Una bandera de la UE se agita sobre el antiguo templo del Parthenon, encima de la colina de la acrópolis en Atenas (ARIS MESSINIS/AFP/Getty Images).

En contra de lo que cree la mayoría de la gente, las elecciones no son fundamentales para la democracia

El ideal de la democracia es que el gobierno tome el tipo de decisiones que la gente en general tomaría SI tuviera el tiempo, la motivación, la información y los medios necesarios para hacerlo. Nuestros representantes electos no lo hacen. Por supuesto, es imposible que lo haga todo el mundo, ni siquiera sobre una cuestión concreta. Pero sabemos cómo alcanzar ese ideal mediante la combinación de los principios del muestreo científico (seleccionar una minipoblación que sea estadísticamente representativa) con unos procedimientos eficaces de toma de decisiones. La selección aleatoria de cargos públicos mediante este método puede denominarse, simplemente,“sorteo”.

Distingo entre la idea de democracia como consentimiento, en la que la gente escoge entre equipos rivales de aspirantes a gobernar, y como autogobierno, en la que la gente corriente se turna para gobernar.

Para entender esta diferencia puede ser útil esbozar una breve historia de la democracia y las elecciones.

Los orígenes de la democracia suelen situarse en la Antigua Grecia, en particular en Atenas.

La democracia ateniense era esencialmente representativa. En realidad, la Asamblea del Pueblo era una muestra de la ciudadanía. Durante sus reuniones, el 80% de los ciudadanos cualificados estaba en otro lado y haciendo otras cosas. Los asistentes a la asamblea representaban a todos los demás.

El sistema del sorteo se utilizaba para ocupar casi todos los cargos, entre ellos el Consejo de los 500, que elaboraba las resoluciones y el orden del día de las Asambleas. Los tribunales estaban formados por un gran número de ciudadanos seleccionados al azar, y estos jurados elegidos de forma aleatoria podían anular decisiones tomadas por la Asamblea. A los funcionarios públicos los controlaban y supervisaban otros jurados formados al azar. Y, tras las reformas del año 403 a.C., la Asamblea trasladó su competencia legislativa a minipoblaciones formadas aleatoriamente y conocidas como nomothetai.

Los atenienses solo recurrían a las elecciones para cubrir determinados puestos especializados, como los de generales. Para ellos, las elecciones eran una cosa intrínsecamente aristocrática. Aristóteles escribió que “se considera que el nombramiento de magistrados por sorteo es democrático y su elección, oligárquica”. Esta visión de las elecciones como algo aristocrático y el sorteo como algo democrático duró miles de años, y la defendieron filósofos políticos como Rousseau y Montesquieu.

Los atenienses inventaron un sistema de gobierno capaz de funcionar a cualquier escala, en el que los ciudadanos gobernaban a través de instituciones representativas, que elegían fundamentalmente por sorteo. Se denominaba “democracia”.

Réplica de la Diosa de la Democracia de Thomas Marsh en el campus de la University of British Columbia, en Vancouver (CC Leoboudv).

Por el contrario, nuestro sistema para elegir a nuestros representantes no tiene sus orígenes en la democracia.

Los revolucionarios norteamericanos y franceses del siglo XVIII, en general, no eran partidarios de la democracia, que consideraban una forma de que gobernaran las masas y los pobres. Preferían las elecciones (como en la antigua Roma), como alternativa a la aristocracia hereditaria. Y también como alternativa a la democracia. En lugar de permitir el gobierno del pueblo, las elecciones hacían que la gente decidiera qué élites iban a gobernarla. A principios del siglo XIX, varios teóricos políticos como de Tocqueville empezaron a usar la palabra “democracia” para calificar el sistema de elecciones de Estados Unidos. Y en la actualidad, la mayor parte de la gente piensa que democracia quiere decir elecciones.

Para que las elecciones “funcionen”, los votantes necesitan estar bien informados. Cualquier sistema basado en elecciones generales o una participación masiva tiene un fallo fundamental, lo que los economistas llaman “ignorancia racional”. A una persona le cuesta tiempo y esfuerzo vencer su ignorancia. Dado que la probabilidad de que el voto de una sola persona cambie el resultado de unas elecciones a gran escala es verdaderamente pequeña, no parece razonable dedicar demasiados esfuerzos a superar esa ignorancia en ese caso concreto. De ahí el nombre de “ignorancia racional”.

Muchos ciudadanos no se molestan en votar, y los que lo hacen se basan, con frecuencia, en una serie de métodos “heurísticos”, en atajos mentales (que pueden ser partidistas, étnicos, religiosos, identitarios o, sencillamente, la aparición de un candidato seguro de sí mismo en los medios de comunicación). Como consecuencia, muchos votantes son susceptibles a la manipulación y las tácticas de una buena campaña de relaciones públicas. Las elecciones, a menudo, acaban degenerando en una batalla de imagen y connotaciones emocionales, más que de sustancia.

