Para Naciones Unidas, tener importancia puede ser casi tan peligroso como
no tenerla. En un año, el Gobierno de Bush ha pasado de hostigar al
organismo a rogarle su ayuda. Se están creando o ampliando misiones
de paz de la ONU en Burundi, República Democrática del Congo,
Haití y Costa de Marfil. A finales de 2004, seguramente, estarán
en acción más cascos azules que nunca.

"La idea de que la ONU puede seguir
avanzando a trompicones, pese a su atrofia actual, resulta muy atractiva
en todo el mundo. Pero creer que las condiciones actuales son suficientes
es arriesgado"

Aunque algunos defensores de la ONU muestran su satisfacción por el
hecho de que el mundo depende cada vez más de ella, no están
las cosas como para alardear. La pesada responsabilidad recae sobre los hombros
de una institución que los gobiernos nacionales han mantenido débil
a propósito. Después de 60 años, la maquinaria de Naciones
Unidas no ha estado nunca tan mal preparada, y su credibilidad ha caído
en picado. Las grandes potencias, concentradas en el terrorismo y la seguridad
nacional, ponen en manos de la ONU otras tareas, esenciales pero desagradecidas,
que antes quizá hubieran abordado ellos (o ignorado). Sin cambios importantes,
es muy posible que la organización se derrumbe bajo las presiones crecientes.

La idea de que Naciones Unidas puede seguir avanzando a trompicones, pese
a su atrofia actual, resulta tremendamente atractiva en las capitales de todo
el mundo; pero creer que las condiciones actuales son suficientes es arriesgado.
Por desgracia, la mayoría de los que podrían cambiar la organización
están interesados en resistirse. Ninguno de los miembros permanentes
del Consejo de Seguridad está dispuesto a renunciar al derecho de veto;
los países más pequeños están felices con su voto
en la Asamblea General, que cuenta tanto como el de los grandes; a los regímenes
represivos les encanta participar en los organismos de derechos humanos, porque
les permite sabotear resoluciones embarazosas, y las potencias occidentales,
cuyos soldados y recursos se necesitan para reforzar las actividades de pacificación
de la ONU, tienen otras prioridades. Incluso dentro del organigrama de la organización,
muchos veteranos se resisten a reformas drásticas. Y, aunque los funcionarios
de la organización, incluido el secretario general, se dan siempre prisa
(y con razón) en achacar a los Estados miembros las limitaciones, pocas
veces encuentran el valor para señalar los países concretos que,
con su obstinación, tacañería y abusos, socavan la Carta
de Naciones Unidas.

Por supuesto, muchas de las críticas dirigidas contra la organización
son injustas. Es un lugar para que los Estados se enfrenten o negocien con
arreglo a lo que dicten sus intereses nacionales. Y, desde el punto de vista
operativo, la organización lleva a cabo numerosas tareas indispensables:
alimentar, dar refugio e inmunizar a millones de personas, e incluso, de vez
en cuando, desarmar a algún dictador iraquí. Pero la reputación
de la ONU, hoy día, depende de la actuación y la supuesta legitimidad
de tres de sus componentes más visibles: el Consejo de Seguridad, la
Comisión de Derechos Humanos y los encargados del mantenimiento de la
paz. Todos necesitan que los reformen o los rescaten.

Ilustración sobre el hiperconsumismo

La existencia de miembros permanentes en el Consejo de Seguridad –concedida
a los vencedores de la Segunda Guerra Mundial y Francia– es anacrónica.
El Reino Unido y Francia no pueden afirmar con justicia que poseen dos quintas
partes de la autoridad legal del mundo. En otro tiempo, los cinco miembros
permanentes representaban casi el 40% de la población mundial; ahora,
el 29%. La mayor democracia del mundo (India) está excluida; también
lo están potencias regionales como Nigeria y Brasil, por no hablar de
todo el mundo islámico. Los miembros permanentes son los que deciden
cuándo una serie de atrocidades justifica la intervención humanitaria,
pero en esa decisión intervienen dos de los que más violaciones
de los derechos humanos cometen (Rusia y China) y un país (EE UU) que
se considera exento de la mayoría de los tratados internacionales sobre
la materia. Aunque, en algunos casos, todavía despierta codicia, el
imprimatur del Consejo está perdiendo su brillo a toda velocidad.

La Comisión de Derechos Humanos, el foro de 53 Estados con sede en
Ginebra, se ha convertido en una farsa politizada. Como acepta a todos los
que acuden, entre sus miembros se encuentran algunos de los regímenes
más crueles del mundo. Libia presidió la Comisión el año
pasado, y este año se incorporó Sudán, que está en
plena limpieza étnica de cientos de miles de africanos en Darfur. Hasta
que la pertenencia no lleve asociadas determinadas responsabilidades, la institución
acogerá a demasiados violadores de los derechos humanos y no condenará a
los suficientes.

