Nos dijeron que marcaría el comienzo de una nueva era de libertad, activismo político y paz perpetua. Se equivocaron. 

 

“Ha sido una fuerza positiva”

No. En los días en que la Red daba sus primeros pasos, nuestras esperanzas estaban por las nubes. Como ocurre con cualquier incipiente romance amoroso, queríamos creer que nuestro recién descubierto objeto de fascinación podía cambiar el mundo. Internet fue elogiado como la herramienta definitiva para fomentar la tolerancia, destruir el nacionalismo y transformar el planeta en una gran aldea global. En 1994, un grupo de aficionados digitales, liderados por Esther Dyson y Alvin Toffler, publicó un manifiesto con el modesto título de Una carta magna para la era del conocimiento, que prometía el ascenso de los “vecindarios electrónicos unidos no por la geografía, sino por intereses comunes”. Nicholas Negroponte, el entonces renombrado director del MIT Media Lab, predijo histriónicamente en 1997 que el ciberespacio pulverizaría las fronteras entre las naciones
y marcaría el comienzo de una nueva era de paz mundial.

La Red, tal y como la conocemos, lleva funcionando unas dos décadas, y sin duda ha sido transformadora. La cantidad de bienes y servicios disponibles on line está aumentando. La comunicación a través de las fronteras es más sencilla que nunca: las elevadas cuentas telefónicas internacionales han sido sustituidas por baratas suscripciones a Skype, mientras que Google Translate ayuda a los lectores a navegar por las páginas web en español, mandarín, maltés y en otras más de cuarenta lenguas. Pero al igual que las generaciones pasadas quedaron decepcionadas al comprobar que ni el telégrafo ni la radio cumplieron las promesas de cambiar el mundo que habían hecho sus más ardientes defensores, no hemos observado ningún avance impulsado por Internet en lo que respecta a la paz global, el amor y la libertad.

Y, probablemente, no lo veremos. Podría decirse que muchas de las redes transnacionales fomentadas por Internet empeoran –en lugar de mejorar– el mundo tal y como lo conocemos. Por ejemplo, en una reciente reunión para erradicar el comercio ilegal de animales en peligro, se señaló a Internet como el principal motor del aumento del comercio global de especies protegidas. El ciberespacio de hoy es un mundo donde los activistas homófobos de Serbia recurren a Facebook para organizarse contra los derechos de los gays, y donde los conservadores de Arabia Saudí están estableciendo los equivalentes on line del Comité para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio. Demasiado para la “libertad de conexión” elogiada por la secretaria de Estado estadounidense, Hillary Clinton, en su grandilocuente discurso sobre Internet y los derechos humanos. Lo más triste de todo es que un mundo interconectado no es intrínsecamente un mundo más justo.

 

“Twitter minará a los dictadores”

Incorrecto. Los tuits no hacen caer a los gobiernos; las personas, sí. Y lo que hemos aprendido hasta ahora es que los sitios de redes sociales pueden ser tanto útiles como perjudiciales para los activistas que operan desde dentro de los regímenes autoritarios. Los defensores de las protestas virtuales que proliferan hoy en día señalan que los servicios como Twitter, Flickr o YouTube han facilitado mucho la circulación de la información férreamente controlada por el Estado en el pasado, sobre todo de fotos y vídeos truculentos y de abusos por parte de la policía y los tribunales. Podemos fijarnos en los disidentes birmanos que difundieron a través de los teléfonos móviles fotos que documentaban cómo reprimió la policía las protestas, o los blogueros de la oposición en Rusia, que lanzaron Shpik.info como un sitio tipo Wikipedia que permite a cualquier persona subir a la Red fotos, nombres y datos de contacto de supuestos “enemigos de la democracia” –jueces, oficiales de la policía e incluso algunos políticos– que actúan de manera cómplice amordazando la libertad de expresión. Son famosas las declaraciones del año pasado del primer ministro británico, Gordon Brown, cuando afirmó que el genocidio ruandés habría sido imposible en la era de Twitter.

¿Pero más información se traduce en más poder para arreglar lo que está mal? No necesariamente. Ni el régimen iraní ni el birmano se han desmoronado por la presión de las fotos pixeladas de abusos de derechos humanos difundidas a través de las redes sociales en Internet. De hecho, las autoridades iraníes han tenido tantas ansias de aprovecharse del ciberespacio como sus opositores del movimiento verde. Después de las protestas del año pasado en Teherán, lanzaron una web que publica fotos de las protestas, instando a la ciudadanía a identificar por su nombre a los manifestantes rebeldes. Con las fotos y los vídeos cargados en Flickr y YouTube por los opositores y sus simpatizantes occidentales, la policía secreta dispone ahora de una amplia gama de pruebas incriminatorias. Ni Twitter ni Facebook ofrecen la seguridad necesaria para que una revolución llegue a buen término, e incluso podrían servir como sistema de alerta temprana para gobernantes autoritarios. Si los alemanes del Este hubieran tuiteado comentando sus sentimientos en 1989, ¿quién sabe lo que habría hecho la Stasi?

