoría de las tropas? Si se incluye a los reservistas, el Ejército ruso es ocho veces superior en tamaño al de estados Unidos, con la friolera de 21 millones de soldados frente a 2,5 millones. Otros países tam­bién tienen vastas reservas, sobre todo corea del norte y del Sur, cada uno con 4,5 millones siempre a su entera disposición. En cuanto a los ejércitos regulares, con unos 2,2 millones de soldados, las Fuerzas Armadas chinas son las mayores del mundo, casi el do­ble de su poco amigable vecino India.

Durante el desastroso siglo XX, cada vez más habitantes del mundo democrático y liberal llegaron a la conclusión de que la guerra no compensa y no suele servir para nada. Como relata el historiador James Sheehan en su excelente libro ¿Dónde se han ido todos los soldados?, los países con la mayor capacidad de emplear la fuerza para lograr sus objetivos políticos perdieron el entusiasmo por hacerlo. Con el tiempo, renunciaron a la guerra.

Como es natural, siguió habiendo algunas excepciones. Estados Unidos e Israel han mantenido su empeño en controlar el conflicto y demostrar su utilidad.

El caso de Europa es distinto. Al inicio de este siglo, hacía ya mucho tiempo que los europeos habían dejado de encontrarle el gusto a la batalla. No fue un cam­bio meramente político. Fue un cambio profundamente cultural.

La cuna de la civilización occidental –e incubadora de ambiciones que bañaron en sangre la era contempo­ránea– se había apartado por completo del belicismo. Como consecuencia, por más dispuestos que puedan es­tar los europeos actuales a gastar dinero en poner al día los museos militares o a mantener los monumentos de guerra, se han vuelto verdaderamente tacaños a la hora de crear y equipar ejércitos capaces de luchar. Es muy probable que esta pacificación de Europa sea irrever­sible. Pero, incluso aunque fuera posible reavivar una inclinación a la guerra entre los habitantes, por ejemplo, de Alemania y de Francia, ¿para qué iba a intentarlo na­die en su sano juicio? ¿Por qué no dejar que los europeos se dediquen a su interminable proyecto de unificación, que impide que se metan en líos?

Sin embargo, a Washington le cuesta aceptar ese ex­traordinario regalo –adquirido en parte mediante el sacrificio de soldados estadounidenses–: una Europa que ha dejado las armas. Los sucesivos gobiernos en la Casa Blanca han presionado, coaccionado, tratado de convencer y abrumado a las democracias europeas para que asuman una mayor parte de responsabilidad en las tareas de mantener el orden mundial y hacer respetar las reglas liberales.

En términos concretos, este intento de reanimar el espíritu marcial de Europa ha encontrado su expresión en el intento de convertir la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), que es una alianza defensiva, en un instrumento de proyección de poder. El objetivo de Washington es éste: tómese una organización inspirada en la guerra fría, pensada para mantener controlados a los alemanes, apartados a los rusos e incluidos a los estadounidenses, y conviértase después ese periodo en una estructura en la que Europa ayude a sostener la globalización estadounidense sin que, por supuesto, se le permita verdaderamente voz ni voto en la estrategia política de Estados Unidos.

Los aliados no se han mostrado complacientes. Es verdad que la OTAN ha crecido –hace 20 años había 16 Estados miembros, hoy son 28–, pero el crecimiento ha pagado un precio en cohesión. La Alianza Atlántica, considerada en otro tiempo una organización de gran capacidad de acción, parece hoy un club en el que puede entrar prácticamente cualquiera; los últimos, potencias militares de tanto calado como Albania y Croacia.

Un club con pocas exigencias para entrar en él no puede inspirar respeto ni siquiera entre sus propios miembros. Por ejemplo, el objetivo de gastos de defensa acor­dado en la OTAN no es más que un 2% del PIB. El año pasa­do, aparte de Estados Uni­dos, no hubo más que cua­tro Estados miembros que lo cum­plieran.

El Coman­dante Supre­mo Aliado en Europa (SACEUR en sus siglas en inglés) –que siempre ha sido y es un general esta­dounidense– sigue presidiendo con todo esplendor el cuartel general militar de la OTAN en Bélgica. Pero el SACEUR tiene tanto poder real como el rector de una universidad más o menos grande. No es un comandante. Es un suplicante. El impresionante título que ostenta el cargo, un vestigio de la Segunda Guerra Mundial, no es más que honorífi­co, como llamar a Elvis Presley el Rey o a Bruce Springs­teen el Jefe.

