Todo el mundo sabe que una Palestina independiente al lado de Israel, hoy por hoy, es inviable. Pero es incluso más imposible de lo que se piensa.

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Especial FP: EL ESTADO PALESTINO

“La respuesta al conflicto entre Israel y Palestina es una solución de dos Estados”

En un mundo ideal, sí, pero eso no significa que vaya a ocurrir. En los 18 años transcurridos desde la firma de los Acuerdos de Oslo, en el jardín de la Casa Blanca, por los que se sentaron las bases para un final negociado del conflicto entre palestinos e israelíes, la idea de la solución de dos Estados ha cobrado gran aceptación. Según una encuesta conjunta de marzo de 2010 el 57% de los palestinos la apoyan; entre los israelíes, el porcentaje es aún mayor, el 71%. Tanto en Bruselas como en Washington, se considera que es el fin natural de seis decenios de conflicto. Como dijo el presidente estadounidense Barack Obama, “EE UU cree que las negociaciones deberían producir dos Estados, con unas fronteras permanentes entre Palestina e Israel, Jordania y Egipto, y otras entre Israel y Palestina”. Sin embargo, hemos llegado a un punto en el que las ideas sobre dos Estados independientes y una solución negociada están agonizantes y necesitadas de reanimación.

Esta contradicción se explica, en pocas palabras, porque, durante gran parte de estos 18 años, el obstruccionismo ha tenido mucho más impulso que el progreso. Siempre ha sido así, desde los primeros tiempos del proceso de Oslo, porque las fuerzas que se oponen a la paz han demostrado una eficacia letal cuando han querido desbaratarlo. Desde la espantosa matanza de palestinos cometida por Baruch Goldstein en la Cueva del Patriarca de Hebrón en 1994 hasta los posteriores atentados suicidas palestinos de 1994 y 1995, para culminar en el asesinato del primer ministro israelí Isaac Rabin; o desde el homicidio selectivo de dirigentes de Hamás hasta la terrible violencia de la Segunda Intifada, el derramamiento de sangre ha sido un arma utilizada sin cesar por ambos bandos para minar la confianza y fortalecer a las fuerzas del irredentismo.

Aparte del recurso a la violencia, la falta de voluntad política por ambas partes ha sido catastrófica. Como relata el antiguo ministro israelí de Asuntos Exteriores Shlomo Ben Ami en Cicatrices de guerra, heridas de paz,  en un principio, los propios arquitectos del proceso de paz de Oslo –los líderes israelíes Simon Peres e Isaac Rabin- rechazaron la idea de un Estado palestino, convencidos de que era posible encontrar un término medio entre el Estado y el statu quo. Aún cuando el camino hacia la creación del Estado parecía claro, las principales palomas del país se resistían a conformarse, en público o en privado, con esa posibilidad. Además, la expansión de los asentamientos israelíes, en violación del espíritu –si no la letra- de Oslo, y la falta de voluntad del Gobierno de Israel para detenerlos, se han convertido en un obstáculo casi insuperable para llegar a una solución factible basada en dos Estados.

En el otro bando, Yasir Arafat, que en el momento era presidente de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y la Autoridad Palestina (AP), nunca aceptó públicamente la idea de la reconciliación pacífica con Israel. Se negó a admitir unas dolorosas renuncias a propósito de Jerusalén y el derecho de retorno de los refugiados, siempre vio la violencia política como una herramienta para arrancar concesiones y ofreció demasiadas pistas públicas de que un Estado palestino en Gaza y Cisjordania no era más que el primer paso en un proceso de liberación en dos fases. Como es natural, el hecho de que se sigan utilizando acciones belicosas como método para alcanzar objetivos políticos, especialmente en el caso de Hamás, ha disminuido el entusiasmo de Israel por los beneficios territoriales.

