El 11-S Occidente se dio cuenta de la amenaza que presentaban los Estados fallidos. ¿Pero de verdad la entendimos?

 

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“Los ‘Estados fallidos’ son una amenaza para la seguridad nacional de Estados Unidos”

Sólo algunos. Se ha convertido en un lugar común de la política exterior estadounidense desde los ataques terroristas del 11-S el afirmar que EE UU, en palabras de la Estrategia de Seguridad Nacional de 2002 del presidente George W. Bush, “está menos amenazada por los Estados que tienen afán de conquista que por los fallidos”. El secretario de Defensa Robert Gates ha asegurado que durante los próximos 20 años las más graves amenazas para Washington provendrán de Estados fallidos “que no pueden satisfacer las necesidades básicas —y mucho menos las aspiraciones— de su pueblo”. Como candidato y también como presidente, Barack Obama ha repetido su afirmación y ha buscado reorientar su política hacia la prevención de dichos países.

Pero la verdad es que algunos sí suponen un verdadero peligro para Estados Unidos y Occidente y otros no. Tomemos como ejemplo a la República Democrática del Congo, donde cinco millones de personas o más han muerto en las guerras que han sacudido al país desde mediados desde los 90 —la consecuencia por sí sola más horrible sufrida por un Estado fallido en tiempos modernos—. ¿Cuáles fueron las repercusiones para los estadounidenses? El coste del coltán, un material que se obtiene de las minas del Congo y se usa en teléfonos móviles, ha sido extremadamente volátil. Es difícil pensar en algo más.

Incluso el papel que desempeñan los Estados fallidos en el terrorismo global puede haberse exagerado. Para empezar, éste es sólo un problema en los países que cuentan con una población musulmana significativa —que, admitámoslo, son 13 de los 20 primeros del Índice de Estados fallidos de este año—. Pero la correlación entre el fracaso de éstos y la amenaza global es más débil de lo que pensamos. Los militantes islamistas en gobiernos musulmanes inequívocamente fallidos como Somalia, o enormemente débiles como Chad, hasta ahora han supuesto una amenaza sobre todo a sus propias sociedades. Seguramente planteen menos peligro para Occidente que Pakistán o Yemen, ambos son al menos algo funcionales y la ideología y las instituciones incitan a los terroristas.

En su nuevo libro, Weak Links [Eslabones débiles], el experto Stewart Patrick llega a la conclusión de que “un grupo de Estados a mitad del ranking, que son débiles, pero todavía no fallidos (por ejemplo, Pakistán o Kenia), puede ofrecer más ventajas a largo plazo a los terroristas que otras zonas anárquicas o Estados fuertes”. Los yihadistas necesitan además infraestructura. Los atentados del 11-S, después de todo, fueron dirigidos desde Afganistán, pero estuvieron financiados y coordinados en Europa y en partes más estables del mundo musulmán, y se llevaron a cabo principalmente por ciudadanos de Arabia Saudí. Al Qaeda es una organización fundamentalmente de clase media.

En el mundo del crimen transnacional se da un patrón similar. Tomemos como ejemplo el triángulo que en el mercado de las drogas forman los cultivadores de coca de América Latina, los traficantes de África Occidental y los consumidores en Europa. Los narcotraficantes han descubierto que los Estados fallidos de África Occidental, con sus puertos sin vigilancia y sus fuerzas de seguridad corruptas y faltas de efectivos, resultan ser los puntos de intercambio perfectos para su producto. Las drogas son lanzadas desde avionetas o descargadas de los barcos frente a las costas de Guinea, Guinea-Bissau o Sierra Leona y después divididas en paquetes más pequeños para ser transportadas al norte. Pero las bandas criminales no operan en estos espacios hobbesianos, sino desde Ghana y Senegal —lugares con sistemas bancarios fiables, excelentes conexiones aéreas, hoteles agradables e innumerables oportunidades para el blanqueo de dinero—. La relación es análoga a la establecida entre Afganistán, cuyos agrestes espacios ofrecen a Al Qaeda un teatro de operaciones, y Pakistán, cuyos descontrolados centros urbanos proporcionan a los terroristas una base desde la que actuar.

 

“Los ‘Estados fallidos’ son espacios sin gobernar”

No necesariamente. Somalia, la tierra de la guerra perpetua de todos contra todos, es nuestro modelo ideal, por así decirlo, de Estado fallido, y por cuarto año consecutivo está en el número 1 del Índice. Nadie puede competir con este país en lo que se refiere a anarquía, pero en todos los demás lugares del mundo, es el gobierno, más que su ausencia, el principal culpable del fracaso de los Estados. Tomemos a Sudán, donde el Ejecutivo, desplegando a su Ejército nacional así como a sus paramilitares, fomentó la violencia que ha dominado la vida en el país durante décadas y lo ha situado cerca de los primeros puestos del Índice. La violencia somalí es un síntoma del fracaso estatal; la sudanesa es una consecuencia de las políticas gubernamentales.