Incluso cuando Twitter y Facebook contribuyen a marcar victorias parciales, un jugador no apostaría por segunda vez. Fijémonos en el ejemplo clásico de los utópicos digitales: a principios de 2008, un grupo de Facebook puesto en marcha por un ingeniero colombiano de 33 años suscitó protestas masivas, con más de dos millones de personas manifestándose en las calles de Bogotá en contra de la brutalidad de las FARC. (Un artículo de The New York Times sobre las protestas apuntó: “Facebook ha contribuido a generar protestas públicas en Colombia, un país sin una historia de manifestaciones masivas”). Sin embargo, cuando el pasado septiembre los mismos revolucionarios digitales trataron de organizar una marcha similar en contra del líder venezolano y patrocinador de las FARC, Hugo Chávez, se quedaron sin saber qué decir.

Las razones por las que las campañas de seguimiento no cuajan no suelen tener nada que ver con Facebook o Twitter, y sí con problemas más generales de organización y mantenimiento de un movimiento político. Los entusiastas sostienen que la Web ha facilitado la organización. Pero esto es verdad sólo en parte; aprovechar al máximo la organización on line exige un movimiento bien disciplinado con objetivos, jerarquías y procedimientos operativos definidos (la campaña presidencial de Barack Obama). Pero si un movimiento político está mal organizado y desenfocado, Internet lo único que hace es exponer y difundir sus vulnerabilidades. Esto, por desgracia, suena mucho al desorganizado movimiento verde de Irán.

 

“Google defiende la libertad en Internet”

Sólo cuando le conviene. Si la comunidad mundial de derechos humanos tuviera que elegir su empresa Fortune 500, Google –el abrumador líder planetario de los motores de búsqueda de Internet y que ha marcado tendencia en todo, desde la cartografía global hasta las redes sociales– sería el aspirante mejor situado. Rechazando las exigencias de la censura del Gobierno de Pekín, la empresa decidió trasladar su motor de búsqueda chino a Hong Kong y prometió no cejar en el empeño de proteger las identidades de los disidentes chinos que utilizan Gmail. Gran parte del mundo occidental aplaudió esta decisión, dado que Google parecía estar a la altura de su lema corporativo “don’t be evil” (“no seas malo”).

Hay que recordar que Google, como cualquier corporación, se mueve por ganar dinero más que por un propósito superior. La compañía inició su actividad en China no para extender el evangelio de la libertad en Internet, sino para vender publicidad en el que hoy es el mercado on line más grande del mundo. No fue hasta cuatro años después de haber accedido a censurar los resultados de su motor de búsqueda cuando se negó a seguir haciéndolo. Sin embargo, si hubiera logrado una mayor penetración entre los consumidores chinos, ¿alguien duda de que su decisión de desafiar al Imperio del Centro hubiera sido mucho más difícil?

Algunas veces, Google funciona realmente guiado por sus principios. A comienzos del mes de marzo, los ejecutivos de la empresa celebraron un evento conjunto con FreedomHouse, con blogueros de Oriente Medio que se desplazaron hasta Washington para participar en una serie de charlas sobre cuestiones como el “poder de los medios de comunicación digitales en los movimientos sociales” y “partidos políticos y elecciones  2.0”. El pasado verano protegió a Cyxymu, un bloguero georgiano que fue objeto de intensos ciberataques –supuestamente por parte de nacionalistas rusos descontentos con su postura en la guerra entre Rusia y Georgia en 2008–, manteniendo on line su blog.

Pero la reputación de la empresa como defensora de la libertad en Internet es desigual. Por ejemplo, su proceso de filtrado en Tailandia –condicionado por la estricta legislación del país contra las ofensas a la monarquía– no es muy transparente, y recibe muchas críticas por parte de los ciberciudadanos del país. La defensa de Google de la libertad en Internet es, en última instancia, una postura basada en principios pragmáticos, con unas reglas que se aplican a menudo en función de cada caso. Sería en cierto modo ingenuo –y tal vez, incluso, peligroso– esperar que Google se convirtiera en la nueva Radio Free Europe.

