Los mercados se hunden. El euro está dañado. Veamos las razones por las que la crisis financiera europea es aún más complicada de lo que parece.

 

“El euro se encamina al colapso”

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JOEL SAGET/AFP/Getty Images

No estén tan seguros. Es cierto que las perspectivas son muy malas. La crisis, ya en su tercer año, ha obligado a Grecia, Irlanda, Portugal, España y ahora Chipre a recurrir a varias modalidades de programas internacionales de rescate y no da señales de remitir. Después de dos años de verles negar la evidencia y tomar medidas incompletas, los mercados tienen poca fe en la capacidad de las autoridades europeas para llegar a una solución. Los intereses de la deuda española tienen un margen desorbitado y los de Italia, el país más endeudado del continente, les pisan los talones. El anuncio, este verano, de un plan poco claro –por no decir algo peor— para recapitalizar los bancos españoles y crear nuevos mecanismos que permitan canalizar recursos paneuropeos hacia el atribulado sector financiero, alivió la presión de los mercados durante unas horas. Lo más alarmante es quizá que nadie parece tener un plan y el primer ministro británico, David Cameron, ha advertido de que la eurozona tiene que “ponerse de acuerdo o romper”, con la amenaza implícita de que la segunda opción es cada vez más probable.

Sin embargo, antes de publicar la esquela del euro, recordemos: la fuerza que impulsó la unión monetaria europea no fue nunca, ni sobre todo, económica. Fue una cuestión política, y esos lazos siguen siendo muy fuertes. Tras siglos de sangrías en el continente, que culminaron en las dos guerras mundiales del pasado siglo, la Unión Europea (UE) y su expresión suprema, el euro, nacieron de un deseo arraigado de abolir el peligro de conflictos entre Estados. El retroceso hacia el nacionalismo es un temor constante en las mentes de los líderes políticos y los pueblos europeos. Por eso, a pesar de la preocupación creciente sobre las ventajas de compartir una misma divisa entre 17 países, los Estados miembros y sus ciudadanos siguen apoyando en gran medida el proyecto europeo y el euro. Aunque la crisis ha hecho que ese apoyo descienda un poco, los estudios muestran una y otra vez que los alemanes, franceses y españoles están a favor de permanecer dentro del euro. Incluso los griegos, que llevan más de cuatro años de recesión y tienen por delante una década de austeridad devastadora, aseguran, en más del 70%, que quieren permanecer en la unión monetaria. Quizá no lo consigan (la esperanza sin límites puede vencer muchos obstáculos, pero no las frías matemáticas de la deuda griega); sin embargo, su firme apoyo es un ejemplo de la fuerza que continúa teniendo la voluntad política de mantener el euro.

Es cierto que Europa no cuenta aún con un plan global para encontrar el equilibro en unos problemas delicados y cada vez más difíciles de soberanía nacional y recursos financieros, así como modelos económicos y grados de fortaleza diferentes entre unos y otros miembros de la eurozona. También es indudable que esa situación rompe de forma decisiva la trayectoria de integración europea imperante desde la Segunda Guerra Mundial, construida a partir de unas visiones ambiciosas que a veces tuvieron éxito (el mercado común y la moneda común) y otras veces, menos (el Tratado de Lisboa que sentó las bases de la multitud de instituciones políticas supranacionales que forman hoy Europa).

Ahora bien, lo que sí posee Europa, aparte de la voluntad, es un proceso, por atormentado y doloroso que pueda parecer desde fuera, para garantizar la supervivencia del euro y la UE. Los costes políticos y económicos de una implosión de la eurozona son demasiado elevados, y las ventajas de mantener la moneda común demasiado palpables, aunque a veces parezcan contraproducentes, para que los países involucrados permitan que se derrumbe. Lo más probable es que Europa avance sin parar, aunque a trompicones y, a veces, con efectos aparentemente negativos, hacia una unión bancaria, un federalismo fiscal limitado y la unión política. El camino para llegar hasta allí no será fácil, igual que los dos últimos años no lo han sido, pero seguramente bastará para mantener con vida la unión monetaria.