Gérard Prunier, un destacado experto en África, ha escrito que, desde su llegada al poder en 1989, el presidente sudanés Omar Hassan al Bashir ha adoptado una política hacia los grupos étnicos inquietos que “bordea el genocidio”. Lo mismo se podía decir en la década de los 90 de Burundi, donde los gobiernos hutus masacraron a los tutsis, tras lo cual los tutsis se revolvieron e hicieron lo mismo con los hutus. En estos y otros Estados fallidos, las atrocidades masivas casi se han convertido en una forma aceptada de política.

Una línea divisoria por categorías, si bien a veces borrosa, separa dos tipos de Estados fallidos. Un país como Somalia es incapaz de formar y ejecutar una política estatal; es un Gobierno desafortunado. Países como Sudán, por el contrario, son precarios a propósito. O tomemos el ejemplo de Pakistán, que ha seguido políticas claras y coherentes, elaboradas por los militares, desde su creación en 1947. A diferencia de Somalia o de su vecino Afganistán, Pakistán es un Estado intencional. Pero del mismo modo que las políticas sudanesas han provocado décadas de violencia al enfrentar a la Administración contra la periferia, el cultivo de los grupos armados por parte del Ejército y los servicios de inteligencia paquistaníes —para servir de contrapeso a India y de fuente de profundidad estratégica en Afganistán— han convertido al país en un campo de batalla para la violencia terrorista. Islamabad tiene, por supuesto, espacios sin gobernar, en las yermas tierras bajo dominio pastún a lo largo de la frontera afgana. Pero los líderes militares han tomado la decisión estratégica de permitir a los pastunes gobernarse a sí mismos allí, para ser capaces de usarlos mejor contra sus supuestos adversarios. Los Estados fallidos de forma deliberada, en resumen, a menudo plantean mayores amenazas para el mundo de lo que lo hacen los desafortunados.

 

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“Los ‘Estados fallidos’ son culpa de Occidente”

Ojalá. Las potencias coloniales, especialmente las más despreocupadas, sin duda se deshicieron de sus antiguas posesiones en el umbral de su independencia con escasa, o ninguna, preparación para convertirse en Estados. Pensemos en el Congo, que el rey Leopoldo II de Bélgica gobernó como el director ejecutivo de una empresa privada dedicada a la extracción de materias primas bajo condiciones prácticamente de esclavitud, y cuya población en la década de los 70 no incluía siquiera a una única persona con una licenciatura en ninguna materia. Otros, como Afganistán, que nunca fue colonizado, fueron despedazados en el encarnizado fuego cruzado de la guerra fría.

¿Pero cómo se puede hacer a Occidente responsable de Estados como Irak (al menos antes de 2003), Costa de Marfil, Kenia y Zimbabue, todos los cuales disfrutaron de una relativa prosperidad y estabilidad en las primeras décadas que siguieron a su abandono del dominio de una potencia occidental? ¿O qué decir de Haití, que se liberó del yugo del colonialismo francés en la época de Napoleón, pero nunca adquirió más que la apariencia externa de un Estado en los dos siglos que han transcurrido desde entonces?

Menos de la mitad de la docena de países más fallidos pueden culpar con razón a sus progenitores occidentales por su triste situación. ¿Por qué, después de todo, es Pakistán el número 12 de la lista e India el 76 pese a compartir la misma historia de colonización británica? ¿Por qué es Costa de Marfil el 10 y Senegal el 85, cuando ambos estuvieron bajo dominio francés? La misma crianza colonial, resultados muy diferentes.

 

“Algunos Estados nacieron para fracasar”

Lamentablemente cierto. Aunque algunos Estados fallidos no pueden culpar a nadie más que a ellos mismos —o más bien a sus corruptas o brutales élites políticas—, otros ni siquiera tuvieron una oportunidad desde sus inicios. Aquí nos enfrentamos a un problema de nomenclatura. La misma expresión fallido implica falsamente una situación previa de éxito. Pero en realidad, muchos de los países que se sitúan en los niveles superiores del Índice de Estados fallidos nunca llegaron a emerger como Estados completos. Catorce de los veinte con las puntuaciones más altas son africanos y muchos de ellos, incluyendo a Nigeria, Guinea, y, por supuesto, Congo, consistían en su nacimiento en tribus o grupos étnicos con escaso sentido de una identidad común y absolutamente ninguna experiencia de gobierno moderno. (Quizá en este sentido más limitado se pueda culpar al colonialismo, ya que fueron las potencias europeas las que trazaron sus dudosas fronteras). Estas son, en expresión del novelista V.S. Naipaul, “sociedades a medio hacer”, atrapadas entre un pasado que ya no se puede usar y un futuro que no es todavía accesible. Erraron cuando la modernidad despertaba nuevas esperanzas y apetitos (y rivalidades) que superaron a las débiles instituciones o que sus líderes intentaron dominar y explotar.

