Un hombre toca con su dedo la mano de un autómata durante la Conferencia Internacional de Robots en Madrid, noviembre de 2014. Gerard Julien/AFP/Getty Images
Un hombre toca con su dedo la mano de un autómata durante la Conferencia Internacional de Robots en Madrid, noviembre de 2014. Gerard Julien/AFP/Getty Images

Existen pocos debates más controvertidos que el del uso intensivo de robots en cualquier actividad humana. Ha llegado el momento de discutir sin alarmismos y confrontar los verdaderos peligros dejando a un lado la ciencia ficción.

 

“Los robots destruyen más empleos de los que crean”

Podemos discutirlo. Los analistas y medios de comunicación suelen hacer sus cálculos teniendo en cuenta sólo dos variables: cuántos trabajos son automatizables y cuántos operarios están siendo reemplazados en estos momentos por una máquina inteligente.

Sin embargo, esa estimación es mucho más burda e inexacta de lo que parece. Para empezar excluyen de la ecuación los puestos de trabajo que crean las industrias que producen los robots. La nueva fiebre por este tipo de máquinas inteligentes y la aparición de unas posibilidades técnicas que antes no existían han provocado la emergencia de decenas de empresas en todo el mundo que cada vez están en mejores condiciones de doblegar a los países que habían dominado tradicionalmente el sector (Alemania, Suiza y Japón) y sus gigantes corporativos (Kuka, ABB, Staübli y Fanuc). El valor de mercado del segmento de los robots industriales superó los 26.000 millones de euros en 2013 mientras que el de la inteligencia artificial va a situarse en 27.000 millones de euros en 2015.

Tampoco contabilizan los puestos que genera la robótica en las industrias auxiliares. Para que los autómatas cumplan su función, hace falta personalizarlos y adaptarlos a las circunstancias específicas donde van a desarrollar su labor. Aquí intervienen programadores de software, productores de elementos claves como las pinzas o las garras, los que diseñan y producen las máquinas (no inteligentes) que tienen que acompañar a los robots, etcétera. Todos estos accesorios valen en su conjunto más que el autómata.

Hasta que podamos estimar con alguna precisión la creación de empleos en las industrias auxiliares y en las que producen los robots resultará imposible saber si los autómatas destruyen más empleo del que generan. Tampoco debemos perder de vista los puestos de trabajo que protegen de la deslocalización en las fábricas de los países desarrollados y aquellos que crean de la nada al facilitar el regreso a lugares como España o Estados Unidos de las factorías que se fueron hace años a los emergentes.

 

“Los robots hacen más daño a los países emergentes que a los desarrollados”

Sin duda. La gran ventaja competitiva de la mayoría de los países emergentes ha sido durante décadas el bajísimo nivel de sus costes. Las grandes multinacionales abrían fábricas o fichaban socios locales competentes por muy poco dinero y a veces hasta podían aprovechar una regulación laboral atroz que toleraba contratos de semi-esclavitud con la excusa de que ellos ofrecían mejores condiciones que los terribles empleadores del país. Además, su capacidad de negociación con los Gobiernos destinatarios de sus inversiones era enorme en muchos casos, por lo que podían contar con generosos incentivos fiscales y la ocasional vista gorda sobre el impacto medioambiental de fábricas altamente contaminantes.

¿Qué es lo que ocurre con la robótica? Si la aplicamos a la industria, que es donde se concentran la inmensa mayoría de los autómatas, obviamente supone un aumento de la eficiencia de las factorías que afecta por igual a todos los Estados con independencia de su nivel de desarrollo. Eso quiere decir que la reducción de los costes -ahora producen muchísimo más con muchísimo menos personal- permitirá que las multinacionales se lleven, por ejemplo, algunas de las plantas que tienen en México a Estados Unidos sin perder dinero. La clave está en automatizar los procesos para los que antes necesitaban cientos de manos en las famosas maquilas y en negociar incentivos fiscales con unos políticos -los de los países desarrollados- deseosos de que los consideren promotores de la reindustrialización de sus regiones.

En estas circunstancias, los países emergentes cuya ventaja competitiva era únicamente el precio de su mano de obra o la vía libre a la contaminación fabril se encontrarán con unos robots que hacen en París o Barcelona el trabajo de sus operarios más rápido, más preciso y muchas veces hasta más barato y, por si fuera poco, unas factorías automatizadas que tienden a contaminar menos. Otros dos hechos golpearán con dureza la ventaja de los emergentes: ya no hay por qué asumir los costes logísticos y los aranceles relacionados con producir en Asia y vender, por ejemplo, en Europa, ni las multinacionales tienen que aceptar, necesariamente, una condiciones laborales de explotación en el Tercer Mundo que después se traducen en un perjuicio brutal para su imagen de marca.