Seamos claros: es muy posible que nos encaminemos hacia una crisis profunda, y tal vez se produzca incluso la salida de uno o más Estados miembros, empezando por Grecia. Pero otros países periféricos no verán la salida de Grecia como una señal de que tienen que irse también; de hecho, las medidas que tomen como consecuencia de ello pueden reforzar su propia situación dentro de la unión monetaria. Por consiguiente, la probabilidad de que la eurozona se desintegre y se vuelva a las monedas nacionales en una amplia franja de Europa es muy pequeña.

“Es todo culpa de Grecia”

No. Desde luego, Grecia tiene gran parte de culpa de la situación actual de Europa (y la suya propia). Atenas mintió sobre su presupuesto y sus finanzas para entrar en el euro en 1999, siguió mintiendo para permanecer en el euro desde entonces y ahora sigue tratando de salir adelante con evasivas mientras finge cumplir las condiciones de sus rescates y acepta previsiones de tasas de crecimiento, ingresos fiscales e ingresos por privatizaciones de un optimismo absurdo. Grecia engañó a Europa, y ahora ambas están pagando el precio.

Pero la transformación aparentemente milagrosa y repentina de Grecia, de un país despilfarrador a un país responsable, necesitaba contar con una ceguera voluntaria de las autoridades europeas. Y el motivo de que Grecia pudiera practicar su engaño inicial fue la propia construcción del euro, que previó que todo el riesgo soberano de la eurozona se iba a quedar atrás.

En los años noventa, antes del euro, los mercados juzgaban, con razón, que Grecia suponía un riesgo crediticio. Como consecuencia, Atenas podía pedir prestado muy poco, y tenía que pagar intereses altos. Con los años, cuando Grecia tuvo problemas para devolver su costosa deuda, declaró impago, devaluó la moneda, volvió a pedir prestado, y el ciclo continuó.

Se suponía que la entrada en la moneda común eliminaría el riesgo crediticio de Grecia (el peligro de que no pagara a sus acreedores) y el riesgo monetario (el peligro de que les pagara en una divisa diferente, con un valor muy inferior al de la divisa en la que ellos le habían prestado). Probablemente eran objetivos muy loables, pero su lógica económica se basaba en unas hipótesis que, en el mejor de los casos, estaban equivocadas. Milton Friedman mencionó esos fallos, además de otros, cuando predijo que el euro podía considerarse afortunado si lograba sobrevivir a su primera década. Como advirtieron él y otros en su momento, y ahora podemos ver, la adopción del euro no convirtió países como Grecia, por arte de magia, en parangones de honradez fiscal financiera. Pero los bancos europeos decidieron fiarse de la eliminación del riesgo del crédito soberano, y prestaron a Grecia unas sumas inmensas con unos intereses muy bajos, con la seguridad de que el Banco Central Europeo (BCE) suministraría una liquidez prácticamente instantánea para los nuevos bonos del tesoro griego con el fin de que los prestamistas pudieran volver a comenzar el proceso de inmediato. Y el proceso no solo siguió adelante, sino que se amplió a lo largo de 10 años, hasta que las cantidades se hicieron insostenibles y llegó la crisis que ahora estamos viviendo.

Se suponía que la llegada de dinero barato iba a impulsar las inversiones y el comercio en Grecia y otros países europeos periféricos, lo cual desembocaría en la convergencia económica con el núcleo de la eurozona. Cuando Grecia pedía prestadas montañas de dinero, no hacía más que lo que habían pretendido los arquitectos del euro y el BCE. No hay duda de que Grecia hizo muy mal uso de sus inesperadas ganancias, sin tomar casi medidas para arreglar problemas estructurales como la evasión fiscal, la corrupción y la existencia de un sector público hinchado. Pero el único motivo por el que tenía ese dinero que tan mal empleó fue el exceso de optimismo (que, a veces, no era más que un montón de falsas ilusiones) en el que se basaba el sistema de la moneda común. Polonio tenía razón: “No seas prestamista ni acreedor”. En Europa, las dos partes son igualmente responsables de haber ignorado ese consejo.

