La paz mundial puede estar más cerca de lo que creemos.

 

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“El mundo es un lugar más violento que antes”

Ni hablar. El comienzo del siglo XXI parece lleno de guerras: los conflictos de Afganistán e Irak, los combates callejeros en Somalia, las insurgencias islamistas en Pakistán, las matanzas en República Democrática del Congo, las campañas genocidas en Sudán. En total, existen hoy en el mundo 18 guerras en las que se pelea de forma habitual. La opinión pública refleja esta sensación de que vivimos en un planeta cada vez más peligroso: un sondeo realizado hace unos años descubrió que el 60% de los estadounidenses pensaba que era probable que hubiera una tercera guerra mundial. Las expectativas respecto al nuevo siglo eran pesimistas ya antes de los atentados del 11 de septiembre de 2001 y sus sangrientas consecuencias: el politólogo James Blight y el ex secretario de Defensa estadounidense Robert McNamara habían sugerido ese mismo año que podíamos prever un promedio de 3 millones de muertes causadas por la guerra cada año en todo el mundo.

Hasta ahora, no ha sido así ni por asomo. De hecho, en la última década ha habido menos muertes por guerra que en cualquier otra década de los últimos 100 años, según datos recopilados por los investigadores Bethany Lacina y Nils Petter Gleditsch, del Instituto de Investigaciones para la Paz de Oslo. En el nuevo siglo, en todo el planeta, las muertes causadas directamente por violencia relacionada con la guerra han sido por término medio 55.000 al año, un poco más de la mitad que en los 90 (100.000 al año), un tercio de las que se producían durante la guerra fría (180.000 al año entre 1950 y 1989) y la centésima parte que en la Segunda Guerra Mundial. Si se tiene en cuenta el aumento de la población global, que prácticamente se ha cuadruplicado en el último siglo, el descenso es aún más acusado. No sólo no estamos en una era de anarquía asesina, sino que los 20 años desde que terminó la guerra fría han sido una época de rápido avance hacia la paz.

El conflicto armado ha disminuido, en gran parte, porque ha cambiado por completo. Las guerras entre grandes ejércitos nacionales desaparecieron casi del todo al terminar la guerra fría y, con ellas, las variantes más espantosas de destrucción masiva. Las guerras de guerrillas asimétricas de la actualidad son seguramente repugnantes e insolubles, pero nunca engendrarán nada parecido al sitio de Leningrado. El último conflicto entre dos grandes potencias, la guerra de Corea, terminó hace casi 60 años. La última guerra territorial sostenida entre dos ejércitos regulares, Etiopía y Eritrea, acabó hace un decenio. Hasta las guerras civiles, pese a ser un mal que persiste, son menos corrientes que en el pasado; hubo una cuarta parte menos en 2007 que en 1990.

Si el mundo parece un lugar más violento de lo que es no es porque haya más conflictos, sino porque tenemos más información sobre ellos. Unas batallas y unos crímenes de guerra que antes eran remotos llegan hoy de forma habitual a las pantallas de nuestros televisores y nuestros ordenadores, y más o menos en directo. Las cámaras de los teléfonos móviles han convertido a los ciudadanos en reporteros en muchas zonas de guerra. Las normas sociales sobre qué hacer con esa información también han cambiado. Como ha subrayado el psicólogo de la Universidad de Harvard Steven Pinker, “El descenso de la conducta violenta ha corrido paralelo al descenso de las actitudes que toleran o glorifican la violencia”, por lo que las atrocidades de hoy –que son suaves en comparación con otras de la historia– nos parecen “señales de lo bajo que puede caer nuestro comportamiento, no de lo elevados que se han vuelto nuestros criterios”.

 

“Estados Unidos interviene en más guerras que nunca”

Sí y no. Es evidente que EE UU está en pie de guerra desde el 11-S, con un con una contienda en Afganistán que aún continúa, que ha superado a la de Vietnam y es ya el conflicto más largo de la historia de Estados Unidos, y una guerra preventiva en Irak que acabó siendo más larga, más sangrienta y más cara de lo que todos esperaban. Si a eso se añaden la intervención actual de la OTAN en Libia y las campañas con aviones no tripulados en Pakistán, Somalia y Yemen, no es extraño que el gasto militar de la superpotencia haya crecido más del 80% en términos reales en los últimos 10 años. Este año asciende a 675.000 millones de dólares, un 30% más alto que al final de la guerra fría.

Sin embargo, aunque los conflictos de la era post 11-S sean más largos que los de generaciones pasadas, también son más pequeños y menos letales. En los 10 años de guerra transcurridos desde 2001 han muerto aproximadamente 6.000 militares estadounidenses, frente a los 58.000 de Vietnam y los 300.000 de la Segunda Guerra Mundial. Con que se pierda una vida en una guerra ya es demasiado, pero hay que situar esas muertes en contexto: el año pasado, murieron más estadounidenses al caerse de la cama que en todas las guerras en las que participa el país juntas.

Y los combates en Irak y Afganistán se han producido en un momento de cierres de bases militares y reducciones de personal en otros lugares del mundo. El aumento temporal del número de soldados estadounidenses en el sur de Asia y Oriente Medio, que han pasado de 18.000 a 212.000 desde 2000, contrasta con la retirada permanente de casi 40.000 de Europa, 34.000 de Japón y Corea del Sur y 10.000 de Latinoamérica en el mismo periodo. Cuando los soldados estadounidenses vuelvan a casa de las guerras actuales –y serán más los que vuelvan en un futuro próximo, empezando por los 40.000 de Irak y los 33.000 de Afganistán de aquí a 2012–, será la primera vez que haya tan pocas tropas de EE UU desplegadas en el mundo desde los años treinta. El presidente Barack Obama decía la verdad en junio cuando proclamó: “La marea de la guerra está retirándose”.

 

“La guerra se ha vuelto más brutal para la población civil”

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La verdad es que no. En febrero de 2010, un ataque aéreo de la OTAN alcanzó una casa en el distrito de afgano de Marja y mató al menos a nueve civiles que estaban dentro. La tragedia suscitó condenas y fue noticia, y el principal responsable de la OTAN en el país pidió disculpas al presidente Hamid Karzai. La reacción puso de relieve cuánto ha cambiado la guerra. Durante la Segunda Guerra Mundial, los bombarderos aliados mataron a cientos de miles de civiles en Dresde y Tokio, no por accidente, sino como táctica; Alemania, por supuesto, asesinó a millones de civiles. Y hoy, cuando los ciudadanos sufren daños, existen más personas dispuestas a cuidar de ellos. El dinero invertido en ayuda humanitaria pasó de 150 dólares por persona desplazada a principios de los 90 a 300 dólares en 2006, en términos reales. La ayuda humanitaria total ha pasado de 2.000 millones de dólares en 1990 a 6.000 millones de dólares en 2000 y (según las afirmaciones de los países donantes) 18.000 millones de dólares en 2008. Para quienes se encuentran entre dos fuegos, la guerra se ha vuelto más humana.

Sin embargo, muchos insisten en que la situación es la contraria. Por ejemplo, varias obras autorizadas sobre las labores de paz en las guerras civiles (La premiada At War’s End,de Roland Paris, y el libro de Michael Doyle y Nicholas Sambanis Making War and Building Peace), así como algunos informes impecables sobre conflictos del Banco Mundial y la Carnegie Commission on Preventing Deadly Conflict, nos dicen que el 90% de las muertes actuales en guerras son civiles, y sólo el 10% corresponde a militares; al contrario que hace un siglo y “un indicador deprimente de la transformación del conflicto armado” en palabras del politólogo Kalevi Holsti.

Deprimente, sin duda, pero, por suerte, falso. El mito procede del Informe de la ONU sobre el Desarrollo Humano 1994, que interpretó erróneamente el trabajo que había realizado el investigador sueco Christer Ahlström en 1991 y mezcló de forma involuntaria las muertes de las guerras a principios del siglo XX con el número de muertos, heridos y desplazados a finales de siglo, mucho mayor. Un análisis más minucioso hecho en 1989 por el investigador sobre la paz William Eckhardt muestra que la proporción entre muertes de civiles y muertes de militares sigue siendo aproximadamente de 50-50, igual que desde hace siglos (aunque varía de manera considerable entre unos conflictos y otros). Como es natural, para un civil que tenga la desgracia de estar en una zona de guerra, estas estadísticas son escaso consuelo. Ahora bien, a escala global, la ayuda a los civiles afectados está mejorando.

 

“Las guerras serán peores en el futuro”

Probablemente no. Todo es posible, desde luego: por ejemplo, una guerra total entre India y Pakistán podría matar a millones de personas. Pero también podrían hacerlo un asteroide o unas tormentas gigantescas desatadas a causa del cambio climático, cosa mucho más probable. En general, las grandes fuerzas que empujan la civilización hacia un conflicto cataclísmico están retrocediendo.