 

“Los robots hacen daño a todos los países emergentes por igual”

Falso. Los autómatas apenas hacen daño a los países emergentes con costes extremadamente bajos, porque la técnica no ha llegado a abaratar las máquinas hasta ese punto. Algunas empresas han empezado a traer fábricas desde China a España como en el caso del fabricante de móviles BQ, pero parece todavía muy lejano el día en el que hagan lo mismo Inditex o Mango con las que poseen en lugares mucho más baratos como Camboya o Bangladés.

Por otro lado, hay que tener en cuenta que los costes logísticos y los aranceles siguen jugando un papel y que el acceso a un mercado enorme sigue siendo más apetitoso que llenar de robots una fábrica en Europa o Estados Unidos. Pensémoslo bien: las multinacionales se mudaron a África o Asia sobre todo porque la mano de obra resultaba baratísima, pero descubrieron por el camino que podían vender grandes cantidades de productos en algunos de los países que los habían recibido con los brazos abiertos y que la inversión extranjera estaba ayudando a crecer a ritmos anuales de dos dígitos.

Por eso, ahora tiene poco sentido muchas veces producir en Europa o Estados Unidos algo que se va a comercializar en China, en Brasil, en Rusia, en Suráfrica o en India. Cada uno de esos países puede justificar que se mantenga una fábrica allí para dar servicio a un mercado de millones de personas sin verse obligados a pagar unos disparatados costes de transporte en barco o aranceles cada vez que nuestros productos – sean teléfonos móviles o pasta de dientes- pasen por la frontera.

¿A qué países emergentes pueden hacer más daño, por lo tanto, los robots a corto plazo? A los que hayan aumentado sus salarios en las últimas décadas como en el caso de China pero que, al contrario que ésta, no puedan ofrecer un mercado que justifique la permanencia de una fábrica próxima a cientos de millones de clientes potenciales.

 

“La presencia de robots mina el Estado del bienestar”

Para nada. Si revisamos el ránking de la Federación International de Robótica que clasifica a los países según su densidad de robots, veremos que siete de los diez primeros poseen algunos de los Estados de bienestar más amplios del mundo. Nos referimos a Japón, Suecia, Alemania, Finlandia y Dinamarca, pero también a España o Italia. Los tres que faltan, y que disponen de redes sociales más finas, son Estados Unidos, Corea del Sur y Taiwan.

Hasta la fecha, ningún estudio parece haber sido capaz de relacionar la presencia de legiones de autómatas con la explotación de los trabajadores o la erosión de sus derechos laborales. Es verdad que se han publicado en los medios de comunicación ejemplos espectaculares como los de las plantas logísticas de Amazon, donde los trabajadores humanos son dirigidos, vigilados y evaluados casi en todo momento por sistemas informáticos automatizados. Amazon es una de las compañías que más quejas ha atraído en Europa y Estados Unidos por abusar presuntamente de los derechos de sus trabajadores, que sufren salarios bajísimos y jornadas largas y estresantes.

Sin embargo, fuentes del sector de la robótica en España añaden un necesario matiz: los robots, igual que los cuchillos, pueden utilizarse para fines tan contradictorios como facilitarnos la vida o acabar con ella. La necesaria protección de los trabajadores dependerá de la cultura de la cada empresa, de las leyes laborales y de la actividad de los inspectores de trabajo… no de la presencia de los autómatas.

 

“La llegada masiva de los robots puede multiplicar la desigualdad”

Lo más probable. Aunque parece muy discutible que la desigualdad haya aumentado tanto en las últimas décadas en los países desarrollados como dice el economista francés Thomas Piketty, lo que está claro es que la clase media ha sufrido un estancamiento en sus ingresos mientras la clase alta seguía incrementándolos a buen ritmo. El principal argumento de Piketty consiste en que la rentabilidad de los bienes de capital (como pueden ser las acciones, las participaciones en fondos de pensiones privados o los pisos) ha crecido mucho más rápido que los salarios. En estas circunstancias, los que poseen más bienes de capital son cada vez más ricos y los que dependen sobre todo de sus nóminas (y por supuesto de las ayudas públicas) para salir adelante son, en comparación, cada vez más pobres.

¿Qué relación tiene todo esto con la llegada masiva de los autómatas? Es sencillo: en los últimos años las empresas y los mercados han tendido a repartir los frutos del incremento de la eficiencia y la competitividad de forma muy desigual. Por lo general, se han beneficiado principalmente los que poseen unos títulos que ahora valen más (es decir, los accionistas y los directivos que son recompensados con stock options) y los principales gestores de un negocio que, como va viento en popa en parte gracias a ellos, les permite justificar un aumento considerable de sus salarios sin enfadar a los propietarios de la empresa.

Si los robots son una fuente de mayor competitividad y eficiencia para la industria y cada vez más para el sector servicios, entonces están convirtiéndose en el combustible que los mercados y los primeros espadas de las compañías transformarán en desigualdad no sólo incrementando los ingresos de los dueños y los directivos, sino también despidiendo a profesionales con muy pocas posibilidades de recolocarse sin sufrir drásticas rebajas salariales porque se especializaron en tecnologías ya obsoletas.