El sorteo ofrece una solución. Con una minipoblación de ciudadanos verdaderamente representativa, cada voto, de pronto, sí es importante, y tienen la motivación y la oportunidad para superar su ignorancia previa. A diferencia de una encuesta de opinión pública (que excluye la deliberación y por tanto refuerza la ignorancia de los ciudadanos), el sorteo utiliza una muestra científica, pero añade un buen proceso democrático (como la reflexión, el conocimiento de los expertos, la resistencia ante la corrupción, etcétera). El sorteo no genera opinión pública, sino juicio público.

La rivalidad electoral empuja a los candidatos a aferrarse a aspectos emocionales y presentar a sus adversarios como tontos o malvados.

El partidismo inherente al electoralismo no suele incorporar ninguna deliberación sustancial entre los miembros de la sociedad. La política suele centrarse en la obtención del poder, y hay poco o ningún interés en buscar soluciones con las que todos salgan ganando.

El sorteo ya lo utilizan los tribunales en los países que seleccionan aleatoriamente a los miembros de un jurado. Pero hoy está renaciendo de manera asombrosa en todo el mundo. Los ciudadanos corrientes escogidos al azar han abordado asuntos políticos importantes. Las Asambleas Ciudadanas en Canadá han elaborado reformas que se han sometido directamente a referéndum.

Estas poblaciones escogidas han

  •  participado en la modificación de las constituciones de Irlanda, Mongola e Islandia,
  • aprobado presupuestos municipales en Australia,
  • revisado leyes de iniciativa ciudadana en el estado de Oregón, en Estados Unidos,
  • hecho recomendaciones sobre muy diversas materias a escala municipal, regional y nacional en España, India, China, Polonia, Holanda, Bélgica y otros países,
  • desarrollado propuestas sobre cómo podrían las minipoblaciones escogidas de forma aleatoria elaborar leyes, supervisar departamentos ejecutivos, luchar contra la corrupción e incluso sustituir del todo las elecciones.

Para contribuir a acabar con el monopolio mental que ejerce sobre nosotros la asociación entre democracia y elecciones, voy a describir brevemente cómo podría funcionar una democracia sin ellas.

  • Sería posible establecer un Consejo Programático, escogido por sorteo, que seleccionara los asuntos sobre los que fuera necesario legislar en el siguiente periodo. Para elegir los temas podrían hacerse valoraciones exhaustivas de riesgos, dado que sus miembros no tendrían incentivo alguno para escoger asuntos que puedan perjudicar al adversario como en las campañas electorales. También podrían emplearse métodos como la participación ciudadana o las peticiones.
  • Se haría un llamamiento para crear Paneles de Intereses voluntarios, aproximadamente de una docena de miembros cada uno, capaces de formular propuestas sobre los temas escogidos. A esos paneles podría incorporarse cualquier ciudadano que lo deseara. También podría recurrirse a la participación ciudadana a través de internet. Ahora bien, como la integración voluntaria puede producir distorsiones, los Paneles de Intereses podrían proponer pero no aprobar nuevas leyes.
  • Las propuestas se remitirían después a minipoblaciones seleccionadas al azar, una Comisión de Evaluación separada para cada área. Estas comisiones deliberarían, escucharían testimonios de expertos y combinarían, revisarían o rechazarían las propuestas de los Paneles de Intereses para elaborar un proyecto de ley definitivo que entonces se sometería al dictamen de un…
  • Jurado político, una minipoblación que fuera verdaderamente representativa de toda la población y que se formaría para estudiar cada proyecto de ley. Este jurado valoraría los argumentos a favor y en contra del borrador y tendría la autoridad definitiva.
  • Dividir las funciones legislativas es una protección contra la concentración de poder y la corrupción. También sería apropiado que unas minipoblaciones especiales contrataran, examinaran y despidieran al jefe del ejecutivo, que sería más un administrador que un líder político.

 

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©Víctor G. Carreño

Cuando se trata de votar en unas elecciones, la experiencia en relaciones públicas y el ego valen más que la competencia a la hora de gobernar. Los miembros de un jurado no tendrían que distraerse en hacer campaña y recaudar fondos, y podrían dedicarse a los asuntos importantes. Como es natural, con una selección aleatoria, siempre habría algún idiota. Pero lo único que nos importa es la competencia global del grupo, no la de cada uno de los miembros. Las investigaciones llevadas a cabo muestran que con un grupo más diverso y más representativo de la población puede ser más fácil resolver problemas adecuadamente que con un grupo relativamente homogéneo de supuestos expertos. La democracia… es una idea que merece la pena probar.

Transcripción de la presentación realizada en el marco de Democratic Cities, Madrid, diciembre de 2017.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia