El ecologismo se ha convertido, por fin, en algo corriente, y los políticos, desde Londres hasta Seúl, invierten miles de millones en tecnologías limpias que, según ellos, crearán puestos de trabajo. Ahora bien, como no estemos dispuestos a correr el riesgo de sufrir un poco más, la revolución verde podría venirse abajo incluso antes de empezar.

 

“El ecologismo acabará con la recesión”

David McNew/Getty Images

Ni mucho menos. El presidente estadounidense, Barack Obama, se ha comprometido a invertir 150.000 millones de dólares (unos 111.000 millones de euros) en tecnología verde durante la próxima década y ha hecho grandes promesas en relación con sus prioridades ambientales. “Nos ayudará también a transformar nuestras industrias y sacar al país de la crisis económica mediante la creación de cinco millones de nuevos puestos de trabajo verdes que estarán bien remunerados y no podrán trasladarse a otros sitios”, declaró en noviembre.

El primer ministro británico, Gordon Brown, también ha pedido el establecimiento de un “nuevo acuerdo verde” internacional para crear una “recuperación baja en carbono”. Naciones Unidas quiere que el 1% del PIB mundial se dedique a iniciativas ecológicas. Los países ricos como Canadá, Japón y Corea del Sur están cumpliendo ese deseo y gastando miles de millones de dólares en promover proyectos beneficiosos para el medio ambiente y empresas verdes.

Hasta el Congreso estadounidense está estudiando una serie de medidas para reducir los gases de efecto invernadero, desde mandatos reguladores como el aumento del ahorro de combustible en los vehículos o la exigencia a las compañías de electricidad de que produzcan más a partir de fuentes renovables, hasta los impuestos sobre el carbono y un sistema de comercio de derechos de emisión para las compañías eléctricas.

Muchas de estas ideas son dignas de tenerse en cuenta por motivos ambientales. Pero no está claro que además ofrezcan el dividendo de ayudar a impulsar la economía. Para empezar, la crisis financiera global tiene que ver esencialmente con otros asuntos: el estallido de las burbujas inmobiliaria y crediticia desde San Petersburgo hasta San Francisco, la implosión subsiguiente de un sector bancario internacional muy apalancado y las consecuencias para las economías reales. Estos acuciantes problemas no van a resolverse por pasar a utilizar coches movidos por hidrógeno ni instalar paneles solares en todos los tejados.

En segundo lugar, seamos sinceros: las regulaciones anticarbono crearán empleo pero también lo destruirán, al mismo tiempo. Pongamos como ejemplo Estados Unidos: dada la actual dependencia del país de unas centrales eléctricas baratas y que funcionan con carbón, los topes de emisiones de carbono se traducirán en unos precios altos para la electricidad (no está claro cuánto más elevados). Las empresas de fabricación más antiguas -sobre todo en sectores que utilizan mucha energía, como los productos derivados del petróleo y el carbón,  el papel, el cemento y los metales primarios- tendrán que afrontar costes más elevados, y eso tal vez les obligue a cerrar o a buscar localizaciones en otros países donde la electricidad sea más barata y las normativas sobre el carbono menos estrictas.

A la larga, es muy probable que un poco de destrucción creativa sea positivo. Las mismas normas que quizá destruyan empleo en la industria pesada servirán para estimular la fabricación de toda una serie de nuevos productos, como paneles solares y electrodomésticos y vehículos preparados para el ahorro de energía. Incluso el ex vicepresidente estadounidense Dick Cheney pensaría en comprar un coche que ahorre combustible si los precios de la gasolina suben lo suficiente.

Pero no contemos con que la tecnología limpia nos vaya a sacar del atolladero. La revolución verde no se producirá de la noche a la mañana.

 

“Los gobiernos deben promover las energías alternativas”

Depende cómo. Los gobiernos no suelen acertar a la hora de escoger ganadores. Pensemos en la Ley de Política Energética aprobada por EE UU en 2005, que exigía que la gasolina vendida en Estados Unidos se mezclara con cantidades cada vez mayores de combustible renovable. Tal como se pretendía, esa obligación creó una gran demanda de etanol obtenido a partir del maíz (que ya estaba muy subvencionado). Los senadores de las zonas productoras de este producto agrícola estaban encantados, pero los ecologistas y los economistas no tanto, porque el etanol derivado del maíz puede crear en su ciclo vital más carbono que la gasolina convencional. Ahora que los precios del crudo han bajado, los subsidios para esa fuente de combustible tienen poco sentido. Las fábricas de etanol recién construidas empiezan ya a oxidarse y los contribuyentes estadounidenses se ven obligados a apoyar una industria que nunca podría sobrevivir por sí sola.