“Es todo culpa de Alemania”

Tampoco. Es fácil echar la culpa de la metástasis continua que sufre la crisis a la terquedad alemana a la hora de predicar la austeridad, las reformas, la disciplina y la penitencia. Muchos acusan a Alemania de haber ayudado a comenzar la crisis, porque el BCE se creó según el modelo del Bundesbank, y el euro, en la práctica, el del marco. Las autoridades alemanas aceptaron la construcción incompleta de la zona euro y en muchos casos hicieron la vista gorda durante su primer decenio a las cifras manipuladas de los presupuestos en la periferia, que pusieron en bandeja un mercado cautivo para las exportaciones y, por consiguiente, beneficiaron enormemente a sus empresas. La retórica de los políticos alemanes sobre los problemas de la periferia ha sido muchas veces muy desagradable, hasta el punto de que algunos han llegado a exigir a Grecia que vendiera sus islas y la Acrópolis para pagar su deuda internacional; incluso el ministro de economía, Wolfgang Schaeuble, recordó a los griegos que “la pertenencia a la UE no es obligatoria”. Quizá lo más preocupante ha sido que la canciller Angela Merkel parece incapaz de comprender la gravedad de la situación de Europa -reconoce que la eurozona está envuelta “en una carrera con los mercados” y luego fija un límite de velocidad para Alemania-, lo cual frustra tanto a sus amigos como a sus enemigos.

Sin embargo, la verdad es que Alemania ha mantenido siempre un enorme compromiso con el proyecto europeo, y sigue manteniéndolo. Desde la creación de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (el antecedente de la UE), cuando todavía no habían transcurrido 10 años desde la Segunda Guerra Mundial, hasta la actualidad, Alemania ha apoyado firmemente e incluso impulsado una serie de medidas cuyo efecto, en la práctica, ha sido subordinar el poder alemán a los objetivos generales de Europa. El padrino de la UE, Robert Schuman, era francés, pero ningún país adoptó el espíritu de la declaración que lleva su nombre con tanta fuerza como Alemania, y eso no ha cambiado.

Más aún, durante el último año, Alemania ha experimentado un cambio rapidísimo de su papel en Europa. Berlín ha dejado de lado su resistencia a ejercer el control de la política europea -una resistencia derivada de su conflictiva historia en el siglo XX- y ha asumido el liderazgo en unos momentos en los que parece la única entidad europea capaz o deseosa de hacerlo. Y hay que reconocer que ha mostrado una flexibilidad inusitada en numerosas ideas e iniciativas que, hasta hace muy poco, estaban totalmente verbote n : relajación y renegociación repetidas de las condiciones para que Grecia reciba su fondo de rescate, recapitalización directa del sistema bancario español, creación de mecanismos europeos de rescate como el Instrumento Europeo de Estabilidad Financiera (IEEF) y el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEE), estudio de la posibilidad de eurobonos, unión bancaria y unión fiscal, y aprobación tácita de las heterodoxas intervenciones del BCE en el mercado.

Se atribuye la culpa a Alemania, en gran parte, porque muchos, sobre todo en Estados Unidos, cuentan con que Berlín cumpla un papel similar al desempeñado por Washington en otras crisis financieras anteriores: formular un plan global de respuesta a la crisis y ofrecer una cantidad importante de dinero para llevarlo a la práctica. Alemania no puede ni quiere hacerlo, y su tendencia a avanzar a pequeños pasos, y solo después de que los países con problemas hayan aceptado emprender reformas significativas, es peligrosa, en particular a medida que la crisis se multiplica. No obstante, en conjunto, Alemania y Merkel han sido mucho más pragmáticas y eficientes en la gestión de la crisis de lo que se les reconoce.

“La crisis de la eurozona es una crisis”

No. Es, al menos, cuatro, y quizá más, dependiendo de cómo se cuente. Los Estados periféricos de Europa tienen innumerables problemas y, en cierta medida, requieren respuestas inmediatas similares. Pero agruparlos a todos (bajo el acrónimo PIIGS, de Portugal, Irlanda, Italia, Grecia y España), es ignorar las genuinas diferencias que los separan y que, a largo plazo, exigen diferentes intervenciones estratégicas. El mero hecho de hablar de una sola “crisis” de la eurozona resulta poco apropiado; es una etiqueta que abarca las crisis de la deuda soberana, la banca, el crecimiento y la competitividad y una crisis estructural, que, por desgracia, se alimentan entre sí.