Por último, cada población ha mostrado pocos deseos de reconocer y tener en cuenta por completo las actitudes y los temores de la otra. En el caso de los israelíes, o no son conscientes, o no les preocupa la humillación que representa la ocupación. Las horas de espera en los puestos de control, los registros por parte de los soldados y las carreteras de tráfico restringido, que convierten unos trayectos que deberían haber sido cortos en excursiones de todo un día, no son más que unos cuantos ejemplos de las pequeñas degradaciones que forman parte de la vida diaria de los palestinos. El mes pasado, al final del Ramadán, asistí a una manifestación no violenta ante un puesto de control israelí en Qalandia, por donde los palestinos estaban intentando pasar para poder rezar en la mezquita de Al Aqsa. El acceso estaba restringido a los hombres mayores de 50 años y las mujeres mayores de 40. Para muchos israelíes, es como si esas vejaciones ocurrieran al otro lado del mundo.

A su vez, los palestinos tienen escasa comprensión ante el trauma que supone para Israel vivir en un estado de acoso y miedo constante a los atentados terroristas. Si sumamos todos estos factores, el resultado es que, aunque ambos bandos creen que la solución de dos Estados es la más beneficiosa para los dos pueblos, la región está más alejada de esa realidad que nunca. Los preparativos de la Autoridad Palestina para acudir a Naciones Unidas en busca del reconocimiento como Estado independiente son una prueba contundente de que, al menos para una de las partes en disputa, no hay esperanza de solución negociada.

 

“Israel es un modelo de democracia en Oriente Próximo”

Quizá, pero no lo será siempre. Aunque los defensores de Israel siempre presumen de que el Estado judío es la única democracia genuina en Oriente Medio, se observan tendencias que apuntan en la mala dirección. Con los nuevos movimientos democráticos que están apareciendo en toda la región, además de las democracias en Irak, Líbano y Turquía, cada vez es más difícil afirmar que Israel constituye un club selecto. Los últimos acontecimientos en la Knesset israelí no presagian nada bueno. Los legisladores han aprobado una ley que permite presentar demandas civiles contra cualquier israelí que apoye campañas de boicot y la reducción de activos contra Israel. Están estudiándose otras normativas que establecerían unos comités de estilo mccarthiano para investigar a los grupos de izquierdas o incluso suprimir el árabe como lengua oficial del país, pese a que el 20% de los ciudadanos israelíes son árabes. Cada vez hay más llamamientos a que los judíos no alquilen pisos a los árabes; y, según los activistas pacifistas con los que he hablado, el acoso a los grupos de derechos humanos y las ONG va en aumento. Los ciudadanos árabes israelíes ya sufren una grave discriminación en la propiedad de tierras, el empleo y la asignación de recursos, y el problema sigue empeorando.

Ahora bien, ¿valoran más los israelíes la democracia o la seguridad? La experta en opinión pública israelí Dahlia Scheindlin ha asegurado: “Existe una pregunta habitual (en los sondeos de opinión pública en Israel) que viene a decir: ‘A veces, las necesidades de seguridad pueden entrar en conflicto con los principios democráticos [o el imperio de la ley]. Cuando eso ocurre, ¿qué debería tener prioridad, la seguridad o la democracia?’ La respuesta es siempre abrumadoramente favorable a la seguridad”. De hecho, un estudio de junio de 2010 realizado por la Friedrich Ebert Foundation, dice Scheindlin, indica que casi tres cuartas partes de los jóvenes israelíes (entre 15 y 25 años), al presentarles la opción, escogen la seguridad por encima de la democracia. Según la versión definitiva del informe, “en relación con el futuro de Israel como sociedad democrática y pluralista, las actitudes descritas [en el informe] representan un gran obstáculo para los agentes sociales y políticos comprometidos con los valores y objetivos de los fundadores del Estado de Israel”. Scheindlin insinúa que esos resultados probablemente se reproducirían en muchos países occidentales, pero que hay pocos lugares en los que la elección sea tan cruda como allí.