Cuando los Estados del Consejo de Seguridad le dicen al secretario general
que envíe tropas a una región, sus pacificadores, muchas veces,
se enfrentan a tareas imposibles. Las zonas de conflicto en las que se adentran
están entre las más traicioneras del mundo, pero son siempre
aquellas en las que Occidente no tiene en juego grandes intereses económicos
ni de seguridad. No es coincidencia que los soldados carezcan siempre de los
medios suficientes para mantener la paz. En los 90, los cascos
azules
encadenados
a las farolas serbias se convirtieron en símbolos de la impotencia de
la comunidad internacional, cuando las potencias occidentales enviaron tropas
mal armadas a Ruanda y a la antigua Yugoslavia, sin el mandato ni los medios
necesarios para detener el genocidio. Para adaptarse al inesperado aumento
de la demanda de fuerzas de pacificación el año pasado, Kofi
Annan (a quien le gusta decir, en broma, que "SG" significa "scapegoat", "chivo
expiatorio") ha pedido más tropas, recursos de información
y apoyo logístico, además de la posibilidad de pedir refuerzos.

El dinero para las misiones de pacificación ha aumentado algo, pero
hacen falta 1.000 millones de euros más y, lo que es más importante,
soldados de las grandes potencias, que en los últimos años sólo
han suministrado unos centenares. Los países que sí aportan fuerzas
considerables –como Pakistán, Bangladesh, Uruguay y Nigeria– lo
hacen, a menudo, atraídos por el dinero y el equipamiento militar que
reciben a cambio. No es extraño que el mando de esas fuerzas se venga
abajo con frecuencia. Así, el Consejo de Seguridad volverá a
empujar a la ONU al fracaso, y pondrá en peligro a millones de civiles
que no tienen más remedio que confiar en la bandera azul celeste. En
gran parte, EE UU y otros países miembros tienen la ONU que quieren
y merecen. Pero los partidarios de su reforma deben ver el atolladero de Irak
como una oportunidad. En vez de pensar que el nuevo papel central de la institución
mundial es una prueba de éxito, el secretario general debe intentar
imbuir algo de sentido común a los Estados miembros, que se empeñan
en creer que una ONU renqueante puede hacer frente a los enormes retos del
siglo xxi. Dag Hammarskjöld, segundo secretario general de Naciones Unidas,
solía decir que la organización no se había creado para
llevar a la humanidad al cielo, sino para salvarla del infierno. Pero hasta
para escapar del infierno hace falta una organización capaz de hacer
su trabajo.

Dejar la ONU como está. Samantha Power

Para Naciones Unidas, tener importancia puede ser casi tan peligroso como
no tenerla. En un año, el Gobierno de Bush ha pasado de hostigar al
organismo a rogarle su ayuda. Se están creando o ampliando misiones
de paz de la ONU en Burundi, República Democrática del Congo,
Haití y Costa de Marfil. A finales de 2004, seguramente, estarán
en acción más cascos azules que nunca.

"La idea de que la ONU puede seguir
avanzando a trompicones, pese a su atrofia actual, resulta muy atractiva
en todo el mundo. Pero creer que las condiciones actuales son suficientes
es arriesgado"

Aunque algunos defensores de la ONU muestran su satisfacción por el
hecho de que el mundo depende cada vez más de ella, no están
las cosas como para alardear. La pesada responsabilidad recae sobre los hombros
de una institución que los gobiernos nacionales han mantenido débil
a propósito. Después de 60 años, la maquinaria de Naciones
Unidas no ha estado nunca tan mal preparada, y su credibilidad ha caído
en picado. Las grandes potencias, concentradas en el terrorismo y la seguridad
nacional, ponen en manos de la ONU otras tareas, esenciales pero desagradecidas,
que antes quizá hubieran abordado ellos (o ignorado). Sin cambios importantes,
es muy posible que la organización se derrumbe bajo las presiones crecientes.

La idea de que Naciones Unidas puede seguir avanzando a trompicones, pese
a su atrofia actual, resulta tremendamente atractiva en las capitales de todo
el mundo; pero creer que las condiciones actuales son suficientes es arriesgado.
Por desgracia, la mayoría de los que podrían cambiar la organización
están interesados en resistirse. Ninguno de los miembros permanentes
del Consejo de Seguridad está dispuesto a renunciar al derecho de veto;
los países más pequeños están felices con su voto
en la Asamblea General, que cuenta tanto como el de los grandes; a los regímenes
represivos les encanta participar en los organismos de derechos humanos, porque
les permite sabotear resoluciones embarazosas, y las potencias occidentales,
cuyos soldados y recursos se necesitan para reforzar las actividades de pacificación
de la ONU, tienen otras prioridades. Incluso dentro del organigrama de la organización,
muchos veteranos se resisten a reformas drásticas. Y, aunque los funcionarios
de la organización, incluido el secretario general, se dan siempre prisa
(y con razón) en achacar a los Estados miembros las limitaciones, pocas
veces encuentran el valor para señalar los países concretos que,
con su obstinación, tacañería y abusos, socavan la Carta
de Naciones Unidas.