Obviamente, nada de esto es automático: es posible que las empresas no sean cotizadas (hay que descontar buena parte del impacto de la revalorización de las acciones) y que los directivos utilicen los beneficios de la compañía no tanto para multiplicar sus salarios exponencialmente sino para subir los de la plantilla, tratar mejor a los proveedores y hacer unas nuevas incorporaciones a las que tendrán que ofrecerles condiciones más atractivas.

También es posible que algunos programas de formación públicos y privados sirvan de verdad para que los parados puedan reciclarse de forma menos traumática y para que las empresas apuesten antes por formar a alguien que por despedirlo. Es falso decir que los Estados no puedan amortiguar el golpe de la automatización a gran escala cuando el desempleo es mínimo en tres de los países que tienen más robots en sus sistemas industriales y que dependen más de sus industrias para generar crecimiento. Nos referimos a Alemania, Japón y Corea del Sur.

 

“Es inminente que existan súper-robots más inteligentes que los seres humanos”

No es así. Los expertos más optimistas los sitúan a varias décadas de distancia y cada vez son más los especialistas que creen que la inteligencia artificial, tal como hoy la conocemos, nunca superará a la humana principalmente por tres motivos.

El primero es que la inteligencia humana es consciente de sí misma, mientras que un autómata no se ve a sí mismo como un autómata si no lo programamos para que se clasifique como tal. Por cierto, una cosa es clasificarse y otra entender las distintas categorías, los motivos por los que alguien pertenece a una de ellas y las posibilidades de estirarlas y redefinirlas para adaptarlas a la vida real que, como sabemos, está en constante cambio. Si consideramos que uno de los requisitos básicos para que podamos hablar de inteligencia es la capacidad para adaptarse rápidamente al medio y las circunstancias, los robots de hoy son menos inteligentes que los animales y las plantas.

El segundo se encuentra directamente relacionado con el primero. Los robots acumulan información y cumplen tareas concretas pero no aprenden en absoluto como nosotros porque ni poseen nuestro cerebro ni los científicos han sido capaces de replicar las infinitas y disparatadas interacciones neuronales de un cerebro humano.

Más claro: nosotros no sólo aprendemos cuando estudiamos un libro y vomitamos su contenido en un examen o unas oposiciones (que podría parecerse a lo que hace un autómata), sino también y muy especialmente gracias a nuestras experiencias, a la interacción con el entorno y a la interpretación creativa que hacemos de todo ello. Los robots no se enriquecen con semejantes (ni siquiera ven semejantes aunque la máquina que tengan enfrente sea exactamente igual que ellos), no extraen conclusiones de sus errores para aplicarlas en otras circunstancias totalmente distintas y, por supuesto, no saben utilizar las herramientas de la inteligencia emocional, claves para que el trabajo en equipo o las relaciones sociales nos permitan conseguir más rápidamente nuestros objetivos.

El tercer motivo es que parece poco probable que los autómatas lleguen a desarrollar una consciencia tal de sus propias carencias que les permita satisfacer todas sus prioridades más básicas de forma autónoma: deberían poder, por ejemplo, repararse a sí mismos cuando las averías y los accidentes que sufran no tengan precedentes idénticos, construir a otros más perfectos que ellos que respondan mejor a las cambiantes necesidades de la comunidad que garantiza su supervivencia, desarrollar e identificar en ellos mismos habilidades nuevas para las que no hayan sido programados previamente y que puedan serles más útiles en un momento determinado, inventar formas más eficientes de aprovechar la energía que consumen (creando de paso una red que les garantice un suministro seguro) o diseñar unas instituciones que les permitan resolver conflictos y aprovechar su inteligencia colectiva. En estos momentos, la única posibilidad de conseguir semejante proeza es la combinación entre los poderes de los hombres y las máquinas creando una especie de raza híbrida, algo que está aún más fuera de nuestro alcance ahora mismo que la multiplicación de las capacidades de los robots.

Todo ello nos lleva a un debate que ha empezado a surgir en el seno de la ONU sobre los llamados “robots asesinos”, que son máquinas dotadas de inteligencia artificial dirigidas a la eliminación de objetivos militares, sean infraestructuras o personas. Algunos países están intentando que se hagan responsables a los autómatas de la destrucción que provoquen. La respuesta de los expertos, por lo general, ha sido tajante: son responsables los que los programan para una misión de estas características, los que toman la decisión de utilizarlos y, si los robots equivocan sus objetivos por algún error en el sistema, habrá que investigar a quienes podrían haber evitado el fallo si es que eso era posible. No, casi nadie sostiene que un autómata pueda acabar en la silla eléctrica o en el banquillo de la Corte Penal Internacional aunque lo llamemos “asesino” para no asumir las consecuencias de nuestras decisiones.