Cómo los encuentros y desencuentros entre ambos países, así como las potenciales alianzas, toman protagonismo en un momento en que la hostilidad de Estados Unidos hacia China y Rusia, mediante sanciones y guerras comerciales, va en aumento.

 

“Existe una alianza militar entre Pekín y Moscú”

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Desfile militar con tropas chinas, rusas y mogoles cerca de la frontera con Siberia, septiembre 2018. MLADEN ANTONOV/AFP/Getty Images

No, China no quiere. Amigos, socios o asociados estratégicos integrales, sí, pero nada de pactos formales. Pekín se niega a repetir errores del pasado. El 14 de febrero de 1950, los ministros de Exteriores de la República Popular y de la URSS firmaron el Tratado de Amistad, Alianza y Asistencia mutua chino-soviético, que no impidió que, tras la muerte de Iosif Stalin, las relaciones bilaterales se deterioraran, ni que en 1969, tras varias reclamaciones fronterizas chinas, ambos países se enzarzaran en un conflicto de baja intensidad en la zona del río Ussuri, que duró casi siete meses, causó la muerte de un treintena de soldados chinos y el doble de soviéticos y colocó a las dos potencias nucleares al borde de una guerra.

Rusia es el principal proveedor de armamento a China, cuyo liderazgo es consciente de que también necesita mejorar el entrenamiento, la coordinación y la capacidad de combate del Ejército Popular de Liberación (EPL). La cooperación militar ha facilitado la celebración desde la pasada década de maniobras conjuntas en tierra, mar y aire cada año más complejas. En septiembre pasado, 3.200 soldados chinos participaron en el mayor ejercicio militar desde la Guerra Fría, que desplegó a unos 300.000 militares rusos en Siberia y el Extremo Oriente. Con estos ejercicios, Moscú y Pekín quisieron “reforzar la capacidad para enfrentar conjuntamente las distintas amenazas y defender la paz y estabilidad regionales”, según el Ministerio de Defensa chino, al tiempo que mandaban a Washington un mensaje muy claro de unidad frente al enemigo común.

 

“Estados Unidos promueve el eje China-Rusia”

Sí. La creciente hostilidad de EE UU refuerza los lazos entre Moscú y Pekín. Las sanciones impuestas por Washington y sus aliados europeos a Rusia por la anexión de Crimea y la desestabilización de Ucrania forzaron la reorientación de la economía rusa hacia Asia y echaron al oso en brazos del dragón para romper el aislamiento internacional, ampliar el mercado de sus recursos energéticos y lograr crédito para aminorar la asfixia económica. La actual guerra comercial desatada por el presidente Donald Trump contra China supone una vuelta de tuerca en la consolidación del acercamiento Pekín-Moscú, que genera una interdependencia asimétrica de consecuencias impredecibles. En esa misma línea, el gigante asiático reaccionó con furia en septiembre pasado a la decisión de Trump de imponer sanciones al Departamento de Desarrollo de Equipamiento (EDD, en sus siglas en inglés, la agencia militar china) y a su director, Li Shangfu, por la compra a Rusia de 10 aviones de combate Su-35 y misiles tierra-aire S-400. Según el Departamento de Estado norteamericano estas adquisiciones violan las sanciones aprobadas contra Moscú.

 

“China y Rusia tienen los mismos intereses”

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Una revista china con la imagen de Donald Trump en portada. GREG BAKER/AFP/Getty Images

No necesariamente. Les une una relación de conveniencia estratégica conformada por prioridades nacionales individuales que a veces convergen. Ambos países defienden el multilateralismo y un mundo multipolar, pero mientras el Kremlin identifica tres centros independientes de poder global (EE UU, China y Rusia), el Zhongnanhai ve a Rusia como una potencia secundaria. Además, para Moscú, el orden internacional es negativo; se impuso sobre el soviético y ha privado sistemáticamente al país de influencia y estatus, por lo que alienta su fin. Pekín, por su parte, también rechaza lo que en la actualidad se denomina el orden liberal, pero reconoce que se ha beneficiado enormemente del sistema internacional emanado de la Segunda Guerra Mundial, por lo que no quiere destruirlo, sino reformarlo. Ambas potencias rechazan el papel que se atribuye EE UU de proveedor de estabilidad regional a través de sus vínculos de seguridad y asociaciones, pero China, preocupada sobre todo por la estabilidad, es reacia a precipitar la desaparición del actual orden por la anarquía que puede derivarse del cambio al mundo post-Estados Unidos que Rusia desea. Además, Moscú ha dejado de interesarse por construir unas relaciones estratégicas con Washington, mientras que Pekín, por graves que sean sus diferencias en cuestiones bilaterales, aún sostiene su compromiso de impulsar al menos una relación funcional con EE UU.