Está el caso de Irlanda, por ejemplo: en 2010 padeció una crisis bancaria que se convirtió en una crisis de la deuda soberana. Los bancos irlandeses financiaron una burbuja interior impulsada por el sector inmobiliario y, cuando la burbuja estalló, el Gobierno irlandés se apresuró a nacionalizar varios bancos y asumir los riesgos financieros de otros en su propio balance general. Como consecuencia, la ratio deuda/PIB de Irlanda se disparó del 34% a más del 100% y disminuyó la capacidad irlandesa de endeudarse.

Los problemas de España son más o menos semejantes a los de Irlanda, pero con algún matiz. Madrid, como Dublín, se enfrenta a un problema bancario derivado de una burbuja inmobiliaria. Pero las autonomías españolas, que, de acuerdo con el traspaso de competencias de la estructura federal española, gestionan sus propios presupuestos, se dedicaron a endeudarse y gastar en exceso durante la última década, y todo el tiempo, al parecer, mentían sobre ello al Gobierno central. Cuando la burbuja estalló, las regiones se vieron tan afectadas como los bancos, y ahora es posible que el Gobierno central tenga que apuntalar a unos y otros.

Portugal, en cambio, tenía y tiene un problema de competitividad. Lisboa se aprovechó de la entrada de euros baratos y, durante un tiempo, disfrutó de los beneficios. Pero, en lugar de invertir en su futuro económico, sumergió ese repentino dinero europeo en una expansión insostenible del sector de los servicios que enmascaró la necesidad de emprender reformas estructurales. Cuando la realidad económica golpeó y la demanda de servicios cayó, la economía portuguesa se resintió. Su camino hacia la competitividad sigue siendo dudoso, si bien sus bancos mantienen, en general, buena salud.

La situación actual de Italia también deriva de problemas estructurales y de competitividad. El crecimiento italiano lleva 60 años descendiendo de forma casi lineal, desde el 5% en la década posterior a la Segunda Guerra Mundial hasta prácticamente cero en el siglo XXI. La corrupción es endémica, la educación superior es mediocre y existe enorme aversión a las reformas. A pesar de contar con un norte fuerte e industrioso, las perspectivas de crecimiento del país son malas si no se llevan a cabo reformas estructurales. Italia ha sido el mayor emisor de deuda soberana en euros, con un endeudamiento total de dos billones de euros, que la colocan en el límite de lo que el FMI considera “sostenibilidad”. Aunque su déficit presupuestario anual es relativamente saludable, sin reformas, el país podría acabar siendo incapaz de financiarse y entrar en barrena.

Grecia es el caso más cercano a una tormenta perfecta de todos los temporales que azotan Europa. Tiene problemas estructurales y de competitividad, y la continua falta de honradez de Atenas sobre el estado de sus finanzas no tiene igual. El país ya ha emprendido un caótico y doloroso trueque de deuda y, ahora que está en peligro el segundo programa de la troika, es posible que tenga que recurrir a otro más. Sin embargo, las instituciones financieras griegas solo se convirtieron en un factor importante cuando el valor de sus títulos de deuda griega cayó y esa caída paralizó la actividad económica en el país, hasta tal punto que las últimas proyecciones prevén una contracción del PIB de casi el 7% para este año. En ciertos aspectos, la situación griega es la contraria de la irlandesa: una crisis de la deuda soberana provocó una crisis bancaria, no al revés. Si a eso se añade el riesgo permanente de que Grecia pueda ser el único país que verdaderamente se vea obligado a salir del euro, es evidente que tanto el país como sus bancos están sufriendo casi todos los males que aquejan a la eurozona.

Las crisis de los países periféricos comparten ciertos rasgos, sin duda, pero eso no significa que sus causas y sus posibles soluciones sean las mismas. Lo que sí significa es que, para Europa, la salida de este lodazal va a ser todavía más complicada de lo que parece.

