Japón sufrió una fusión, pero eso no significa el fin de la era atómica.

japon
FREDERIC J. BROWN/AFP/Gettyimages

Fukushima mató el ‘Renacimiento nuclear’

No. Al principio pareció una catástrofe natural de proporciones gigantescas: unos movimientos sísmicos derivados de un terremoto de 9,0 de magnitud ante las costas del nordeste de Japón, seguidos de un tsunami de 10 metros, una doble conmoción que prácticamente borró la ciudad costera de Sendai y sus alrededores. Entonces se produjo un apagón en la central nuclear de Daiichi, en Fukushima, y un acto de la naturaleza se convirtió en una parábola de la locura de la sociedad tecnológica. Las historias de pueblos arrasados por el maremoto dieron paso a relatos desgarradores sobre los ingenieros nucleares que intentaban, sin éxito, detener la fusión de un reactor, y luego un segundo, y luego un tercero, en Fukushima.

Habíamos visto ya esta película, por supuesto: primero en 1979, cuando unos operadores inexpertos dejaron que se recalentara y se fusionara un reactor en Three Mile Island, cerca de Harrisburg, Pennsylvania, y luego en 1986, con la apocalíptica fusión del reactor de Chernóbil, que obligó a la evacuación de cientos de miles de residentes en lo que hoy son Ucrania y Bielorrusia y estuvo a punto de hundir definitivamente la economía soviética. Después de la fusión del 11 de marzo en Fukushima, los comentaristas predijeron el fin de una industria que, por fin, parecía haberse librado de la sombra de los dos desastres anteriores. “Todos los operadores nucleares, sufrirán las consecuencias de la situación creada por Fukushima”, advertía un informe hecho público por el Servicio de Inversores de Moody’s a principios de abril.

De hecho, en Japón, donde el apoyo a la energía nuclear, como era de esperar, pasó de dos tercios de la población a un tercio tras la fusión, pronto se cancelaron los planes para construir 14 reactores antes de 2030. Fukushima también influyó en la decisión de Suiza de eliminar gradualmente la energía atómica de aquí a 2034 y contribuyó a que más del 94% de los votantes italianos dijera no al primer ministro Silvio Berlusconi en el referéndum que convocó en junio para renovarla.

Pero esas fueron las excepciones, más que la regla; Japón fue el único país pronuclear que experimentó un cambio de opinión tras el accidente. Estados Unidos está revisando sus procedimientos de seguridad para la energía nuclear, pero no cambiando sus planes; el apoyo global entre los estadounidenses está en torno al 50% desde principios de los 90. En Francia, que obtiene el 78% de su electricidad de la energía atómica, el presidente Nicolas Sarkozy dijo que cerrar los reactores estaba “descartado”. Y en cuanto a China, India y Corea del Sur –cada vez más partidarios de esta energía, lo cual explica la enorme cantidad de centrales que se están construyendo-, Pekín es el único que ha detenido sus planes, y solo en espera de una revisión de seguridad. Mientras que los otros han prometido endurecer las normas de seguridad pero, por lo demás, siguen adelante con sus planes de expansión.

Fuera de Japón, fue en Alemania donde hubo las reacciones más enérgicas tras Fukushima: cientos de miles de manifestantes tomaron las calles y la canciller Angela Merkel declaró que se cerrarían de forma gradual las nueve centrales existentes en el país. Pero la mayoría de los alemanes eran enemigos incondicionales de la energía nuclear ya antes de 2011, no debido a Fukushima, sino a Chernóbil, cuya fusión en 1986 hizo que lloviera contaminación a 1.400 kilómetros, en Baviera. Y, aunque la coalición política de Merkel resultó derrotada en las elecciones posteriores por los Verdes alemanes con su programa antinuclear, la erosión de su popularidad ya había comenzado meses antes. Tampoco su decisión de ir cerrando las centrales iba en una dirección totalmente nueva, Alemania se comprometió hace más de 10 años a no construir nuevas plantas.