La prolongación del statu quo o de la ocupación militar en Cisjordania tiene muchas probabilidades de desembocar en un futuro nada democrático (una opinión con la que están de acuerdo incluso los israelíes de extrema derecha). Si los índices demográficos continúan como hasta ahora, es posible que el Estado judío alcance un punto, dentro de no mucho tiempo, en el que en Israel y los territorios ocupados haya una minoría de judíos y una mayoría de árabes sin plenos derechos políticos. Ya es bastante malo que los árabes que viven en Israel y los territorios no tengan esos derechos económicos, sociales y legales en la actualidad, pero, si esos ciudadanos de segunda clase se convierten en la mayoría de la población entre el Mar Mediterráneo y el Río Jordán, será difícil no llegar a la conclusión de que Israel está camino de ser un Estado de apartheid.

 

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“Israel desmanteló los asentamientos en Sinaí y Gaza; puede hacerlo también en Cisjordania”

No estén tan seguros. Aparte de la explicación más simple que la connotación bíblica que tienen para los judíos las tierras de Judea y Samaria –como muchos israelíes llaman a Cisjordania— es más fuerte que las de Gaza y el Sinaí, el problema de fondo es que los asentamientos se han entremezclado de tal forma con las comunidades palestinas que desenmarañarlos es prácticamente imposible.

En la actualidad hay más de 300.000 colonos en Cisjordania. Y eso no incluye los 190.000 judíos que viven en Jerusalén Este, que Israel se anexionó tras la Guerra de los Seis Días de 1967. Esta cifra de colonos es casi el triple que la que existía cuando se firmaron los Acuerdos de Oslo. Aunque es cierto que, en su mayoría, esos asentamientos se encuentran en las fronteras de 1967, la realidad es mucho más complicada. Por ejemplo, alrededor del 30% de la población de colonos reside fuera del muro de separación, muchos de ellos en algunas de las zonas más radicalizadas, como Itamar y Kiryat Arba.

En el improbable caso de que israelíes y palestinos llegaran a un acuerdo sobre la solución de dos Estados y utilizaran la verja de separación como frontera, todavía habría más de 70.000 colonos y docenas de asentamientos en tierras palestinas. Éstos tendrían que aceptar vivir en un Estado palestino, cosa que no parece muy fácil o el Gobierno de Israel tendría que evacuarlos. Llegado el momento, no solo se resistirían, sino que ya hoy existen docenas de colonias ilegales en Cisjordania y el Ejecutivo israelí no ha hecho ningún esfuerzo para desalojarlas. Según Hagit Ofran, director de Vigilancia de los Asentamientos en el movimiento Paz Ahora, aunque Israel ha desalojado alguna caravana suelta o pequeñas cabañas ocupadas por jóvenes, nunca ha evacuado ni una sola colonia real, ha derribado infraestructuras ni ha expulsado a familias de las zonas de más tamaño que están claramente infringiendo las leyes israelíes.

Para desalojar a decenas o cientos de miles de ciudadanos israelíes de los asentamientos sería necesaria por parte del Gobierno de Israel una voluntad política que no ha mostrado jamás ante el poderoso movimiento de colonos. Los israelíes temen que enfrentarse a ellos pudiera conducir a una guerra civil o a la violencia política. El primer ministro del Likud, Ariel Sharon, un halcón, fue capaz de expulsar unilateralmente a unos 9.000 judíos de Gaza en 2005, pero la medida suscitó las protestas de toda la comunidad de colonos. Ese podría ser un preludio de lo que sucedería si se intentara hacer algo semejante en Cisjordania.