Afganistán constituye el indicador más importante de hacia dónde se encamina el intento de Washington de cul­tivar una nueva OTAN que haga demostraciones de fuer­za; es la prueba decisiva para saber si la Alianza es capaz de llevar a cabo misiones a gran escala fuera de su ámbito. Y, después de ocho años, los resultados son decepcionan­tes. Hay pocas quejas sobre el valor y la entrega de los soldados de la OTAN. Pero hay muchísimas sobre lo limi­tado de su número y lo insuficiente de su equipamiento. Un factor que ha complicado enormemente las cosas es la tendencia de los gobiernos nacionales a imponer restric­ciones sobre dónde y cómo pueden actuar sus fuerzas. El resultado ha sido disfuncional.

 

 

Cuando se filtró el año pasado a los medios de comu­nicación la famosa valoración del general Stanley Mc­Chrystal sobre la situación en Afganistán, casi todos los observadores se centraron en su petición de más tropas estadounidenses. Sin embargo, el informe incluía también una feroz exigencia de cambios en la Fuerza Internacio­nal de Asistencia para la Seguridad (en inglés, ISAF). “La ISAF cambiará su cultura operativa… La ISAF cambiará su forma de trabajar”, escribió. “El cuartel subordinado de la ISAF debe dejar de librar campañas separadas”. El general no encontró prácticamente nada digno de elogio en la actuación de la ISAF.

EJÉRCITOS DE GENERALES

Pero las perspectivas de McChrystal para arreglar la ISAF se topan con dos datos inamovibles. En primer lugar, los gobiernos europeos dan prioridad al bienestar social por delante de cualquier otra preocupación, incluida la financiación de sus fuerzas armadas. En segundo lugar, tienen muy escasos deseos de sufrir bajas. Por consiguiente, la tibia y condicionada reacción europea a la petición de refuerzos de McChrystal –un par de batallones aquí, unas docenas de entrenadores allá, un poco de contabilidad cretiva para que unidades que se desplegaron hace meses figuren como recién llegadas– no debe sorprender a nadie.

Eso no quiere decir que la OTAN no tenga ningún valor. Lo que indica es que depender de la Alianza Atlántica para sostener una prolongada lucha contra la insurgencia, con el fin de llevar a los afganos a rastras a la modernidad, tiene tanto sentido como esperar que la guerra contra las drogas elimine el apetito mundial por distintas sustancias prohibidas. No va a poder ser.

Para que la OTAN tenga futuro, debe encontrarlo donde comenzó la organización: en Europa. La misión original de la OTAN era garantizar la seguridad de las democracias europeas, y no ha perdido ni un ápice de relevancia. Aunque la amenaza soviética ha desaparecido, Rusia sigue existiendo. Y Rusia, aunque ya no sea una superpotencia militar, no es precisamente un país partidario del statu quo. El Kremlin cultiva quejas y resentimientos, entre otras cosas por la expansión de la OTAN hacia el Este.

Así pues, que la OTAN se ocupe de este nuevo (o residual) problema ruso. Los europeos actuales –incluso aquellos con mayor aversión a la guerra– son perfectamente capaces de organizar las defensas necesarias para desviar una amenaza del Este muy disminuida. ¿Por qué no dejar que sean los ciudadanos de Francia y de Alemania quienes garanticen la integridad territorial de Polonia y de Lituania, en vez de exigir en vano que los europeos asuman unas responsabilidades que no pueden ni quieren asumir al otro lado del mundo? Como cuando Nixon viajó a Pekín, como cuando Sadat voló a Jerusalén, como cuando Reagan decidió que Gorbachov era un nuevo tipo de dirigente, Estados Unidos debe atreverse a hacer lo impensable: dejar que la OTAN se convierta en una organización europea, dirigida por europeos para cubrir necesidades europeas, para defender la seguridad y el bienestar de una Europa unida, libre y sobradamente capaz de ocuparse de sus propios asuntos.

Como sucedió con Nixon, Sadat y Reagan, cuando se haya hecho, todo el mundo preguntará: ¿por qué no lo pensamos antes?