 

La energía nuclear es la crónica de un accidente anunciado

No necesariamente. En medio siglo de funcionamiento, el sector mundial de la energía nuclear ha sufrido tres accidentes catastróficos, todos ellos lo suficientemente graves para convertir los nombres de las centrales -Three Mile Island, Chernóbil y Fukushima— en sinónimos de desastre industrial. Pero los tres fueron fallos organizativos tanto como tecnológicos y las lecciones aprendidas han ayudado a impedir que se repitan esos errores concretos.

Poco después del accidente de Three Mile Island, el sector nuclear de Estados Unidos emprendió una ambiciosa transformación de sus normas de seguridad. El sector comercial contrató a expertos nucleares de la Marina estadounidense -que posee el historial de seguridad atómica más largo e impoluto del mundo- para que cambiaran las medidas de protección y crearan un órgano de inspección formado por expertos, el Instituto de Operaciones de Energía Nuclear. Washington no ha vuelto a experimentar ningún accidente desde entonces en ninguno de sus más de 100 reactores.

El accidente de Chernóbil, siete años después, fue una anomalía inseparable de las patologías asociadas al sistema de fines de la era soviética en el que se produjo: un diseño anticuado del reactor, chapucero, sin ninguna estructura de contención que sirviera de salvaguardia en caso de accidente y unos ingenieros llenos de soberbia que creían que no podía pasar nada, incluso cuando la central estaba entrando ya en la zona de peligro (irónicamente, por alargar una prueba de seguridad). No obstante, la catástrofe provocó una transformación de las normas de seguridad en todo el mundo como la que había llevado a cabo EE UU después de Three Mile Island, y, sobre todo, la creación de la Asociación Mundial de Operadores Nucleares, que, desde entonces, se encarga de inspeccionar casi todos los 432 reactores comerciales en el mundo.

Por último, el desastre de Fukushima fue a partes iguales mala suerte (un terremoto de magnitud gigantesca, seguido de un tsunami igualmente extraordinario, de un tamaño que no se veía en la región desde hacía cientos de años) y una cultura de gestión que impidió que se abordaran los problemas de la central antes del accidente. Los reactores tenían entre 32 y 40 años y se habían planteado dudas sobre su integridad casi desde que se construyeron. La dirección de la compañía de electricidad de Tokio tapó esas preocupaciones y las infracciones de las normas de seguridad durante años, según reconocieron los directivos después del accidente. Además, Japón no tenía ningún organismo regulador fuerte, ni los suficientes expertos nucleares independientes que hacían falta para trabajar en él.

Como en las catástrofes anteriores, ya se han extraído enseñanzas de Fukushima. El Gobierno de Corea del Sur ha ordenado la creación de un órgano regulador estricto para evitar una repetición de la catástrofe sufrida por el país vecino. Por supuesto, lo ideal sería que, para empezar, no se cometieran estos terribles errores, pero podemos sentir cierto consuelo sabiendo que, hasta ahora, hemos evitado repetir ninguno de ellos.

 

La energía nuclear es demasiado cara

Sí y no. En realidad, el funcionamiento de las centrales nucleares es relativamente barato. Si se prorratean los costes a lo largo de su vida útil, una segura puede incluso ser una máquina de hacer dinero, porque puede llegar a generar electricidad por solo 6 centavos de dólar por kilovatio-hora, en comparación con una alimentada por carbón. El problema es construirlas. Un reactor grande puede costar varios miles de millones de dólares y hay retrasos en la construcción –más los provocados por los inevitables obstáculos legales— que elevan los costes en 1 millón de dólares diarios.