“Los europeos, por fin, han dedicado mucho dinero al problema”

Si se mira con atención, no. Los defensores de la reacción de Europa ante la crisis señalan dos fondos de rescate llenos de siglas, el IEEF y el MEE, con una potencia de fuego total muy superior al billón de dólares, mucho más que el Programa de Alivio de Activos con Problemas (en inglés, TARP) de Estados Unidos. Estos vehículos de rescate, dicen, representan unos compromisos serios de proporcionar dinero en efectivo para eliminar el peligro estructural en el sistema bancario europeo. Por desgracia, a la hora de la verdad se está entregando muy poco dinero, y es posible que las medidas del Banco Central Europeo, BCE, no hayan hecho más que emporar las cosas.

El IEEF no tiene dinero real. Nada. No es más que una serie de promesas de los países de la eurozona, que se comprometen a pagar a los acreedores en el futuro si en la caja sigue sin haber dinero. Apoyado en esas promesas, el IEEF debía recaudar todos sus fondos en los mercados de capitales, pero hasta ahora no ha logrado gran cosa. Como consecuencia, aunque el IEEF está autorizado a pedir prestados hasta 440.000 millones de euros, de momento no ha reunido más que unos 30.000 millones.

Sin dinero real y dado que sus bonos despiertan escaso apetito entre los inversores, el IEEF se limitó a declarar que sus bonos equivalían a dinero y los suministró a países, bancos e inversores en lugar del dinero físico que no podían recaudar en los mercados. Nadie sabe cómo se pagarán los bonos al final.

El segundo vehículo, el nuevo y se supone que mejorado MEE, es una historia similar. Para empezar, aunque ya se está asignando su dinero, hay varios Estados miembros que todavía no han ratificado el tratado que lo autoriza. Los tribunales alemanes han llegado a plantear serias dudas sobre su legalidad. Pero, aun en el caso de que el MEE sea declarado legal y se ratifique, los supuestos 500.000 millones de euros de financiación serán más bien un espejismo. El MEE está estructurado para que 80.000 millones de euros los aporten los países de la eurozona a lo largo de 30 meses. Se supone que los restantes 420.000 millones de euros deben recaudarse en los mercados de capitales y se espera que los inversores compren los bonos fiándose de las garantías ofrecidas por los países de la eurozona; varios de los cuales pueden acabar siendo los receptores del dinero que se consiga con esos bonos.

Además de todo esto, los inversores están cada vez más preocupados por el hecho de que el que muchos conservadores consideran el organismo salvador supremo, el BCE, se ha convertido en parte del problema. Temen que el BCE pueda asegurar que el pago de la deuda va a ser una prioridad, lo cual limitaría las perspectivas para otros inversores si un país tiene dificultades y no puede cumplir a tiempo, o en absoluto. Son preocupaciones con base: es lo que sucedió en Grecia en primavera.

Es decir, los fondos de “rescate” de Europa están, en gran parte, sin dinero. Se basan en la esperanza de que los mercados proporcionen enormes cantidades de dinero fiándose de promesas de ingeniería financiera de los Gobiernos que no se reflejan en sus balances soberanos, y el cansancio de los inversores por el trato que reciben del BCE empeora aún más las cosas. En un entorno ya difícil para la financiación, es difícil no ser un poco escépticos y pensar que los fondos de rescate no van a tener quizá todo el dinero que necesiten justo cuando lo necesiten.

“La respuesta de Estados Unidos a la crisis ha sido un fracaso”

Es complicado. La reacción de Washington a la crisis de la eurozona fue, sin duda demasiado lenta, demasiado pequeña y demasiado limitada. Las autoridades estadounidenses, además de no reconocer el principio la gravedad de la crisis, se centraron durante demasiado tiempo en aspectos exclusivamente financieros, no estratégicos. El Tesoro, dirigido por Timothy Geithner, tomó la iniciativa, y, a pesar de los loables esfuerzos de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, para incluir herramientas económicas en el paquete de política exterior, el enfoque norteamericano fue puramente “económico”, sin una visión “política” de conjunto. Algunos funcionarios estadounidenses parecían satisfechos con la idea de que la crisis europea no era responsabilidad suya y las repercusiones las sufriría solo el continente. Los europeos acabarían resolviendo la situación, como ya decían ellos mismos. En consecuencia, no se buscó una verdadera intervención personal del presidente Obama hasta el verano de 2011 y, cuando llegó, se limitó en gran parte al intento de convencer a sus homólogos europeos para que alcanzaran una solución. Para entonces, la crisis había evolucionado y su intervención no fue ni bien recibida por todos ni demasiado eficaz.

