Profirio Lobo, presidente electo de Honduras.

 

Es verdad que Honduras es un país pequeño e irrelevante para la comunidad internacional. Pero en Honduras se juega no sólo el futuro político de sus siete millones y medio de habitantes, sino el de la democracia latinoamericana. Reconocer unas elecciones convocadas y preparadas por un Jefe de Estado impuesto por la fuerza militar y con el presidente electo encarcelado en la Embajada de Brasil es retroceder al oscuro y no tan lejano tiempo de las dictaduras latinoamericanas.

¿Qué diálogo puede ofrecer un presidente que "limpió" un golpe de Estado y salió de una elección que no observó nadie?

Reconocer a Pepe Lobo como presidente de Honduras es legitimar una democracia electoral tutelada por las Fuerzas Armadas y la élite tradicional del país, no nos engañemos. ¿Qué diálogo puede ofrecer un presidente que "limpió" un golpe de Estado y salió de una elección que no observó nadie? ¿Cómo puede reconciliarse con la otra parte del país que votó por Zelaya si el Congreso decidió no reinstaurarle en el poder? Ignorar estos hechos es grave. Reconocer estas elecciones y sus dudosos resultados significa hacerse partícipe de un juego político en condiciones antidemocráticas. Ante las sospechas de fraude, en Honduras ni siquiera hay la democracia electoral que la comunidad internacional suele aceptar como mínimo denominador común.

Resignarse porque Honduras es pequeño es un error garrafal que puede costar muy caro al crear un peligroso antecedente en la región. Si la comunidad internacional da su visto bueno, ofrece un cheque en blanco a los militares de otros países para tutelar la política y deshacerse de presidentes incómodos por encargo de determinados grupos de influencia. ¿Es ésta la democracia que queremos y apoyamos en América Latina? Entonces tendremos que aceptar que mañana saquen a otro presidente en pijama del poder para poner a uno que convenga más y mirar hacia otro lado.

Reconocer las elecciones es dar la razón al Gobierno de Micheletti que al final ha aguantado más que la comunidad internacional. Esta telenovela empezó bien y parece terminar mal. Al inicio de la crisis, independientemente de sus preferencias políticas, la comunidad internacional decidió de forma unánime (incluyendo a Estados Unidos) no reconocer su legitimidad. Pero en los seis meses siguientes fracasaron los intentos de Óscar Arias, de la Organización de Estados Americanos (OEA) y de Estados Unidos de encontrar una salida de reconciliación y definir un Gobierno de unidad.

Ahora, la comunidad internacional está, como casi siempre, dividida: Canadá, Costa Rica, Estados Unidos, México, Panamá y Perú reconocen las elecciones, mientras que Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador y Venezuela (entre otros) se niegan a hacerlo. Como no puede ser de otra manera, España y la UE no se deciden y se mueven en el terreno resbaladizo entre ambas posiciones, lo cual tampoco ayuda. Lo que ha ocurrido en Honduras es también el fracaso de la comunidad internacional.

Honduras señala que el consenso en torno a la democracia es cada vez más frágil y está minado por debates ideológicos. Demasiado influenciada por Estados Unidos, la OEA nunca ha sido un mediador ni una instancia neutral. La UE, recordando su compromiso y responsabilidad a raíz del proceso de san José durante la crisis centroamericana, podría haber asumido este papel. Pero ello hubiera requerido un mayor protagonismo del Gobierno de España que, sin levantar sospechas ideológicas, hubiera dejado muy claro que no apoya a Zelaya sino la democracia en Honduras. En este caso, en vez de coordinarse con EE UU que al final dejó desamparada la posición de España, hubiera tenido más sentido apoyar con más firmeza la postura de Lula, que dijo muy claro que Brasilia no reconoce al supuesto ganador de las elecciones. Esta posición común hubiera facilitado también la posibilidad de que la UE se sumara al bloque Brasil-España. Ello no ocurrió porque, entre otras razones, España mantiene relaciones más estrechas con México que con Brasil.

Lo que se juega en Honduras es también la relación entre Estados Unidos y América Latina. Si Estados Unidos quiere promover la democracia, tiene que empezar por respetar los principios democráticos en todos los países, aunque sean pequeños o no les guste un presidente determinado. Tiene que dejar de actuar desde una perspectiva de política interna y percibir la región como parte de su política exterior. Aunque es ciertamente incómodo no reconocer las elecciones, porque significa meterse en problemas, ignorarlos puede tener un coste mucho mayor a largo plazo: su volátil actitud ante la crisis perjudica su relación con Brasil, que ya se vio afectada por el acuerdo militar con Colombia, la distancia vuelve a ser el rasgo principal de la relación interamericana y EE UU sigue perdiendo credibilidad en una región que ya de por sí deposita poca confianza en su vecino del norte.

Aunque ha dejado de ser noticia, el coste del mal desenlace de la crisis política en Honduras es enorme: vuelve el fantasma de la intervención militar y del reconocimiento de elecciones fraudulentas, la esperanza Obama se desvanece, la UE afirma su abandono de una región que marcó el inicio de su relación con América Latina y España no ha sabido aprovechar la oportunidad para crear puentes y construir consensos.