Teniendo en cuenta que el Ejecutivo de Benjamín Netanyahu, según un informe reciente de Paz Ahora, ha multiplicado por dos las obras en los asentamientos de Cisjordania desde que expiró la moratoria sobre las construcciones el año pasado, es difícil pensar que los dirigentes israelíes vayan a dar muestras de audacia al respecto de aquí a corto plazo (y que su actual Gobierno tenga intención alguna de desalojar a los colonos). Lo que complica aún más la cuestión es que, para evitar el contacto entre los israelíes y los palestinos –y, con ello, la posible violencia-, Israel ha construido un enorme número de puestos de control, verjas de seguridad y carreteras que atraviesan Cisjordania y dificultan el movimiento y la vida diaria de los palestinos. Al sur de Ramala, por ejemplo, las aldeas palestinas de Al Jib, Bir Nabala y Beit Hanina al Balad están rodeadas por todas partes, entre los asentamientos israelíes y la valla de separación; en Hebrón, 30.000 palestinos tienen muy restringidas su movilidad y su actividad económica por la necesidad del Ejército israelí de proteger a menos de 1.000 colonos. Estas situaciones se repiten en todos los territorios y a eso hay que añadir las acciones provocadoras e incluso la violencia que cometen los colonos, actos que pocas veces se castigan con tanta severidad como cuando los perpetúan los palestinos. Si Israel sigue construyendo más asentamientos, ampliando la barrera e imponiendo las divisiones geográficas entre los implicados, resolver la situación sobre el terreno y la relación entre las dos poblaciones será prácticamente imposible. De hecho, seguramente ya lo es.

 

“Las preocupaciones israelíes sobre la seguridad si se crea un Estado palestino no tienen ninguna base”

Solo si ignoramos la psicología. Por un lado, Israel tiene el Ejército más poderoso de Oriente Medio; posee numerosas de armas nucleares y cuenta con el respaldo de la única superpotencia mundial, Estados Unidos. Unos cuantos atentados terroristas, por letales que sean, no cambiarán esa realidad. Por tanto, en cierto sentido, el miedo al peligro existencial que supone devolver la tierra a los palestinos es exagerado. Ahora bien, eso no significa que los temores israelíes no sean reales o legítimos.

Muchos israelíes normales y corrientes dicen que la reacción palestina a las concesiones de Israel ha sido una violencia sin tregua. Tras la firma de los Acuerdos de Oslo, Hamás (que se había opuesto) respondió con una serie de atentados suicidas que en años sucesivos mataron a más de 160 israelíes, hirieron a centenares y aterrorizaron a la población. Después de las denominadas negociaciones de Camp David II entre el primer ministro israelí Ehud Barak y Yasir Arafat, con la mediación del presidente estadounidense Bill Clinton, y en las que Israel hizo cesiones históricas a los palestinos, la respuesta fue todavía más virulenta. Solo en 2002, murieron en atentados suicidas 220 israelíes.

Como consecuencia, la sociedad israelí cambió. En el apogeo de la Segunda Intifada, entre 2001 y 2003, la vida en Israel se volvió casi insoportable. Los ciudadanos vivían con un miedo constante. El Gobierno israelí reaccionó con una serie de medidas que, en teoría, mejoraban la seguridad: como una ofensiva militar contra las brigadas de Hamás y Al Fatah, la construcción del muro de separación para aislar a los palestinos y la retirada unilateral de Gaza ordenada por Sharon (pese a ello, los ataques con misiles y los atentados terroristas cometidos desde la Franja prosiguieron). Pero, al menos, los israelíes pudieron recobrar cierta normalidad en sus vidas cotidianas.

Por eso muchos israelíes creen que el statu quo, aunque sea insostenible, es preferible a la alternativa. La posibilidad de que devolver Cisjordania a los palestinos acabe en un indeseado Estado en manos de Hamás y aliado con Irán, empeñado en recuperar todas las tierras palestinas (esto último lo opina la mayoría de los israelíes, es un riesgo que muchos judíos no están dispuestos a asumir.

“La Autoridad Palestina tiene la legitimidad necesaria para negociar un acuerdo de paz”

Quizá, pero la está perdiendo a toda velocidad. Los líderes israelíes suelen decir que les falta un socio para construir la paz. Es cierto, pero por motivos que tal vez no están claros a primera vista. En los 18 años desde que la OLP de Arafat regresó del exilio en Túnez para dirigir la AP, su credibilidad –no solo entre los israelíes, sino también entre los palestinos— ha disminuido. Los motivos son numerosos: la corrupción y el nepotismo endémicos, las violaciones de los derechos humanos cometidas por la policía de la AP, la falta de fe en el presidente Mahmud Abbas. Pero la cooperación de la Autoridad con Israel es tal vez lo que más ha contribuido a erosionar esa confianza entre los palestinos.