Este problema no es nuevo, la industria lo padece desde los 70. Años antes de que el desastre de Three Mile Island volviera la opinión pública en contra del átomo, el sector nuclear estadounidense ya tenía problemas por los cambios legales y administrativos implantados durante las presidencias de Richard Nixon, Gerald Ford y Jimmy Carter, que facilitaron la posibilidad de detener las nuevas centrales mediante querellas –normalmente, interpuestas por grupos ecologistas y ciudadanos- y las normas más imprevisibles. Las dificultades ahuyentaron a los inversores, que, a su vez, elevaron los tipos de interés para los préstamos a los propietarios de las centrales. La recesión de la época, que disminuyó la demanda de energía, no ayudó a la situación; tampoco lo hicieron la caída del precio del petróleo y la desregulación del gas natural, en los 80. Hoy, el sector alega que la construcción de centrales solo es posible contando con decenas de miles de millones de dólares en garantías de préstamo federales, que trasladan los riesgos financieros a los contribuyentes.

Pero el caso es que la energía atómica nunca ha prosperado en ningún sitio sin un enorme respaldo oficial. Hasta 2004, el Gobierno francés poseía la totalidad de Électricité de France, la compañía que opera todas las centrales nucleares francesas, y en la actualidad controla todavía más del 80%. El Ejecutivo chino también es dueño de las empresas nucleares del país. Esta no es la única fuente de energía que no se mantiene por sí sola, si se tienen en cuenta los factores externos. Hay que pensar en qué parte de los 550.000 millones de dólares anuales del presupuesto del Pentágono se dedica a obtener petróleo. Para Japón o Corea del Sur, casi sin reservas energéticas propias, la energía atómica puede compensar el coste inicial si les permite tener cierta seguridad en el suministro eléctrico. Y para los demás, ésta puede acabar siendo también un buen negocio, si tenemos en cuenta los riesgos del cambio climático.

 

 

iran
BEHROUZ MEHRI/AFP/Gettyimages

 

Más energía nuclear significa más proliferación nuclear

Quizá. Es verdad que las instalaciones nucleares de enriquecimiento y reprocesamiento que se utilizan en la producción de combustible para los reactores pacíficos pueden muy bien usarse con el fin de fabricar material fisible para bombas. Pero, por ahora, esa amenaza se reduce a Irán. La mayoría de los 30 países que emplean energía atómica no tienen plantas propias de enriquecimiento ni reprocesamiento, sino que compran combustible para sus centrales de proveedores externos. Los únicos países con plantas de enriquecimiento que no tienen armas nucleares son Argentina, Brasil, Alemania, Irán, Japón y Holanda, y solo uno de los seis quita el sueño a los guardianes de la no proliferación.

El resto del mundo, en general, está dispuesto a obedecer acuerdos como el que se firmó en 2009 entre EE UU y Emiratos Árabes Unidos (EAU). En él, los EAU aprobaron una ley que prohibía la construcción de instalaciones de enriquecimiento y reprocesamiento a cambio de disponer de una fuente segura de combustible nuclear. Este tipo de tratados pueden contribuir a mantener la situación actual siempre que se exijan los mismos criterios en todas partes. Por desgracia, la Administración Obama está empezando a desechar este precedente con los acuerdos que está negociando con Jordania, Arabia Saudí y Vietnam, que es posible que impongan condiciones menos estrictas y, de paso, empujen a los EAU a revisar la moratoria que se impusieron a sí mismos. En abril, el comité de asuntos exteriores de la Cámara de Representantes estadounidense aprobó por unanimidad una resolución de apoyo a una legislación que haga que las condiciones como las existentes en el documento con los EAU sean la norma, pero todavía no ha adquirido carácter de ley.

Lo malo es que el peligro de que la energía nuclear pacífica dé paso a la destructiva se agravará antes de mejorar, gracias a los avances tecnológicos. Parece que Global Laser Enrichment, una empresa con sede en Carolina del Norte, está a punto de comercializar un proceso que utilizaría tecnología láser para enriquecer uranio. Una planta de estas características ocuparía muy poco espacio -podría estar oculta en un almacén- y emitiría pocas señales visibles de actividad, con lo que sería mucho más difícil de descubrir que una planta con las centrifugadoras tradicionales. Si se logra la comercialización, la tecnología podría extenderse a pesar de los esfuerzos de la empresa y del Gobierno para mantenerla a salvo. Al fin y al cabo, el secreto de la bomba nuclear no duró más que unos años.