Y el etanol no es un caso especial. Pensemos en el historial del poderoso ministerio de Economía, Comercio e Industria de Japón, que se creó para ayudar a determinados sectores. Los economistas Richard Beason y David Weinstein descubrieron que ese supuesto motor del éxito nipón había estado financiando a perdedores y que la ayuda del Estado no hizo nada para aumentar la productividad entre 1955 y 1990.

¿Por qué se equivocan tanto en esto los gobiernos? Porque el futuro es difícil de predecir. Es mejor evitar los mandatos desde arriba (como los planes quinquenales soviéticos) y promover la experimentación individual. Una estrategia descentralizada permitiría que las empresas y los hogares identificasen las formas más eficaces de reducir sus huellas de carbono. En vez de entregar subsidios a tecnologías que pueden triunfar o no, los gobiernos deberían facilitar la igualdad de oportunidades obligando a los que contaminan a pagar los verdaderos costes sociales del consumo de combustibles sucios. Cuando mi central eléctrica enciende sus calderas, debería tener que pagar por los gases de efecto invernadero que emite, además del coste del carbón. Por ejemplo, mediante un impuesto sobre el carbono o un programa de comercio de derechos.

 

“China es ya más verde que Estados Unidos”

Ni hablar. Algunos, como el columnista del New York Times Nicholas Kristof, han sugerido que China, con su incursión en las celdas de combustible de hidrógeno y las nuevas normas más estrictas sobre el ahorro de combustible, amenaza con superar a Estados Unidos en el proceso de hacerse verdes.

Ojalá fuera verdad. La desafortunada realidad es que China tiene unos niveles de contaminación del aire y el agua muy elevados. Es cierto que las emisiones de gases de efecto invernadero del chino normal y corriente son muy inferiores a las de su homólogo estadounidense, pero esa diferencia está acortándose rápidamente, a medida que aumentan en el gigante asiático el número de vehículos de propiedad privada y el consumo de electricidad. En 2001 había 1,5 millones de vehículos en Pekín. En agosto de 2008, la cifra había aumentado a 3,3 millones. Si los chinos empezasen a consumir como los estadounidenses, la presión sobre los recursos aumentaría de forma espectacular. El geógrafo e historiador Jared Diamond, de la Universidad de California en Los Ángeles, advierte: “El consumo de petróleo aumentaría un 106%, por ejemplo, y el de metales un 94%. Si India se pusiera a la altura de China, los niveles mundiales de consumo se triplicarían”.

En cuanto a la producción de energía limpia y renovable, el Imperio del Centro está todavía más atrasado. Con sus amplias reservas de carbón, China puede hacer frente a su enorme demanda de electricidad sólo con abrir más centrales alimentadas con dicho mineral, aproximadamente tres o cuatro al mes. Incluso con la mejor tecnología disponible, cada megawatio/hora de energía creada por una planta alimentada con carbón genera un mínimo de 800 kilos de dióxido de carbono. En total, el país asiático está arrojando más de 6.000 millones de toneladas de dióxido de carbono cada año a la atmósfera, por no hablar del dióxido de azufre y otras partículas que representan una grave amenaza para la salud pública. No es exagerado decir que convencer a las autoridades chinas para que alteren esta ecuación es uno de los mayores retos que afronta la humanidad.

En realidad, sería un error concebir la competencia mundial para dominar la tecnología verde como un juego a todo o nada. Tal vez la mejor esperanza de domesticar las sucias plantas de carbón de China sea que los países ricos controlen una tecnología específica para el secuestro del carbono -como la de inyectar dióxido de carbono de forma segura bajo tierra o bajo el suelo marino- y ofrezcan luego el modelo a los chinos. Si el gigante asiático se vuelve más verde, todo el mundo saldrá beneficiado.

 

“Europa ha demostrado que lo ‘verde’ crea empleo”

Todavía no, aunque los optimistas pueden alegar casos de éxitos. Dinamarca, por ejemplo, ha obtenido un gran resultado desde el punto de vista de las relaciones públicas con su condición de principal exportador mundial de tecnología de turbinas de viento. España ha ofrecido subsidios generosos a los productores de electricidad renovable. Alemania ha invertido miles de millones de euros en energía solar (si bien quienes critican esos subsidios señalan que el precio del silicio se ha disparado como consecuencia y eso ha incrementado el coste de la energía solar en partes más soleadas del mundo).

Dejando aparte los problemas inherentes a la selección de ganadores por parte de los gobiernos, la recesión mundial puede mostrarnos si estos “éxitos” van a ser permanentes. El año pasado, en medio del incremento de los costes energéticos, Alemania y España redujeron sus subsidios solares; hoy, muchos productores luchan para sobrevivir por su cuenta. Un optimista diría que estas industrias tan jóvenes necesitan protección especial del Estado cuando están en su infancia, pero luego aprenden a base de actuar y convertirse en unos negocios más competitivos, rentables en el mercado mundial. Ahora bien, con la dificultad de obtener créditos para proyectos que necesitan mucho capital, esta teoría tiene unas perspectivas difíciles.

