Personas participan en una manifestación del movimiento chalecos amarillos contra la inflación, la reforma de las jubilaciones y por aumentar los salarios en París, Francia. (Firas Abdullah/Anadolu Agency via Getty Images)

Se han multiplicado en casi todo el mundo las manifestaciones en contra de los gobiernos por el empobrecimiento de la población. Y todo apunta a que este año irán a más. 

Las protestas antigubernamentales por motivos económicos de 2022 han duplicado, según el Carnegie Endowment, a las de 2019, triplicado a las de 2018 y cuadruplicado a las de 2017. Comparar las movilizaciones del año pasado con las de 2020 y 2021 sería absurdo, porque el derecho de manifestación se encontraba restringido por motivos sanitarios y la propia población tenía miedo a reunirse.  

La elevadísima y persistente inflación se está uniendo a un crecimiento económico decepcionante y la escalada de los tipos de interés para generar indignación pública e inestabilidad política. Además, eso sucede en unas sociedades golpeadas, en los últimos quince años, por dos crisis económicas sin apenas precedentes en su devastación: la financiera y la pandémica. Estos quince años son un periodo bastante más corto para países como España, que no recuperó el PIB perdido en la primera crisis hasta 2017 y que en 2022 tampoco había recuperado el PIB perdido dos años antes con la tragedia sanitaria. 

Por todo eso, son muchos los analistas que han empezado a anunciar un nuevo ‘invierno del descontento global’ que incendiará calles y segará gobiernos con huelgas y protestas. ¿Pero seguro que están así de claras las cosas?

Claramente estamos inaugurando un nuevo invierno del descontento global.

Parece innegable. La expresión del “invierno del descontento” responde, con precisión, al periodo que destruyó al gobierno laborista británico de Jim Callaghan desde noviembre de 1978 hasta febrero de 1979 y que culminó, en primavera, con la llegada de la oposición a Downing Street. Entonces, las huelgas y disturbios no solo saturaron las calles británicas, sino que el malestar estalló en otros muchos países de Europa y América, que vieron cómo sus gobiernos caían en los años siguientes.

Para que suceda un ‘invierno del descontento’, tienen que multiplicarse las movilizaciones en las calles por el empobrecimiento de una población frustrada con un crecimiento económico que no compensa años de inflación disparatada y un galope desbocado de los tipos de interés. Buena parte de la sociedad, en estas circunstancias, siente que sus esfuerzos en forma de contención salarial no están sirviendo para nada… y se vuelve contra unos políticos a los que acusa de negar la crisis porque aseguran que la economía crece y el paro no se dispara. 

El hartazgo y la indignación se incendian, además, con el acelerante de todos los años previos de inestabilidad, incertidumbre y tensiones económicas. En los 70, destacaríamos como trauma catalizador la onda expansiva de la primera crisis del petróleo, de 1973, y ahora las correspondientes a las crisis financiera y pandémica. Y atención, porque uno de los orígenes del ‘invierno del descontento británico’ fue tan internacional e inesperado como las derivaciones de la invasión rusa de Ucrania: el éxito de la revolución islámica de Ruhollah Jomeini en Irán, que se tradujo en la crisis energética mundial que conocemos como la segunda crisis del petróleo.   

Ningún gobierno resiste las protestas de un ‘invierno del descontento’.

Un manifestante en Tottenham Court Road sostiene una pancarta durante la manifestación. (Vuk Valcic/SOPA Images/LightRocket via Getty Images)

Depende. La historia no es una máquina de hacer fotocopias. Que los gobiernos aguanten la cruda guerra en dos frentes que supone, sobre todo, el desplome del crecimiento y la elevadísima inflación tiene mucho que ver con su gestión de las turbulencias. 

No es lo mismo que la población relacione la ‘crisis’ con factores eminentemente internacionales (guerra de Ucrania, mercado mundial) o que atribuya la responsabilidad principal de su empobrecimiento a su gobierno y vea a la oposición como una valiosa alternativa. Tampoco es lo mismo que el Ejecutivo reconozca o no los graves problemas económicos y diseñe soluciones o formas de mitigarlos a medio plazo. Por último, puede marcar la diferencia que la sociedad acepte o no acepte convencida la necesidad de los pactos temporales de rentas que solo exceptúen a los colectivos vulnerables. 

La duración de esa ‘guerra’ en dos frentes es crucial y también la mella que hayan hecho en el ánimo de la gente los años previos de tensiones e incertidumbres económicas. De eso va a depender mucho el hartazgo de la sociedad y que la intensificación de las movilizaciones en las calles les genere una creciente sensación de aislamiento y soledad a los votantes del partido o partidos que ostentan el poder. 

Por otra parte, los ciclos electorales son importantes, porque la población olvida con facilidad los agravios económicos del pasado si han dado paso a una normalización vigorosa. Los gobiernos que se enfrentan al doble frente de la inflación elevadísima y el crecimiento desplomado a pocos meses de las elecciones lo tienen mucho más difícil para sobrevivir.