 

“La Red contribuye a que los gobiernos respondan cada vez más de sus actuaciones”

No necesariamente. Muchos ciberadictos a ambos lados del Atlántico que antes no mostraban ningún interés en los debates políticos han asumido con frenesí el desafío de jugar a ser el perro guardián del Gobierno, introduciendo día y noche información pública y subiéndola on line. Desde el TheyWorkforYou de Gran Bretaña al Mzalendo de Kenia, pasando por varios proyectos asociados a la Sunlight Foundation con sede en EE UU, tales como MAPLight.org, un host de nuevos sitios web independientes, han comenzado a supervisar la actividad parlamentaria, e incluso algunos ofrecen comparaciones entre los registros de votos de los parlamentarios y las promesas electorales.

Pero ¿esos esfuerzos se han traducido en una política mejor o más honesta? Los resultados, hasta ahora, son bastante desiguales. Incluso los más idealistas están comenzando a entender que las patologías políticas e institucionales afianzadas –no los problemas técnicos– son las barreras más importantes para una política más abierta y participativa. La tecnología no necesariamente extrae más información de los regímenes cerrados; más bien permite a más gente acceder a la información que está disponible. Los gobiernos siguen influyendo en la determinación de qué tipo de datos se revelan. Hasta el momento, incluso la Administración Obama, el autoproclamado paladín del “gobierno abierto”, es objeto de críticas de grupos defensores de la transparencia por difundir información sobre el recuento de la población de caballos y burros, pero ocultar datos más delicados sobre los arrendamientos de petróleo y gas.

E incluso cuando se difunden los datos más detallados, esto no siempre conduce a políticas reformadas, como señaló Lawrence Lessig. Establecer vínculos significativos entre la información, la transparencia y la rendición de cuentas exigirá crear instituciones democráticas sólidas y sistemas efectivos de pesos y contrapesos. Internet puede ayudar, pero sólo hasta cierto punto: es voluntad política y no mayor información lo que sigue faltando con demasiada frecuencia.

 

“El ciberespacio fomenta la participación política”

Eso habría que definirlo. Sin duda ha creado nuevos cauces para el intercambio de opiniones y de ideas, pero no sabemos si esto fomentará el atractivo y la práctica global de la democracia. Donde algunos ven una renovación del compromiso cívico, otros ven pasitivismo, el nuevo término peyorativo para las campañas políticas superficiales, periféricas y poco sólidas que parecen prosperar con fuerza en Internet, algunas veces a expensas de otras más efectivas en el mundo real. Y cuando algunos aplauden nuevas iniciativas on line en teoría dirigidas a aumentar la participación cívica, como el lanzamiento previsto por Estonia en 2011 de un sistema de votación vía mensajes de texto, otros, entre los que me incluyo, dudan de si el fastidio de tener que presentarse en un colegio electoral una vez cada cuatro años es lo que realmente hace que los ciudadanos poco comprometidos eviten el proceso político.

En el debate sobre el impacto de Internet en la participación resuena una controversia muy anterior en el tiempo sobre los ambiguos efectos políticos y sociales de la televisión por cable. Mucho antes de la invención de los blogs, los académicos y los expertos debatían sobre si la caja tonta estaba convirtiendo a los votantes en maniacos pasivos y apolíticos del entretenimiento que, cuando se les daban mayores opciones, preferían los puñetazos de James Bond a los telediarios de la noche, o si los estaba transformando en ciudadanos hiperactivos y obsesivos que ven informativos políticossin parar. El razonamiento entonces (y ahora) era que la democracia al estilo americano se estaba convirtiendo en un mercado nicho para la política, con las masas obsesionadas por el entretenimiento optando por no participar, ni en televisión ni en las cabinas de votación, y los adictos a la información buscando chutes cada vez más rápidos en el acelerado ciclo de las noticias. Internet es televisión por cable a base de esteroides; nunca ha sido tan fácil conectarse y desconectarse del discurso político.

Otro peligro es que incluso las noticias que leemos provendrán cada vez más de fuentes seleccionadas, como nuestros amigos de Facebook, lo que podría reducir la variedad de visiones. El 75 % de los estadounidenses que consumen noticias on line afirman que reciben algunas a través de e-mails reenviados o a partir de las redes sociales, según un estudio realizado en 2010 por el Pew Research Center’s Internet & American Life Project. En la actualidad, menos del 10% de la población reconoce informarse sólo a través de una plataforma mediática. Pero eso podría cambiar a medida que las fuentes tradicionales de noticias pierden cuota de mercado a favor de la Web.