Los cambios tecnológicos recientes no hacen que la guerra sea más brutal, sino todo lo contrario. Hoy son aviones armados pero sin tripulación los que atacan unos objetivos para los que antes habría hecho falta una invasión con miles de soldados fuertemente armados, que habría desplazado a enormes cantidades de civiles y habría destruido propiedades valiosas. Y las mejoras en la medicina de campaña han hecho que los combates no sean tan letales para los que intervienen en ellos. En el Ejército de Estados Unidos, las posibilidades de morir de una herida de combate descendieron del 30% en la  Segunda Guerra Mundial al 10% en las de Irak y Afganistán; aunque eso significa que ahora hay más veteranos heridos y necesitados de apoyo y cuidados permanentes.

Tampoco los cambios en el equilibrio global de poder nos condenan a un futuro de guerra perpetua. Aunque algunos politólogos sostienen que un mundo cada vez más multipolar es también cada vez más volátil, y que la mejor forma de garantizar la paz es el predominio de una sola potencia hegemónica, en concreto EE UU, la historia geopolítica reciente indica lo contrario. El poder relativo de Estados Unidos y los conflictos mundiales han disminuido paralelamente durante la última década. Las excepciones a la regla, Irak y Afganistán, fueron unas guerras asimétricas libradas por la potencia hegemónica, no unos retos planteados por las nuevas potencias. El mejor precedente del nuevo orden mundial es quizá el concierto de Europa del siglo XIX, una colaboración entre las grandes potencias que en general mantuvo la paz durante un siglo, hasta que se rompió con el baño de sangre que fue la Primera Guerra Mundial.

¿Qué pasa con China, la amenaza militar más publicitada de la era actual? Pekín está modernizando a un ritmo de dos cifras sus fuerzas armadas, aumentando el gasto militar, hoy de unos 100.000 millones de dólares anuales. Sólo tiene por delante a Estados Unidos, aunque muy lejos: el Pentágono gasta casi 700.000 millones de dólares. No sólo es que al gigante asiático le quede mucho para estar a la altura de EE UU, es que no está claro por qué va a querer hacerlo. Un conflicto militar (en especial con su mayor cliente y deudor) sería un obstáculo para la posición comercial de China en el mundo y pondría en peligro su prosperidad. Desde la muerte de Mao, China es, sin la menor duda, la gran potencia más pacífica de su tiempo. A pesar de la reciente preocupación por la nueva actitud agresiva de la armada china en aguas internacionales que son objeto de disputa, este país no ha disparado un solo tiro en combate desde hace 25 años.

 

“Un mundo más democrático será un mundo más pacífico”

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No necesariamente. La manida observación de que las democracias reales no suelen luchar unas contra otras es acertada desde el punto de vista histórico, pero también es verdad que las democracias siempre han estado muy dispuestas a luchar contra países no democráticos. De hecho, la democracia puede intensificar el conflicto, porque da más resonancia a las fuerzas étnicas y nacionalistas y empuja a los dirigentes a contemporizar con los sentimientos belicosos para permanecer en el poder. Thomas Paine y Emmanuel Kant creían que los autócratas egoístas causaban las guerras y que la gente corriente, que sufrían el coste, tendrían menos deseos de luchar. Intenten decírselo a los líderes chinos, que se esfuerzan para contener –no inflamar– una corriente actual de nacionalismo contra los japoneses y los estadounidenses, sus enemigos históricos. La opinión pública en Egipto, en plena tentativa democrática, es mucho más hostil hacia Israel que el gobierno autoritario de Hosni Mubarak (aunque ser hostiles y declarar la guerra son cosas muy diferentes).

Entonces, ¿por qué las democracias limitan sus guerras a las no democracias, en vez de luchas entre sí? Nadie lo sabe. Como bromeó una vez el profesor de la Universidad de Chicago Charles Lipson a propósito de la idea de una paz democrática, “Sabemos que en la práctica funciona. ¡Ahora tenemos que ver si funciona en teoría!” La mejor explicación es la de los politólogos Bruce Russett y John Oneal, que alegan que existen tres elementos –democracia, interdependencia económica (en especial el comercio) y el crecimiento de las organizaciones internacionales– que se apoyan mutuamente y sostienen la paz en la comunidad de países democráticos. Por ese motivo, los líderes democráticos consideran que tienen menos que perder si van a la guerra con países autocráticos.