En enero, Al Yazira hizo públicos los llamados Papeles de Palestina, que revelaban detalles de las negociaciones entre la AP y el Gobierno de Israel. La parte de la filtración que tuvo una repercusión más negativa no fue necesariamente que la Autoridad hubiera permitido la cesión de importantes asentamientos israelíes en Jerusalén Este a cambio de nada, sino la revelación de que ésta se había coordinado en materia de seguridad con Israel durante la guerra de Gaza de 2008 y 2009 para debilitar a Hamás, su principal adversario político. Además, de acuerdo con los principios de Oslo, una de las responsabilidades esenciales de la policía en Cisjordania es proteger a los israelíes de la infiltración terrorista. De modo que no es extraño que los palestinos se pregunten: ¿Qué habéis hecho por nosotros? Todo ello ha reforzado la imagen de la AP como criada de la ocupación israelí.

La pérdida de autoridad de la AP entre su propio pueblo ha contribuido sin duda a su decisión de proclamar el Estado palestino y buscar el reconocimiento internacional en Naciones Unidas. Pero esta estrategia tiene riesgos existenciales para el Gobierno de Abbas. Si no se avanza en el proceso de paz o si los palestinos no logran tener más cerca el Estado independiente después de lo que ocurra en Turtle Bay, la posibilidad de que estalle una tercera intifada es muy real. Si la violencia aumenta, eso reforzaría seguramente a Hamás y debilitaría aún más a la AP. Asimismo, es muy probable que el mero hecho de proclamar de forma unilateral el Estado independiente en la ONU pueda hacer que el Congreso de Estados Unidos, dominado por los republicanos, corte el dinero que envía a la AP, una medida que no sólo destruiría la economía palestina sino que podría llevar a la disolución de la Autoridad. Como resultado, no se puede decir que la posición negociadora de esta última sea precisamente fuerte.

 

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“La alternativa es una solución con un solo Estado”

Puede que estemos a punto de descubrirlo. A estas alturas, hay que ser muy optimistas –o quizá ilusos— para imaginar una situación a corto plazo en la que los israelíes y los palestinos se sienten a negociar un acuerdo definitivo de dos Estados para resolver su conflicto. La votación de Naciones Unidas puede tener consecuencias en las relaciones diplomáticas entre las dos partes –y quizá aísle aún más a Israel en la comunidad internacional-, pero no cambiará demasiado la realidad sobre el terreno. Lo cierto es que, en gran parte por inercia, israelíes y palestinos están cada vez más cerca de una solución de un solo Estado.

Algunos palestinos e israelíes hablan de una confederación binacional en la que cada grupo tenga los mismos derechos políticos. Pero tiene muy pocas probabilidades de hacerse realidad, porque significaría, casi con seguridad, el fin del sionismo y el sueño de un Estado judío. Por otra parte, Israel podría simplemente anexionarse grandes franjas de Cisjordania y dejar a la Autoridad Palestina en un limbo, sin Estado que gobernar, pero a costa del oprobio internacional. Y luego está la opción con más posibilidades: el mantenimiento del statu quo y un Estado judío, sionista, en el que los soldados israelíes continúen la ocupación militar de millones de árabes sin derechos políticos pero tal vez con ciertos derechos económicos y sociales.

A medida que la opción de dos Estados caiga en el olvido, ambos bandos tendrán que hacerse a la idea de un acuerdo israelo-palestino de ese tipo. Como destaca Daniel Levy, investigador titular en la New America Foundation, lo más útil que puede hacer en estos momentos EE UU es quizá resaltar esa incómoda realidad, es decir, iniciar un diálogo con los israelíes que deje claro que, de no haber avances significativos hacia un Estado palestino, que podría convertirse en la ocupación militar de un Estado, Israel se enfrenta a largo plazo a un futuro de creciente aislamiento internacional. Cualquier otra perspectiva, por desgracia, tiene pocas posibilidades de hacerse realidad.

 

 

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