Seguirá siendo el único sistema económico, pero experimentará mutaciones en los próximos años. He aquí algunos hipotéticos escenarios sobre lo que podría venir.

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En su último libro, Capitalismo, nada más, el economista Branco Milanovic explica que, a día de hoy, todo el planeta opera bajo los mismos principios económicos, bajo el sistema capitalista. Esto sucede tanto en las democracias occidentales, donde impera lo que llama capitalismo liberal meritocrático, como en China, donde existe lo que define como capitalismo político. Y el capitalismo ha demostrado tal nivel de flexibilidad, adaptabilidad y resiliencia que ni siquiera un shock tan brutal como la pandemia de la COVID-19 acabará con él. De hecho, autores como Paul Collier o Martin Sandbu han venido sosteniendo de forma convincente que el capitalismo en su versión occidental había descarrilado. Se había vuelto demasiado individualista, ya no aseguraba la igualdad de oportunidades y generaba demasiados perdedores. Pero también sostenían que era probable que volviera a encontrar su rumbo y su equilibrio, como ya pasó en crisis anteriores. Por lo tanto, si introducimos la pandemia en esta ecuación, podemos esperar que el capitalismo experimente mutaciones en los próximos años, pero que siga siendo el único sistema económico. A continuación, y aunque sea difícil imaginar futuros alternativos, aventuramos algunas hipótesis sobre lo que podría venir.

 

"Nada será igual después de la pandemia"

No, aunque la COVID19 está acelerando algunas tendencias previas. No cabe duda de que la pandemia es el evento más traumático y disruptivo que han vivido la mayoría de los habitantes del planeta (por fortuna, sólo una pequeña parte de la población mundial ha vivido una guerra). Por lo tanto, no es descabellado pensar que muchas cosas serán diferentes cuando superemos los contagios. Sin embargo, cada vez está más claro que esta crisis sanitaria global está actuando más como acelerador de tendencias que como punto de inflexión. En 2023 no habremos dejado de viajar, China no habrá sustituido a Estados Unidos como la principal potencia global y el mundo virtual no habrá reemplazado al real. Sin embargo, sí que parece probable que la digitalización y el teletrabajo se aceleren; que la desigualdad económica –que ya estaba creciendo dentro de los países– aumente más rápidamente por el devastador impacto económico de los confinamientos; y que la rivalidad entre Washington y Pekín (que es el eje que marca desde hace tiempo la geopolítica global) se intensifique. Lo que es más incierto  –sobre todo ahora que Joe Biden reemplazará a Donald Trump en la Casa Blanca– es si el multilateralismo y la cooperación internacional continuarán debilitándose como en los últimos años o si, por el contrario, viviremos un resurgir de la cooperación, sobre todo en los temas que solo pueden resolverse de forma coordinada, como el cambio climático, la lucha contra las pandemias o la fiscalidad de las empresas digitales. En todo caso, parece claro que esta crisis sanitaria global no terminará con el capitalismo, y tampoco con la globalización.

 

"La COVID-19 supone el fin de la globalización"

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No, pero se producirán algunos cambios que ya estaban fraguándose. La economista jefe del Banco Mundial Carmen Reinhart afirmó en mayo que la pandemia era “el último clavo en el ataúd de la globalización”. Esta declaración venía a sumarse a las críticas que viene alertando sobre la forma en la que se ha desarrollado la globalización en los últimos treinta años, cuando la caída del Muro de Berlín dio rienda suelta a un modelo de hiperglobalización de inspiración anglosajona e impulsado por el fin de la Guerra Fría, con una débil gobernanza y con elementos de financiarización extremos, cuyas debilidades se pusieron al descubierto con la crisis financiera de 2008 y su durísimo impacto económico, político y social en los países avanzados. Cuando todavía no nos habíamos recuperado de aquella crisis, la pandemia ha puesto de manifiesto nuevos riesgos del actual modelo de interdependencia, deslocalizaciones y cadenas globales de producción, además de reabrir el debate sobre cuáles deberían ser considerados sectores estratégicos; es decir, qué sectores son demasiado importantes para depender de importaciones y suministros externos. Sin embargo, es muy poco probable que la pandemia vaya a terminar con la globalización. Más bien contribuirá a acentuar el proceso de tenue desglobalizacion y tal vez corrosión de su gobernanza que ya estaba en curso, al tiempo que la acelerará en determinadas áreas, especialmente las que tienen que ver con los intercambios de servicios digitales. Así, es posible que veamos nuevos movimientos proteccionistas (más intensos si la crisis económica es más severa y si las ayudas de estado para rescatar empresas distorsionan la competencia), mayores controles sobre los movimientos internacionales de capital (en especial las inversiones exteriores en sectores sensibles), mayor diversificación de las cadenas de suministro para hacerlas más resilientes, aumento de la fabricación doméstica de productos sanitarios y ciertas restricciones a los movimientos de personas hasta que dejemos atrás la crisis sanitaria. Sin embargo, las diferencias en los costes de producción que justificaban inicialmente las deslocalizaciones seguirán existiendo, por lo que es poco probable una renacionalización sustancial de la producción, aunque el desarrollo de la impresión 3D sí que podía facilitar algo de relocalización productiva y cierta reindustrialización en los países avanzados, al tiempo que veremos menos viajes por trabajo y más teleconferencias (posiblemente será mucho menos habitual recorrer 5.000 kilómetros para asistir a una reunión como se hacía hasta ahora). En todo caso, la pandemia reforzará la tendencia iniciada tras la crisis financiera de 2008 en la que el equilibro entre el estado y el mercado se alterará en favor del primero.