 

“Las labores de mantenimiento de la paz no sirven de nada”

Ahora sí. Los comienzos de los 90 fueron los años de más expansión de los cascos azules; la ONU lanzó 15 misiones de paz entre 1991 y 1993, tantas como en toda su historia hasta ese momento. Dicho periodo fue también el de los fracasos más espectaculares. En Somalia, la ONU llegó en una misión para aliviar la hambruna y se vio envuelta en una guerra civil, de la que salió después de que 18 soldados estadounidenses murieran durante un asalto en 1993. En  Ruanda, en 1994, unas débiles fuerzas de la ONU, sin apoyo del Consejo de Seguridad, fueron incapaces de detener un genocidio que mató a  más de medio millón de personas. En Bosnia, la ONU designó “zonas seguras” para los civiles, pero luego permaneció al margen mientras las fuerzas serbias invadían una de esas zonas, Srebrenica, y ejecutaban a más de 7.000 hombres y niños (hubo también éxitos, como en Namibia y Mozambique, pero la gente suele olvidarse de ellos).

Ante esa situación, Naciones Unidas encargaron en 2000 un informe supervisado por el veterano diplomático Lakhdar Brahimi que examinaba cuándo se habían estropeado las cosas. La ONU había reducido las fuerzas de paz en un 80% en todo el mundo, pero, a medida que volvieron a aumentar, se adaptaron a las lecciones aprendidas. Se reforzó la planificación y la logística y se empezaron a desplegar fuerzas mejor armadas para entrar en combate si era necesario. Como consecuencia, las 15 misiones y los 100.000 soldados de paz de la ONU desplegados en la actualidad están logrando resultados mucho mejores que sus predecesores.

En conjunto, ha quedado demostrado que la presencia de las fuerzas de paz reduce de forma significativa la probabilidad de que una guerra se reavive después de un acuerdo de alto el fuego. En los 90 se rompía aproximadamente la mitad de las treguas, mientras que, en la última década, esa cifra ha bajado al 12%. Y, a pesar de lo que pueda sugerir la presencia permanente de la ONU como blanco de todas las críticas en la política estadounidense, lo cierto es que sus esfuerzos son muy populares: en una encuesta de 2007, el 79% de los estadounidenses apoyaba el fortalecimiento de la ONU. Eso no quiere decir que no haya cosas que mejorar: hay muchas. Pero la ONU ha contribuido mucho a contener las guerras en todo el planeta.

 

“Algunos conflictos no terminarán jamás”

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Nunca hay que decir nunca. En 2005, unos investigadores del Instituto para la Paz de Estados Unidos calificaron 14 guerras, desde Irlanda del Norte hasta Cachemira, de “insolubles”, porque “se resisten a cualquier tipo de acuerdo o resolución”. Sin embargo, seis años después, ha ocurrido algo curioso: casi todas esas guerras (menos Israel-Palestina, Somalia y Sudán) han terminado o han hecho enormes avances en esa dirección. En Sri Lanka, la guerra acabó por una victoria militar, aunque después de un brutal enfrentamiento final en el que se cree que ambos bandos cometieron crímenes de guerra. Cachemira tiene un alto el fuego bastante estable. En Colombia, la guerra continúa a trompicones, financiada por los ingresos de la droga, pero con pocos combates. En los Balcanes e Irlanda del Norte, los acuerdos de paz, que eran precarios, se han vuelto más firmes; es difícil imaginar que vuelvan a caer en hostilidades abiertas. En la mayoría de los casos africanos –Burundi, Ruanda, Sierra Leona, Uganda, la República Democrática del Congo y Costa de Marfil (pese al estallido violento tras las elecciones de finales de 2010, ya resuelto)–, las misiones de la ONU han llevado la estabilidad y disminuido la probabilidad de una vuelta a la guerra (o, en el caso del Congo y Uganda, al menos, han limitado la zona de combates).

¿Podríamos mejorar aún más? El difunto investigador de la paz Randall Forsberg previó en 1997 “un mundo prácticamente sin guerras”, en el que “el riesgo en extinción de una guerra de grandes potencias haya abierto las puertas a un futuro antes inimaginable, un futuro en el que la guerra ya no cuente con la aprobación de la sociedad y sea un hecho infrecuente, breve y de pequeña dimensión”. No estamos todavía ahí, por supuesto.  Pero, a lo largo de los años –e incluso desde que Forsberg escribió esas líneas–, las normas sobre las guerras, y en especial sobre la protección de los civiles atrapados en ellas, han evolucionado muy deprisa, mucho más de lo que podía imaginarse hace sólo medio siglo. Unos cambios de rapidez similar fueron el preludio del final de la esclavitud y el colonialismo, otras dos plagas que también se consideraron en un tiempo elementos permanentes de la civilización. Por consiguiente, no nos sorprendamos si el fin de las guerras se convierte también en algo pensable.

 

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