¿Qué debe hacer el mundo ante estos Estados llamados a fracasar? Una respuesta es que se puede intentar minimizar el daño que proviene de ellos, o que va hacia ellos —deteniendo el flujo de las drogas que entran y salen de Guinea, por ejemplo, o usando tropas de mantenimiento de la paz para impedir el desbordamiento de la violencia de Darfur y Chad hacia la República Centroafricana—. Se puede potenciar a las organizaciones regionales y subregionales en sus vecindarios (la Unión Africana, o ECOWAS). Y se puede reconocer que incluso en lugares que no suponen una amenaza importante para Occidente, una obligación moral de aliviar el sufrimiento exige que aquellos que puedan ayudar lo hagan.

“Estados Unidos necesita una política para los ‘Estados fallidos’

Puede que no. Una de las críticas permanentes a la política exterior de la Administración Obama es que, aunque el presidente ha hablado con frecuencia del peligro que plantea el fracaso de los Estados, no ha formulado nunca una política coherente para prevenirlo o curarlo. Washington ha sido sensible en este aspecto; durante su reciente periodo como responsable de planificación de políticas del Departamento de Estado, Anne-Marie Slaughter sugirió que la estrategia civil y militar de EE UU contra la insurgencia en Afganistán podía ser considerada como un “caldo de cultivo” para una política así y que los esfuerzos de construcción del país que han seguido al terremoto de Haití, con su alto nivel de colaboración con socios internacionales, podrían servir como modelo alternativo. Pero hoy incluso los defensores del esfuerzo a gran escala del Gobierno en Afganistán reconocen que el intento de extender allí la buena gobernanza en gran medida ha fracasado, mientras que incluso un año después del seísmo de Haití las tareas de construcción del Estado apenas han comenzado.

Quizá el problema surja de nuestra costumbre de pensar en los Estados fallidos como en un todo uniforme. ¿En qué se traduce una política que cubre tanto a Haití como a Afganistán? ¿Qué modelo establecido podría dictar un conjunto de decisiones que fuera útil para los funcionarios estadounidenses tanto en Yemen, cuyo fracaso supone una amenaza directa a los intereses de EE UU, como en la República Centroafricana, que no tiene ninguna importancia estratégica? ¿Y qué política proporcionaría opciones que fueran de alguna utilidad a Somalia, un erial que parece impermeable a toda forma de intermediación externa, ya sea benévola o maligna? En este caso, la coherencia de las políticas puede estar sobrevalorada.

La Administración Obama desde luego está buscando esta coherencia. La Quadrennial Diplomacy and Development Review del Departamento de Estado, un novedoso esfuerzo para presentar los instrumentos del poder blando, repitió la crítica sobre la ausencia de una política que lo abarque todo, pero también puso un bien recibido énfasis en la necesidad de desarrollar la capacidad civil para hacer de verdad lo que sea que quienes dictan las políticas decidan que es necesario hacer. En este momento, las opciones políticas estadounidenses que merecen la pena se ven socavadas por la ausencia, al menos al margen de las fuerzas armadas, de capacidad operacional o “expedicionaria”: formadores para policías, expertos en saneamientos, funcionarios de sanidad pública, peritos contables y abogados (sí, abogados) que puedan ser desplegados en zonas frágiles o en escenarios posconflicto. Se necesita a gente para que se hagan cosas. Desgraciadamente, los republicanos del Congreso parecen decididos a dejar en nada todos y cada uno de los intentos de aumentar la capacidad no militar. Los conservadores parecen sentirse más cómodos con las amenazas a la vieja usanza provenientes de países poderosos como China, Irán y Rusia. Quizá no les inquieta la ausencia de una estrategia para los Estados fallidos porque estos no les preocupan.