 

“Xi y Putin son los tejedores”

Sí, a nadie se le escapa la magnífica relación establecida entre los dos presidentes, que tienen la misma edad –Xi Jinping es solo seis meses menor que Vladímir Putin–. Los dos ejercen un liderazgo fuerte y autoritario. Su primera reunión fue en 2010, cuando Putin era primer ministro y Xi, vicepresidente. Comenzaron a verse con frecuencia a partir de que el actual líder chino se convirtiera, en noviembre de 2012, en secretario general del PCCh, aunque la amistad personal data de la celebración del cumpleaños de Putin tras una cumbre de la APEC en Bali (Indonesia) en 2013. Se han reunido 27 veces y los dos se han esmerado en sacar brillo a su buen entendimiento. El Presidente ruso impuso a su homólogo chino en 2017 la orden de San Andrés, la mayor condecoración desde el tiempo de los zares, y el pasado junio, Xi honró a Putin con la primera Medalla de la Amistad de la historia de China. Estos gestos se unen a las declaraciones de que las relaciones entre sus países han alcanzado “el nivel más alto” (Putin) y son “maduras, estables y sólidas” (Xi), lo que revela el interés mutuo por mostrar que son los impulsores de una historia de éxito. Muy nacionalistas, los dos dirigentes comparten el sentimiento de que sus naciones han sido víctimas de Occidente, que no las ha tratado, ni las trata, como se merecen y están empeñados en que recuperen el prestigio perdido. En la cumbre del G20 de 2017 quedó claro que ambos habían consensuado sus posturas antes de acudir a la cita de Hamburgo.

 

“Existe una confianza mutua ruso-china”

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El Presidente chino, Xi Jinping, y su hólogo ruso, Vladímir Putin, se saludan en Pekín. Lintao Zhang/Getty Images

No, es la asignatura pendiente. Los discursos de los líderes hacen con frecuencia referencia a la voluntad de construir y reforzar la confianza mutua entre los dos países, pero la historia y los fuertes desequilibrios estructurales de su interdependencia asimétrica lo impiden. Rusia es el Estado más extenso del planeta, con más de 17 millones de kilómetros cuadrados y solo 142 millones de habitantes, la mayoría asentados en la zona europea del país. Si su imagen se contrapone a la de China, resulta a grandes rasgos que en poco más de la mitad de la extensión territorial hay casi 10 veces más de población, lo que alimenta el miedo ancestral a un eventual avance chino sobre Siberia y el Extremo Oriente. Muchos rusos temen que una vez que China recupere el centro del mundo, que gobernó durante más de 2.000 años –hasta que los británicos le hicieron morder el polvo en las dos guerras del opio de 1839 y 1860–, decida reclamar a Moscú los territorios que fue forzada a ceder a los zares en los tratados desiguales firmados en el siglo XIX. En total, China renunció a unos 600.000 kilómetros cuadrados (algo más del tamaño de España) de la región de Manchuria, en cuya costa del Pacífico Rusia edificó su principal ciudad y base naval del Extremo Oriente, Vladivostok. Con su amistad, Putin y Xi tratan de dejar a un lado los prejuicios de las relaciones entre sus países, pero a ninguno le será fácil olvidar los amargos tragos soportados entre la muerte de Stalin (1952) y la llegada de Mijaíl Gorbachov (1985). Si primero fue China abandonada por Jruschov, el viaje de Richard Nixon a Pekín en 1972 fue el mayor bofetón sufrido por la URSS durante la Guerra Fría.

La frontera infranqueable, que durante décadas guardaron decenas de divisiones de tanques, se abrió en 1988 y en 1991 se alcanzó un primer acuerdo sobre sus 4.345 kilómetros de trazado. A pesar de que ambos países firmaron en 2001 un Tratado de Amistad y Buena Vecindad, no acabaron con siglos de disputas fronterizas hasta julio de 2008. Se formalizó entonces el traspaso de Rusia a China de unos territorios de cerca de 300 kilómetros cuadrados, incluidos unos islotes en los ríos Amur y Argún. “Significa el fin de la delimitación y demarcación de toda la frontera común”, declaró el portavoz del Ministerio de Exteriores ruso.

