El país centroasiático, que es fundamental para la estabilidad de Occidente, puede volver casi ocho años después a caer en manos de los talibanes, si la OTAN y Estados Unidos no cambian de estrategia. Es algo que el mundo no se puede permitir.
“Es una guerra que no se puede ganar”
Está difícil. La OTAN, a través de ISAF (Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad), y EE UU, con la operación Libertad Duradera, no cuentan con las tropas ni con la ayuda ni con la voluntad internacional suficientes para convertir Afganistán en una sociedad diferente a la de los últimos mil años: una sociedad en la que siempre han estado presentes las armas, el tráfico y cultivo de drogas y el tribalismo. E incluso si ambas misiones consiguieran reunir ingentes cantidades de esos tres elementos, no podrían sostenerlos el tiempo necesario —unos 25 años— para que el objetivo de transformar el país apareciera como una meta alcanzable.
En cinco o diez años, es probable que el número de soldados y la ayuda a la reconstrucción se haya reducido, y eso siendo optimistas, a una mínima parte del volumen actual. Canadá y Países Bajos ya han dejado claro que desean abandonar la ISAF o, al menos, el sur del país, en 2011. Es previsible que muchos otros gobiernos europeos les imiten, como reacción al descenso del apoyo ciudadano a la misión, o utilizando esas retiradas anunciadas como excusa para marcharse. Sin duda, unos cuantos políticos españoles han pensado en esta posibilidad. Dentro de unos años, la comunidad internacional tendrá otras prioridades, y Afganistán no será una de ellas. Por si fuera poco, la crisis económica aumentará la deuda del sector público en toda la OCDE y espoleará el gasto interno dentro cada Estado, en lugar de bombear más fondos para la reconstrucción de Afganistán. La operación Libertad Duradera opera dentro de unos parámetros distintos y con un presupuesto mayor que ISAF. Pero su futuro, con costes que se han disparado hasta los 12.700 millones de dólares sólo en 2008, también parece incierto.
El reto consiste en plantearse un objetivo más realista y adoptar una estrategia contrainsurgente con un enfoque múltiple, centrado más en las acciones diplomáticas y económicas y menos en las militares, que pueda sostenerse con recursos reducidos. Esto no significa que el éxito sea imposible, pero decir que puede ganarse no es realista: la Alianza no libra una guerra contra un enemigo tradicional cuyo claro final vendrá marcado por un tratado de paz. Lo ha dicho con la mayor sinceridad el comandante saliente de las tropas británicas, el general de brigada Mark Carleton-Smith: “No vamos a ganar esta guerra”. Y añadió que si los talibanes estaban dispuestos a “hablar de un acuerdo político”, ésa sería “exactamente la clase de progresos que acaban con una insurgencia de este tipo”. La meta realista, con los actuales recursos y la previsible cascada de acontecimientos, no es la victoria, sino la contención. El ...
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