 

La energía nuclear puede ayudar a los más pobres del mundo a tener electricidad

La verdad es que no. Los dos grandes desafíos energéticos del futuro inmediato serán reducir las emisiones de gas de efecto invernadero en todo el mundo y cumplir la obligación moral de ayudar a los países en vías de desarrollo a tener acceso a un suministro seguro de energía que les permita hacer mejoras trascendentales en sanidad, educación y calidad de vida en general. La expansión de la energía atómica, que en la actualidad proporciona alrededor del 14% de la electricidad mundial, puede parecer la mejor forma de abordar cada uno de esos problemas sin exacerbar el otro. Ocho países africanos están estudiando la construcción de centrales, aparte de Sudáfrica, que ya está nuclearizado. El científico ambiental James Lovelock ha afirmado que ésta “dará a la civilización la oportunidad de sobrevivir a los tiempos difíciles que pronto llegarán”.

El problema es que la mayor parte de la nueva demanda eléctrica mundial procede de los países en vías de desarrollo, y aproximadamente el 85% de la energía nuclear actual pertenece a los más desarrollados. Los motivos son fáciles de comprender: los costes iniciales de la energía atómica son enormes y las grandes centrales necesitan redes eléctricas sólidas: dos requisitos que son inalcanzables para los 1.600 millones de personas -de los 7.000 millones de habitantes mundiales- que se calcula que tienen poco o ningún acceso a la electricidad. Níger es el quinto productor de uranio del mundo, pero el coste de construir un reactor para utilizarlo absorbería más de la mitad del PIB del país.

En los últimos años, muchos miembros del sector de la energía nuclear han propuesto los reactores pequeños como solución al problema: unas unidades que miden entre la quinta y la tercera parte de los monstruos hoy utilizados en los países con energía atómica y que se pueden ir expandiendo de forma gradual, con unos costes muy inferiores. El secretario de Energía de EE UU, Steven Chu, que dice que es un “gran fan” de la tecnología, ha instado a Obama a que pida al Congreso 39 millones de dólares para iniciar su desarrollo. Pero el funcionamiento de éstos cuesta más por kilovatio-hora que el de sus hermanos mayores, y siguen presentando la mayoría de las dificultades que complican la logística de esta energía: la necesidad de personal muy cualificado para operarlos sin peligro, procedimientos e instalaciones para almacenar los residuos de forma segura y protección contra posibles ataques, robos de materiales radiactivos y sabotajes.

Todo eso significa que, para la gente sin electricidad, las energías renovables como la eólica y la solar seguirán siendo una forma mejor de obtenerla de manera limpia y rápida, junto a las innovaciones en almacenamiento eléctrico, ya sean las celdas de combustible de hidrógeno o alguna otra novedad aún por descubrir.

 

 

nuclear
BORIS HORVAT/AFP/Gettyimages

 

 

 

Los molinos pueden sustituir a los reactores

Tardarán décadas en hacerlo. En un mundo ideal, nuestro abastecimiento de energía no tendría que ir acompañado de las llamadas de atención sobre el cambio climático que amenaza al planeta, por un lado, o unos residuos que siguen siendo peligrosos durante miles de años, por otro; y eso, por supuesto, es lo que promete la energía renovable. Es cierto que estas tecnologías alternativas han hecho grandes avances en los últimos años; de hecho, son el sector energético que está creciendo más deprisa, prueba de ello es que la energía fotovoltaica se ha extendido una media del 40% anual desde el año 2000 y la eólica un 27% anual desde 2004.