 

"Vamos a un mundo con más estado y menos mercado"

Así es. Como señala el economista Dani Rodrik, estado y mercado son complementarios y no sustitutivos. Sin un marco regulatorio suficientemente sólido (que sólo el estado puede proveer) el mercado no puede funcionar. Sin embargo, desde que comenzara el capitalismo, hemos vivido etapas en las que el mercado tenía más o menos regulación. Desde su versión salvaje del siglo XIX que se atemperó, reguló e imbricó en la sociedad tras la Gran Depresión y el auge del keynesianismo, pasamos a las crisis del petróleo y el dogma de “el estado es el problema y el mercado la solución” de Ronald Reagan, que inició un movimiento de desregulación, privatización y recorte de la fiscalidad que llegaría a su límite con la crisis financiera de 2008. La pandemia, que ha expuesto las vulnerabilidades humanas de una forma clara, está llevando a los ciudadanos a refugiarse en la familia y el estado y a reclamar más protección, tanto sanitaria como económica. Si a esto sumamos los enormes niveles de endeudamiento que están alcanzándose para suavizar el impacto de la pandemia –que en un futuro tendrán que ser pagados con políticas fiscales más progresivas, y tal vez con algo de inflación– es más que probable que vayamos a un mundo con más impuestos, mayor regulación, un papel más activo (y político) de los bancos centrales y más sectores estratégicos en manos estatales. Asimismo, podemos esperar una actitud más intrusiva del estado tanto en la regulación medioambiental para luchar contra el cambio climático como en el tratamiento de los únicos ganadores de la pandemia: las grandes empresas digitales, que ya se había planteado antes de la COVID19 que tenían que pagar más impuestos. Finalmente, en la medida en la que los países asiáticos (tanto si son democracias como Corea del Sur como si son regímenes autoritarios como China) están siendo más exitosos en controlar la pandemia y que los nuevos gigantes tecnológicos cada vez acumulan más datos de los ciudadanos, es posible que se reduzcan los espacios de libertad (aunque en las democracias avanzadas, y sobre todo en Europa, esto debería ser menor) dando lugar a lo que la socióloga Shoshana Zuboff ha denominado “capitalismo de vigilancia”.

 

"El capitalismo es el único sistema posible, pero habrá que mejorar sus resultados"

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Más nos vale. Como se ha esbozado arriba, el capitalismo está aquí para quedarse. Ni la crisis financiera, ni la pandemia, ni el auge de China parece que vayan a poder con él, aunque sí que irán impulsando mutaciones que lo irán adaptando a las nuevas realidades, al tiempo que seguirá moviéndose de forma pendular desde equilibrios con más mercado y menos regulación (como desde 1989 hasta 2008) a otros con menor peso del mercado y mayor regulación, como lo que parece que se producirá en los próximos años, en parte como consecuencia de la pandemia. En cualquier caso, estamos en una fase en la que se da la paradoja de que el capitalismo y la globalización han contribuido (no exclusivamente) a desarrollar y sacar de la pobreza a millones de personas en los países que hoy llamamos emergentes al tiempo que se generaban fuertes aumentos de la desigualdad, que sobre todo en los países avanzados han deslegitimado el sistema y han abierto la puerta a partidos políticos “anti”. Por lo tanto, sería deseable buscar mecanismos de relegitimación del sistema, que pasan ineludiblemente por reducir los extremos niveles de desigualdad que se han alcanzado (y que seguramente aumentarán como consecuencia de la crisis sanitaria) y que han sido denunciados como peligrosos para el crecimiento por instituciones tan poco sospechosas de izquierdistas como el Fondo Monetario Internacional y que el trabajo de investigadores como Thomas Piketty, Emmanuel Sáez o Gabriel Zucman ha mostrado que puede ser incluso peligroso para la estabilidad política y la democracia. Resulta evidente que la concentración de riqueza (y su ocultación en paraísos fiscales) está haciendo difícil asegurar la igualdad de oportunidades y está reduciendo la movilidad social en los países avanzados. Así, ya no basta con dejar actuar al mercado y luego modificar sus resultados a través de la redistribución ex post, sino que parece necesario plantear mecanismos de preredistribución para que los resultados que arroje el mercado sean menos desiguales. Eso pasa necesariamente por políticas de renta básica, salario mínimo o impuestos a la riqueza, que deberían sumarse a las políticas igualadoras tradicionales de educación y sanidad. Si no se avanza en esa dirección, es posible que el enfado y la frustración ciudadana, que también viene alimentada por el miedo a los robots, nos arroje a un modelo de capitalismo que haga difícil que las aspiraciones de la mayoría de la población puedan materializarse. Sería la peor cara del capitalismo y habría que evitarla.