Sin embargo, existen factores atenuantes que explican, aunque no excusan, el hecho de que Estados Unidos no haya desempeñado un papel más constructivo en la crisis. Para empezar, la dimensión del problema europeo es muy superior a cualquier cosa que haya habido que ayudar a arreglar en el pasado, y Estados Unidos, por sí solo, no tiene suficiente dinero para dirigir una sólida respuesta internacional, con las enormes sumas de dinero necesarias para ayudar a Europa. La economía estadounidense está recuperándose poco a poco de la crisis financiera de 2008, el Gobierno está muy endeudado y algunos observadores, en Washington, miran con profundo escepticismo el apoyo de Estados Unidos a las instituciones financieras internacionales, de modo que la capacidad de intervenir de la administración de Obama era muy limitada desde el principio. Eso no ha cambiado ni, en una era de reducción fiscal, va a cambiar.

Cuando los europeos, por fin, abandonaron su oposición a la intervención del FMI, en mayo de 2010, y aceptaron permitir que el Fondo desempeñara un papel central en la respuesta a la crisis, Estados Unidos dejó claro que no iba a dar más dinero al FMI para incrementar sus arcas de guerra. A principios del presente año, cuando el FMI anunció un aumento de unos 450.000 millones de dólares de su fondo de emergencia, Estados Unidos se mostró claramente ausente y alegó que Europa debía utilizar sus propios recursos para resolver su crisis y que la Reserva Federal ya había dado enormes cantidades de liquidez en dólares al sector financiero europeo, lo cual había prevenido una crisis mucho peor. Todo ello era cierto, pero la ausencia de Estados Unidos fue descarada.

Ahora bien, seamos sinceros: los europeos no se han mostrado precisamente deseosos de aceptar la ayuda de Estados Unidos. Europa, convencida de que su sabiduría colectiva, sus procesos y sus mínimos compromisos financieros serían suficientes y tendrían en cuenta el estigma que suponía tener que suplicar, ha mantenido a Washington a distancia durante la mayor parte de los dos últimos años. Cuando Estados Unidos se ofreció de manera pública y decidida a ayudar a encontrar una solución, en la reunión de ministros de Finanzas de la eurozona que se celebró en Polonia en septiembre de 2011, Geithner se encontró con el desprecio (el presidente del Eurogrupo, Jean-Claude Juncker, replicó en tono altanero que Europa no iba a “[discutir] el aumento de la expansión del IEEF con un país no miembro de la zona euro”), la burla (la ministra de Finanzas de Austria, Maria Fekter: “Me pareció curioso que, aunque los norteamericanos tienen unos datos fundamentales mucho peores que los de la eurozona, nos estén diciendo lo que tenemos que hacer”) y el rechazo absoluto (el ministro belga de Finanzas, Didier Reynders, dijo que Geithner debía “hablar menos y escuchar más”). En conversaciones privadas, los ministros europeos se mostraron más receptivos de lo que sugería su retórica encendida, pero el rechazo público transmitió un mensaje innegable: Washington no debía inmiscuirse.

En anteriores crisis financieras, como la del peso mexicano en 1994, Estados Unidos se mostró callado en público y trabajó con discreción para ofrecer la ayuda económica necesaria, al tiempo que construía coaliciones internacionales para abordar el problema. Pero, cuando Europa empezó a venirse abajo, Washington adoptó una nueva estrategia: hablar más alto y confiar en que los mercados llevaran la iniciativa. Tal vez de manera ingenua, Estados Unidos creía que, si expresaba su preocupación en público, la actividad de los mercados presionaría más a los líderes europeos para que emprendieran acciones más rápidas y eficaces. Europa quería que Estados Unidos estuviera callado y proporcionara el dinero; lo que se encontró fue un Estados Unidos que daba lecciones. Sin embargo, aunque es tentador achacar la ineficacia de esta estrategia a las autoridades estadounidenses, no tenían muchas más opciones; más que un fracaso de su política, es un síntoma de los tiempos y una consecuencia de la dimensión de la crisis.