Por supuesto, muchas de las críticas dirigidas contra la organización
son injustas. Es un lugar para que los Estados se enfrenten o negocien con
arreglo a lo que dicten sus intereses nacionales. Y, desde el punto de vista
operativo, la organización lleva a cabo numerosas tareas indispensables:
alimentar, dar refugio e inmunizar a millones de personas, e incluso, de vez
en cuando, desarmar a algún dictador iraquí. Pero la reputación
de la ONU, hoy día, depende de la actuación y la supuesta legitimidad
de tres de sus componentes más visibles: el Consejo de Seguridad, la
Comisión de Derechos Humanos y los encargados del mantenimiento de la
paz. Todos necesitan que los reformen o los rescaten.

Ilustración sobre el hiperconsumismo

La existencia de miembros permanentes en el Consejo de Seguridad –concedida
a los vencedores de la Segunda Guerra Mundial y Francia– es anacrónica.
El Reino Unido y Francia no pueden afirmar con justicia que poseen dos quintas
partes de la autoridad legal del mundo. En otro tiempo, los cinco miembros
permanentes representaban casi el 40% de la población mundial; ahora,
el 29%. La mayor democracia del mundo (India) está excluida; también
lo están potencias regionales como Nigeria y Brasil, por no hablar de
todo el mundo islámico. Los miembros permanentes son los que deciden
cuándo una serie de atrocidades justifica la intervención humanitaria,
pero en esa decisión intervienen dos de los que más violaciones
de los derechos humanos cometen (Rusia y China) y un país (EE UU) que
se considera exento de la mayoría de los tratados internacionales sobre
la materia. Aunque, en algunos casos, todavía despierta codicia, el
imprimatur del Consejo está perdiendo su brillo a toda velocidad.

La Comisión de Derechos Humanos, el foro de 53 Estados con sede en
Ginebra, se ha convertido en una farsa politizada. Como acepta a todos los
que acuden, entre sus miembros se encuentran algunos de los regímenes
más crueles del mundo. Libia presidió la Comisión el año
pasado, y este año se incorporó Sudán, que está en
plena limpieza étnica de cientos de miles de africanos en Darfur. Hasta
que la pertenencia no lleve asociadas determinadas responsabilidades, la institución
acogerá a demasiados violadores de los derechos humanos y no condenará a
los suficientes.

Cuando los Estados del Consejo de Seguridad le dicen al secretario general
que envíe tropas a una región, sus pacificadores, muchas veces,
se enfrentan a tareas imposibles. Las zonas de conflicto en las que se adentran
están entre las más traicioneras del mundo, pero son siempre
aquellas en las que Occidente no tiene en juego grandes intereses económicos
ni de seguridad. No es coincidencia que los soldados carezcan siempre de los
medios suficientes para mantener la paz. En los 90, los cascos
azules
encadenados
a las farolas serbias se convirtieron en símbolos de la impotencia de
la comunidad internacional, cuando las potencias occidentales enviaron tropas
mal armadas a Ruanda y a la antigua Yugoslavia, sin el mandato ni los medios
necesarios para detener el genocidio. Para adaptarse al inesperado aumento
de la demanda de fuerzas de pacificación el año pasado, Kofi
Annan (a quien le gusta decir, en broma, que "SG" significa "scapegoat", "chivo
expiatorio") ha pedido más tropas, recursos de información
y apoyo logístico, además de la posibilidad de pedir refuerzos.

El dinero para las misiones de pacificación ha aumentado algo, pero
hacen falta 1.000 millones de euros más y, lo que es más importante,
soldados de las grandes potencias, que en los últimos años sólo
han suministrado unos centenares. Los países que sí aportan fuerzas
considerables –como Pakistán, Bangladesh, Uruguay y Nigeria– lo
hacen, a menudo, atraídos por el dinero y el equipamiento militar que
reciben a cambio. No es extraño que el mando de esas fuerzas se venga
abajo con frecuencia. Así, el Consejo de Seguridad volverá a
empujar a la ONU al fracaso, y pondrá en peligro a millones de civiles
que no tienen más remedio que confiar en la bandera azul celeste. En
gran parte, EE UU y otros países miembros tienen la ONU que quieren
y merecen. Pero los partidarios de su reforma deben ver el atolladero de Irak
como una oportunidad. En vez de pensar que el nuevo papel central de la institución
mundial es una prueba de éxito, el secretario general debe intentar
imbuir algo de sentido común a los Estados miembros, que se empeñan
en creer que una ONU renqueante puede hacer frente a los enormes retos del
siglo xxi. Dag Hammarskjöld, segundo secretario general de Naciones Unidas,
solía decir que la organización no se había creado para
llevar a la humanidad al cielo, sino para salvarla del infierno. Pero hasta
para escapar del infierno hace falta una organización capaz de hacer
su trabajo.

Samantha Power es profesora de Política
Pública en la JFK School of Government de la Universidad de Harvard
y autora de
A Problem from Hell: America and the Age of Genocide (HarperCollins, Nueva
York, 2003), premio Pulitzer en 2003.