 

“La Web está destruyendo las noticias internacionales”

Sólo si dejamos que lo haga. No oiremos esto de la mayor parte de las organizaciones occidentales de noticias, que en la actualidad están luchando por su supervivencia financiera y cerrando oficinas en el extranjero, pero nunca hemos tenido un acceso tan rápido a más noticias internacionales que hoy en día. Es posible que agregadores como Google News estén afectando a los modelos de negocio de CNN y  The New York Times, forzando recortes sustanciales en una forma particularmente costosa de recopilación de noticias –como los corresponsales–, pero también están equilibrando el terreno de juego para miles de fuentes de noticias nicho y de países específicos, ayudándoles a llegar a audiencias globales. ¿Cuántas personas estarían leyendo AllAfrica.com o el Asia Times Online si no fuera por Google News?

Aunque despreciemos el papel de Internet por destruir el modelo de negocio que apoyaba la transmisión de noticias internacionales al estilo de la vieja escuela, también deberíamos celebrar los efectos positivos de la Web en la calidad de la investigación sobre asuntos globales que se hace hoy en día en la periferia del negocio de la información. La instantaneidad en la comprobación de hechos, la posibilidad de seguir de forma constante una noticia a partir de múltiples fuentes y los extensos archivos periodísticos que están ahora disponibles de forma gratuita eran inimaginables incluso hace 15 años.

El peligro real en el cambiante panorama de las noticias internacionales es la ausencia de moderadores inteligentes y respetados. Es posible que Internet sea un paraíso para los adictos a las noticias con criterio, pero es un confuso popurrí de información para el resto de los mortales. Incluso lectores muy sofisticados podrían no saber la diferencia entre The Global Times, un diario chino nacionalista publicado bajo los auspicios del Partido Comunista, y The Epoch Times, otro diario relacionado con China, publicado por el grupo disidente Falun Gong.

 

“Internet nos acerca”

No. La geografía sigue siendo importante. En su best seller de 1997, La muerte de la distancia, la entonces directora gerente de The Economist, Frances Cairncross, predijo que la revolución de las comunicaciones impulsada por Internet “aumentaría el entendimiento, fomentaría la tolerancia y, en última instancia, promovería la paz mundial”. Pero declarar la muerte de la distancia era prematuro.

Incluso en un mundo interconectado, el hambre de bienes y de información por parte de los consumidores sigue dependiendo de los gustos, y la ubicación sigue determinando esos gustos de manera muy fiable. Por ejemplo, un estudio de 2006 publicado en The Journal of International Economics reveló que para ciertos productos digitales –como música, juegos y pornografía– cada aumento del 1% en la distancia física con respecto a Estados Unidos reducía un 3,25% el número de visitas que un estadounidense hacía a un determinado sitio en la Red. No sólo las preferencias de los usuarios, sino también las acciones del Gobierno y las empresas, motivadas tan a menudo tanto por el coste y el copyright como por las agendas políticas, podrían suponer el final de la era del Internet único. Es decir, los días en que todo el mundo puede visitar los mismos sitios web, con independencia de la ubicación geográfica, podrían estar tocando a su fin, incluso en el mundo libre y gratuito. Estamos asistiendo a más intentos, sobre todo por parte de las empresas y de sus abogados, de mantener a los extranjeros lejos de ciertos bienes Web. Por ejemplo, el contenido digital que está disponible para los británicos a través del innovador iPlayer de la BBC cada vez está menos disponible para los alemanes. Los noruegos ya pueden acceder a 50.000 libros on line con copyright de forma gratuita, a través de la iniciativa Bookshelf. El Gobierno está pagando la factura de los más de 650.000 euros anuales en concepto de costes de licencia y no tiene intención de subvencionar al resto del mundo.

Además, muchos famosos pioneros de Internet –Google, Twitter o Facebook– son empresas estadounidenses cada vez más temidas por otros gobiernos, que las consideran agentes políticos. En China, Cuba, Irán e incluso Turquía ya se está promocionando la “soberanía de la información”, un eufemismo para sustituir los servicios prestados por empresas occidentales de Internet por servicios prestados por las suyas, más limitadas pero de cierta forma más sencillas, para controlar productos, fragmentando más la Red mundial en numerosas Internet nacionales. Se acerca la era de un Internet fragmentado.

Después de dos décadas, el ciberespacio no ha provocado la caída de dictadores ni ha eliminado fronteras. Sin ninguna duda, no ha marcado el comienzo de una era de formulación racional y documentada de políticas. Ha acelerado y amplificado muchas fuerzas en funcionamiento en el mundo, a menudo consiguiendo que la política sea más combustible e impredecible. Cada vez más, Internet parece una versión sobrecargada del mundo real, con todas sus promesas y peligros, mientras que la ciberutopía que los primeros entusiastas de la Red pronosticaron parece cada vez más ilusoria.