 

“La intervención militar nunca funciona"

Incorrecto. La inmovilidad de los rankings de Estados fallidos de año en año nos recuerda que las múltiples enfermedades que asolan estos lugares se resisten enormemente a ser curadas, ya sea por agentes domésticos o provenientes del exterior. Desde luego los ejemplos de Afganistán y Haití, no son alentadores. Pero hay unos pocos rayos de luz, todos los cuales, por extraño que parezca, han tenido que ver con intervenciones militares. Liberia y Sierra Leona han sido rescatadas del borde del caos más absoluto en los últimos años y ambas están ahora en paz. Lo mismo puede cumplirse en el caso de Costa de Marfil en un futuro próximo; todavía es demasiado pronto para poder afirmarlo después de la breve y sangrienta guerra civil que siguió a las elecciones este año. Irak, un país cuya cuesta abajo parecía no tener fin hace cinco años, ha mejorado su posición en el Índice a medida que la violencia sectaria ha ido disminuyendo durante el último año, pasando del número 7 al número 9.

La conclusión a extraer no es que la solución a los Estados fallidos sea enviar a los marines, sino más bien que, en momentos de extrema crisis, haya actores externos que pueden alterar la trayectoria de estos países usando la fuerza para derrocar a líderes monstruosos o evitar que lleguen al poder. Pero la intervención es en sí misma una señal de fracaso, a la hora de prever el momento de una crisis. Cualquier nueva política hacia los Estados fallidos necesita centrarse en la prevención más que en la reacción, no sólo para evitar la necesidad de la fuerza militar, sino también porque en muchos lugares la intervención simplemente no será posible. Queremos saber ahora que, pongamos por ejemplo, Tailandia sufre riesgo de una crisis política, porque aunque los países vecinos y las potencias occidentales tienen instrumentos diplomáticos que podrían usar para prevenir el desastre, quizá haya poco que puedan hacer una vez que estalle la violencia. El supremo ejemplo de las nefastas consecuencias de ignorar las advertencias previas es, por supuesto, Ruanda, donde los funcionarios de la ONU y el Consejo de Seguridad hicieron caso omiso a los repetidos avisos de un inminente genocidio y reaccionaron sólo cuando ya era demasiado tarde para detener las masacres.

 

“A los ‘Estados fallidos’ no se les puede ayudar”

A algunos sí. ¿Qué pueden hacer los actores externos cuando este momento en el que se goza de una posición de ventaja haya ya pasado? ¿Qué pueden hacer para promover la reconciliación entre tribus en Kenia, para potenciar el gobierno civil en Pakistán, o para ayudar a crear una base económica que reemplace los menguantes suministros de petróleo en Yemen? Estas son, por supuesto, preguntas enormemente diferentes, pero sí tienen una respuesta en común: depende de la voluntad del Estado al que se va a ayudar. Los actores externos no pueden hacer mucho en Zimbabue mientras Robert Mugabe siga en el poder, ya que éste está preparado para hundir a su país con el fin de poder seguir conservando su dominio sobre él. Lo mejor que se puede hacer desde fuera es presionar o sobornarle a él y a su círculo para que se marchen. Pero por otro lado, los actores externos sí pueden lograr muchas cosas en Liberia, donde la presidenta Ellen Johnson Sirleaf ha invitado a funcionarios de la ONU para que trabajen desde el interior de los ministerios con el fin de proporcionar conocimiento y experiencia y prevenir abusos. El mismo contraste puede aplicarse a Sudán, una autocracia que nada en la riqueza derivada del petróleo, y Sudán del Sur, un nuevo país que ha nacido desnudo e indefenso, pero con un liderazgo político legítimo (aunque existe un peligro real de que la abrupta toma de Sudán del territorio fronterizo de Abyei pueda sumir a ambos países en una espiral de violencia).

Es tentador ver el problema de los Estados fallidos en términos tecnocráticos. En Fixing Failed States [Arreglar los Estados fallidos], Ashraf Ghani y Clare Lockhart argumentan que es necesario conectarlos a los mercados globales y liberar sus energías innovadoras. Es verdad que es necesario, pero los dictadores implacables consideran la libertad económica y política como una amenaza a su dominio. Los generales que dirigen Birmania se asegurarán de que nadie se quede para él o sus amigos los beneficios derivados de los mercados globales. No hay forma de escapar a la política y a la voluntad política. Los Estados desafortunados, como Liberia, quieren ayuda, y a veces se les puede ayudar. Los intencionales, como Birmania o Sudán, se aprovecharán de la ayuda externa para sus propios fines. Desgraciadamente, son éstos, en general, los que plantean una mayor amenaza a Estados Unidos y Occidente. Así que he aquí una propuesta: quizá podamos formular una nueva clase de política para Estados fallidos, una que ayude a los que lo merecen, aquellos que pueden ser ayudados, y minimice los daños provenientes del resto.