La pantalla ilumina su rostro, mientras sus dedos se deslizan veloces sobre el teclado. Afuera la vida transcurre, los autos tocan el claxon y un perro pasa de prisa frente a la puerta. Tal pareciera que al cruzar el umbral de la casa la vida tecnológica tendrá que ceder ante la realidad, pero a principios de este tercer milenio ya es imposible deslindar el mundo virtual de este otro concreto y físico que nos rodea. Caminar por las aceras, asomarse a las esquinas, intercambiar palabras con los amigos, siempre tiene algún que otro componente anclado a ese universo de píxeles y kilobytes.
Un blogger es además una criatura mestiza, parada entre dos dimensiones. Por un lado la superficie donde habita y por otro un ciberespacio de infinitas posibilidades para la expresión y la creación. Eslabón perdido entre tantos fenómenos: el periodismo y la escritura digital; la era de los expertos de Internet y las de los advenedizos de la Red; la protesta de adoquín en mano y las nuevas demandas cívicas vía Facebook o Change.org. El dilema entre vivir o narrar los que nos pasa vía Twitter; observar o hacer clic con la cámara del iPhone; amar o enviar un emoticón de rostro sonriente al móvil de nuestra pareja. La disyuntiva de si comportarnos solo como ciudadanos en la gran telaraña global o hacerlo también en este mundo de cláxones que suenan, perros que pasan y cuerpos que sienten.
Cuando hablamos de ser un internauta en este siglo XXI, estamos incluyendo en esa palabra el concepto de responsabilidad. La responsabilidad de asumir una voz pública, aunque nos escondamos detrás de un seudónimo. La responsabilidad de exponer a la mirada de millones de potenciales lectores nuestras opiniones. El costo personal y social de tamaña osadía comienza a sentirse de inmediato en mayor o menor grado. El vecino que nos dice “te leí” mientras esboza una sonrisa de complicidad, el contrincante que desvirtúa nuestras palabras para presentarlas como lo contrario y hasta los aludidos en nuestro escrito que dirán “¿y a ti por qué te ha dado por contar todo eso?”. Una vez que pasamos esa línea sutil entre el silencio y la expresión en la WWW, ya no habrá paz… pero tampoco aburrimiento.
Si encima de eso, nuestra voz en la web incomoda a algún poderoso, dígase un gran grupo empresarial o un gobierno autoritario, entonces los efectos pueden ser más serios todavía. Tendemos a ser el eslabón más frágil por el que se rompe la cadena. Pero tampoco presentarnos como víctimas se ajusta siempre a la verdad. Ver al blogger como un pequeño David enfrentado a la fuerza descomunal del Goliat del oficialismo o de los monopolios corporativos, ha generado un esquema del que vale la pena salirse. La tecnología no tiene una ética en sí misma, de ahí que adopte parte de la personalidad y del comportamiento de quien la usa. ...
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