En cualquier caso, esas ayudas oficiales son caras. Dinamarca puede ser un éxito evidente, pero ¿cuántos fracasos verdes ha habido en Europa? Aplicar a un viejo subsidio industrial la nueva etiqueta  de estímulo “de empleo verde” puede ser, más que un plan ecológico, una forma políticamente correcta de transferir recursos del gobierno a un sector preferido. Los fabricantes de automóviles europeos han pedido uno de esos regalos, en apariencia para construir vehículos con mayor aprovechamiento del combustible. Los cínicos ponen en duda su sinceridad.

Y no olvidemos que los gobiernos se enfrentan a restricciones presupuestarias. Para hacer frente a los grandes subsidios estratégicos, los contribuyentes tendrán que pagar más. Unos impuestos más altos distorsionan las decisiones de consumo e inversión. Ante unos salarios más bajos después de impuestos, las familias reaccionan trabajando menos, y ante unos impuestos de sociedades más elevados, las empresas invierten menos en proyectos nuevos. El resultado final es una economía menos sólida.

 

“Se habla demasiado de las ciudades ‘verdes’”

La verdad es que no. Para el 2030, el 60% de la población mundial vivirá en ciudades. Esas personas serán más productivas, sanas y felices si viven en unas urbes limpias y habitables. Allí estarán los puestos de trabajo del futuro.

En el siglo XIX, Carlos Marx y Friedrich Engels lamentaban que el capitalismo nos hubiera proporcionado lugares tan desagradables como Manchester, en Inglaterra. Hoy, las ciudades verdes -con su aire limpio, sus parques y senderos y su desarrollo en función del transporte público- son las que están ganando la partida del capitalismo. La capacidad de atraer y retener a trabajadores cualificados es la clave para el crecimiento a largo plazo; no hay más que preguntar a la cámara de comercio de la difícil Detroit (EE UU), donde hoy hay casas en venta por sólo 13.000 dólares. Mientras tanto, ciudades en otro tiempo llenas de hollín como Pittsburgh, Nueva York y Londres se han reinventado como lugares donde la gente libre y culta desea vivir y trabajar.

Hoy, en todo el mundo, las ciudades con gran calidad de vida y ambiental tienen precios de viviendas más altos y pierden menos trabajadores cualificados que otras urbes cercanas con una calidad de vida peor. Estocolmo es un buen ejemplo. La capital sueca posee belleza física, y quizá no es casual que se haya desarrollado con una mezcla sinérgica de universidades, centros culturales y sedes financieras. En toda Europa, los altos impuestos de la gasolina y la ausencia de tierras urbanizables en las afueras de las ciudades han fomentado un desarrollo compacto en torno a los centros urbanos históricos y la dependencia de un transporte público rápido y de calidad.

En China, que cuenta con algunas de las ciudades más contaminadas del mundo, las fuerzas del mercado están dejando al descubierto la demanda de aire limpio. Los niveles de contaminación atmosférica en Pekín, por ejemplo, son cuatro veces peores que en Los Ángeles. Pero dentro de la inmensa ciudad, hay zonas con mucha contaminación y otras con aire bastante más limpio. Mis investigaciones me han revelado que los precios de las viviendas normales son mucho más bajos en las zonas de la ciudad con mayor contaminación y menos espacios verdes. Es decir, incluso en un país en el que el crecimiento económico parece ser la prioridad absoluta, la gente más preparada muestra su preferencia por lo verde.

 

“Los puestos de trabajo ‘de cuello verde’ no son más que un eslogan”

Sí. ¿Pero qué es lo que se vende? Hagamos este test de respuestas múltiples:
¿Quién es un trabajador de cuello verde?

A. Un camionero que lleva gasolina a una estación de servicio sin sufrir nunca derrames.

B. Un científico que investiga para mejorar la tecnología de baterías híbridas.

C. Un especialista en aislamiento de viviendas que se dedica a ayudar a las familias a tener un mejor aprovechamiento energético.

No es extraño que los cálculos sobre el impacto del plan energético de Obama en el empleo varíen tanto. Definir un puesto de trabajo verde es delicado. El camionero podría haber causado un desastre con un error por descuido. Su esfuerzo no aparecerá en el periódico, pero esas decisiones pequeñas ayudan a protegernos de los incendios y la contaminación. El científico tiene la posibilidad de crear una nueva tecnología capaz de impulsar el crecimiento y descarbonizar la economía.  Por último, muchas viviendas y oficinas no saben el dinero que despilfarran en electricidad y calefacción. Un equipo de especialistas en aislamiento puede arreglar esos agujeros, crear puestos de trabajo, rebajar las facturas de la luz y, de paso, disminuir la producción de gases de efecto invernadero.