Conviene añadir que también existen ‘inviernos del descontento’ en países no democráticos, algo que los hace potencialmente más explosivos e imprevisibles. No solo pueden destruir gobiernos sino también regímenes políticos enteros, y el nivel y violencia de los desórdenes puede desbordar a las instituciones y añadir todavía más combustible al desplome del crecimiento, la altísima inflación y el empobrecimiento de la población. Dentro de este escenario puede suceder, como ocurre en China, que las fuerzas de seguridad sean capaces de reducir y amordazar a los que protestan, disuadiendo a otros tantos de unirse a ellos si quieren conservar su integridad física o económica y las de sus seres queridos. 

La culpa del descontento es de los políticos. 

Una mujer lanza al aire una pila de billetes frente a policías, que han perdido radicalmente su valor a causa de la inflación en Caracas, Venezuela. (Pedro Rances Mattey/picture alliance via Getty Images)

No tan rápido. Los tres motores de la indignación popular son la inflación, el frenazo en el crecimiento económico y la elevación drástica y mayúscula de los tipos, que encarece la financiación y, para algunas personas, la vuelve inaccesible justo cuando más la necesita por el aumento del coste de la vida. Los tres motores tienen aspectos que no dependían directamente de los gobiernos y sus legisladores afines.

La inflación difícilmente habría sido tan alta sin la invasión rusa de Ucrania (que catapultó el coste de la energía) y sin una crisis de desabastecimiento que se alimentó en parte de la rigidez y falta de resiliencia de las cadenas de suministro globales y de la hiperconcentración de los centros de producción de productos esenciales (chips, por ejemplo) en muy pocas localizaciones (como Corea del Sur o Taiwán). 

El frenazo del crecimiento económico es el resultado del desvanecimiento del impacto de los planes de recuperación pospandémicos, de la altísima inflación y de unos bancos centrales que la diagnosticaron tarde y se sintieron obligados a subir los tipos a una velocidad con muy pocos precedentes. ¿Pretendíamos que los planes de recuperación durasen toda la vida? ¿Vamos a confundir la responsabilidad de unos organismos administrativos autónomos como los bancos centrales con la de los gobiernos y legisladores? 

Si los políticos no son los culpables, entonces la culpa es del mercado.

Bajo el impacto de la alta inflación, asociaciones de consumidores esperan que los precios de los alimentos sigan subiendo en Bavaria, Alemania. ( Sven Hoppe/picture alliance via Getty Images)

En absoluto. El tamaño y la descoordinación de los planes de recuperación pospandémicos, que diseñaron y ejecutaron los políticos, alimentaron decisivamente la inflación y el desabastecimiento. Y a pesar de que se dieron cuenta,  o surgieron nuevos macroplanes de gasto (Estados Unidos, Alemania) o se han seguido ejecutando las partidas de los planes antiguos cuando la recuperación estaba más que avanzada o, en algunos países, se había alcanzado ya la prosperidad perdida en 2020.

La invasión rusa de Ucrania no habría generado una crisis energética y tampoco habría disparado el precio del petróleo y el gas si la OTAN y la Unión Europea no hubiesen apoyado con gravísimas sanciones y ayuda económica y militar a Ucrania. Y aquello fue un acto valiente y avalado por la inmensa mayoría de la población, pero ese acto también fue una decisión política que propulsó aún más una inflación que ya era preocupante a finales de 2021.

Los representantes de los ciudadanos tampoco han brillado con su mejor versión cuando han tenido que promover los pactos de rentas. En España, por ejemplo, todos los funcionarios y todos los pensionistas disfrutarán de unas subidas salariales este año 2023 que, por supuesto, alimentarán la inflación hasta casi el 4% y así el empobrecimiento de la clase media. Al mismo tiempo, pocos líderes políticos internacionales podrán negar que llevan años erosionando, con acciones y declaraciones, el libre comercio mundial y contribuyendo con ello a justificar nuevas barreras proteccionistas y dificultando la competencia, dos aspectos que sabían que terminarían trasladándose a los precios. 

El frenazo del crecimiento es directamente proporcional al acelerón que supusieron los enormes planes de recuperación y cuyos efectos ahora se desvanecen al mismo tiempo, a la inflación desbocada que generaron esos planes y la admirable reacción política ante la invasión rusa de Ucrania y, finalmente, a la respuesta tardía de unos bancos centrales que pensaron más como políticos que como bancos centrales. Temían frenar el crecimiento económico antes de que muchos países recuperasen la prosperidad perdida durante el estallido pandémico o pocos meses después de haberla recuperado.  

De todos modos, como se ve, no hay un responsable único de la situación que nos encontramos y tampoco una previsión exacta de las repercusiones que va a tener este invierno global del descontento sobre los gobiernos de cada país. Lo que sí sabemos con seguridad es que nos sumergimos cada día más en un periodo repleto de incertidumbre, turbulencias y, probablemente, fuertes mareas de protesta en las calles.