Pero hay que tener en cuenta el contexto. Son fuentes de energía marginales que, todavía hoy, no representan más que el 3% de la electricidad mundial. La energía solar todavía necesita grandes subsidios oficiales para poder ofrecer precios más baratos y mayores economías de escala. Mientras las tecnologías de redes inteligentes y los sistemas de almacenamiento energético no mejoren y se generalicen, las tecnologías eólica y solar serán demasiado intermitentes para constituir una fuente tan fiable como la de los combustibles nucleares y fósiles. La energía hidráulica desempeña un papel importante en EE UU y otros países, pero las preocupaciones ecologistas por los daños que causan las presas han limitado seriamente su crecimiento.
En resumen, todas las fuentes de energía tienen sus inconvenientes y también la nuclear, que, desde el principio, ha tenido que vivir con las ilusas previsiones de energía increíblemente barata y abundante que hacían sus primeros promotores y que aún no se han hecho realidad. Al examinar todas las fuentes de energía de que disponemos, necesitamos comprender y afrontar esos costes y riesgos con honradez. Ese es el primer paso para darnos cuenta de que no podemos seguir exigiendo cada vez más energía sin estar dispuestos a pagar el precio.

 

Los residuos radiactivos son el talón de Aquiles de la energía nuclear

No. Los residuos nucleares son un problema solucionable, con la tecnología y la política adecuadas, por ese orden. Es fácil impedir que los materiales radiactivos contaminen la tierra y el agua durante decenas de miles de años si se entierran en una formación geológica apropiada, como rocas de granito estables, o al menos durante medio siglo si se encierran en barriles (método que da a los científicos tiempo suficiente para pensar en una solución más permanente). La planta alemana de Morsleben, en una antigua mina de sal de roca, almacena de forma segura residuos nucleares desde hace 30 años; en la central eléctrica de Surry, en Virginia, EE UU, el método de los barriles lleva un cuarto de siglo funcionando sin incidentes.

Cuando los planes de almacenamiento salen mal, es porque se han atendido más a las conveniencias políticas que a las preocupaciones técnicas. Quizá el ejemplo más famoso es el del depósito de residuos nucleares de Yucca Mountain, un complejo proyectado en el desierto de Nevada que iba a costar más de 50.000 millones de dólares, pero que se anuló, en medio de una gran controversia, en 2009. El emplazamiento se había escogido en los 80, no porque fuera ideal desde el punto de vista geológico para contener residuos nucleares –no lo era-, sino porque los representantes de este estado en Washington tenían relativamente poco poder y se dejaron avasallar por otros que podrían haber ofrecido lugares mucho mejores, como Texas. Después de haber gastado más de 12.000 millones de dólares en el proyecto de Yucca Mountain, el Ejecutivo de Obama decidió cancelarlo de forma apresurada y por motivos políticos, una medida que podría costar a los contribuyentes miles de millones de dólares más y retrasar al menos 20 años el desarrollo de una alternativa, según un informe presentado en abril de 2011 por la Oficina de Responsabilidad del Gobierno.

En el polo opuesto está la experiencia de Suecia con la central nuclear de Forsmark. Cuando los suecos decidieron proyectar su planta de almacenamiento de residuos nucleares, hace tres décadas, se encontraron con la fuerte oposición de una opinión pública que miraba la energía nuclear con aprensión. Pero el Gobierno y el sector hicieron lo contrario que EE UU e incluyeron en las discusiones a todas las partes interesadas, desde Greenpeace hasta la industria nuclear, pasando por organizaciones ciudadanas. Se propusieron muchos emplazamientos para investigarlos y debatirlos en público, y el proceso de selección fue transparente y basado en la mejor información geológica posible. Se prevé que la planta esté en pleno funcionamiento en 2020 y que dure, por lo menos, 100.000 años. Es, una vez más, la lección de las catástrofes: los mayores peligros que plantea la energía atómica no proceden de la tecnología, sino de las instituciones humanas que rigen el uso que hacemos de ella.

 

 

Artículos relacionados