Ahora bien, ¿qué pasa si estos tres trabajadores acuden al gobierno en busca de una subvención y el presidente sólo puede elegir a uno? ¿Cuál es el trabajo más verde de los tres? El presidente se vería obligado a escoger. ¿Tendría que dar prioridad a a) proteger la salud pública, b) apostar por la próxima generación de tecnología verde, o c) reducir al mínimo el despilfarro de energía?

 

“Detener el cambio climático impulsará el crecimiento económico”

No está demostrado. Un optimista confiaría en que los incentivos fiscales sobre el carbono y las políticas de comercio de derechos de emisión que hacen falta para detener el cambio climático aceleren el desarrollo de la economía del hidrógeno, que ofrece el beneficio de una energía verde y barata. Y, por supuesto, debemos preocuparnos por nuestros hijos. Nicholas Stern, de la London School of Economics, que ha sostenido que las ventajas de dedicar grandes recursos a detener el cambio climático son superiores a los costes, nos pide que nos sacrifiquemos ahora (tal vez hasta el 15% del consumo actual) para que las generaciones futuras sufran menos.

Tal vez compense. Pero no parece que vaya a estimular el crecimiento. Las inversiones para mitigar el carbono tendrán su coste, y otras inversiones valiosas se verán desplazadas por los recursos que dediquemos a detener el cambio climático.

Mientras tanto, la aritmética del calentamiento global es cada vez más estremecedora. Imaginemos que el sueño americano se extendiera a todo el mundo, que 8.000 millones de personas tuvieran un vehículo cada una con consumo medio de combustible y que circulara con él unos 15.000 kilómetros al año, una distancia típica. Sólo eso crearía más de 44.000 millones de toneladas de dióxido de carbono al año. Pero los principales científicos dicen que debemos reducir las emisiones a unos 7.000 millones de toneladas anuales para protegernos contra el cambio climático.

¿Cómo podemos llegar a eso? Hoy, los políticos pueden señalar esfuerzos concretos, como unos subsidios discutibles o un programa de “empleo verde”, y afirmar que están actuando. Y, aunque la mayoría de los economistas está de acuerdo en los incentivos -como los impuestos sobre el carbono- necesarios para hacer que la economía sea verdaderamente verde, los políticos, sobre todo los que proceden de zonas ricas en carbono, se resisten a adoptarlos, igual que unos votantes cada vez más preocupados por el bolsillo.

Con las políticas adecuadas, podemos construir una economía verde y estabilizar el clima. Un buen primer paso sería dejar de decirnos a nosotros mismos que las medidas a medias van a funcionar y que la transición va a ser fácil e indolora: unos cuantos subsidios aquí, un poco de magia tecnológica allá, y ya está, puestos de trabajo ecológicos. Ésa es probablemente la verdad más incómoda de todas.

 

¿Algo más?
En Green Cities: Urban Growth and the Environment (Washington, Brookings Institution Press, 2006), Matthew Kahn examina cómo las preferencias cambiantes sobre el medio ambiente influyen en el nuevo modo de desarrollarse y reducirse las ciudades. La web de la Brookings Institution ofrece mucha información sobre urbanismo y política ambiental.

El plan energético del presidente estadounidense, Barack Obama, incluye la creación de “cinco millones de nuevos puestos de trabajo” durante los próximos 10 años mediante una combinación de subsidios, la promoción de los vehículos híbridos enchufables, unos criterios de cartera renovable para las compañías eléctricas y un programa de comercio de derechos de emisión para los gases de efecto invernadero.

En Natural Capitalism: Creating the Next Industrial Revolution (Nueva York, Little, Brown and Co., 1999), el empresario ambiental Paul Hawken y los expertos en energía Amory y L. Hunter Lovins afirman que el ecologismo y el crecimiento económico no son incompatibles. El columnista de The New York Times Thomas Friedman se suma a esta causa en Hot, Flat, and Crowded: Why We Need a Green Revolution -and How It Can Renew America (Nueva York, Farrar, Straus and Giroux, 2008). En The Green Collar Economy: How One Solution Can Fix Our Two Biggest Problems (Nueva York, HarperCollins, 2008), el activista Van Jones afirma que una nueva ola de ecologismo puede crear puestos de trabajo y abordar las desigualdades económicas en Estados Unidos.

En ‘Depende: el cambio climático’ (FP edición española, febrero/marzo 2009), Bill McKibben advierte que quizá sea demasiado tarde para detener el calentamiento global. Por su parte, el periodista Andy Robinson analiza en ‘La revolución verde’ (FP edición española, febrero/marzo 2009) si en medio de una recesión galopante el mundo tendrá que elegir entre la ecología y la economía.