 

“Tienen economías complementarias”

No tanto. La economía china mantiene altas tasas de crecimiento sostenido, mientras que la rusa tiene picos de sierra que agravan su necesidad de financiación para la modernización y el desarrollo de sus decrépitas infraestructuras y para su reconversión tecnológica. En consecuencia, aumenta la interdependencia asimétrica porque las sanciones fuerzan al oso a aceptar el abrazo del dragón y plegarse a sus demandas de venderle armamento avanzado y abrirle las puertas a participar en grandes proyectos de infraestructura y recursos naturales. Si hasta la anexión de Crimea en 2014, Rusia dependía del mercado y la banca occidentales, el giro ha sido copernicano. Se espera que este año el comercio bilateral supere los 100.000 millones de dólares, frente a los 84.000 de 2017. China es el primer socio comercial de Rusia desde 2011 y, desde 2016, Moscú es el primer suministrador de gas y petróleo al gigante asiático. El proyecto más ambicioso de ambos es el gasoducto Fuerza de Siberia, que comenzó a construirse en 2014 y, según la gasística rusa Gazprom, el 20 de diciembre de 2019 comenzará a entregar gas a China. El gasoducto, de unos 4.000 kilómetros, de los que 1.629 transcurren por Rusia, permitirá abastecer a China de 38.000 millones de metros cúbicos al año durante tres décadas, que costarán a Pekín 400.000 millones de dólares, pero le liberan de depender totalmente de suministros vía marítima a través del estrecho de Malaca, un pasillo muy fácil de bloquear en caso de conflicto.

 

“Son competidores en Asia Central y el Ártico”

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Un rompehielos en el Ártico. KIRILL KUDRYAVTSEV/AFP/Getty Images

Más bien socios a la fuerza. Para contener la pérdida de influencia rusa tanto en Europa como en Asia Central, Putin promovió la creación de la Unión Económica Euroasiática (UEE), que nació lisiada el 1 de enero de 2015. En principio, preveía la inclusión de Ucrania, pero la firma de los acuerdos que debían darle luz verde desató la revuelta del Maidan y el posterior conflicto. La UEE, que integran Armenia, Bielorrusia, Kazajistán, Kirguizistán y Rusia, es un mercado único con libertad de movimiento de productos, capital, servicios y personas y con políticas comunes en el ámbito macroeconómico, transporte, industria y agricultura. No sin ciertas reticencias, pero movido por la asfixia económica causa por las sanciones de Occidente, Putin ofreció a Xi implicar a la Unión en el megaproyecto estrella de la nueva Ruta de la Seda, denominado oficialmente como la Franja y la Ruta. Las nuevas repúblicas centroasiáticas salidas de la desintegración de la Unión Soviética miran con enorme recelo las ambiciones chinas en la zona y la entrada de Pekín de la mano de Rusia les ofrece más confianza. Mejor jugar con dos barajas.

Crecido por las perspectivas de la colaboración con la Franja y la Ruta, Putin ofreció en el discurso inaugural del segundo Foro Económico Oriental, celebrado en Vladivostok en septiembre de 2016, que congregó a 3.000 participantes de 35 países, la creación de la Gran Asociación Euroasiática, que incluiría además de la UEE, a los 10 países de la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ASEAN) y a los de la Organización de Cooperación de Shanghái, incluidos los observadores (Afganistán, China, India, Irán, Mongolia, Rusia, Tayikistán y Uzbekistán). El gélido recibimiento chino a la propuesta la enterró antes de nacer.

Sin embargo, Pekín alienta la cooperación entre la UEE y la Ruta de la Seda no solo en Asia Central sino también en el Ártico, con el que no tiene frontera. En julio pasado, el Banco de Desarrollo de China acordó prestar hasta 65.000 millones de yuanes (8.150 millones de euros) al Vnesheconombank de Rusia para cofinanciar unos 70 proyectos, la mayoría de ellos en el Ártico, donde China está muy interesada en la exploración del desarrollo del paso del Mar del Norte, una ruta ártica que, cuando sea factible reducirá considerablemente los tiempos de tránsito marítimo entre el Imperio del Centro y Europa. Los acuerdos alcanzados entre Moscú y Pekín sobre la Ruta de la Seda del Ártico apuntan a que China de alguna manera ha logrado aliviar los temores rusos a incursiones navales chinas en esas aguas.

Rusia parece haber entendido que en este momento histórico de declive del poder omnímodo de Estados Unidos su papel está al lado de China, que aferrada a su principio de no injerencia en los asuntos internos de otros países, no le pedirá cuentas sobre su forma de gobernar y le facilitará seguir ejerciendo una cierta influencia dentro de las distintas organizaciones multinacionales en las que ambos participan, siempre que no trate de frenar su avance hacia el podio mundial.