Con su programa nuclear islámico, su frontera con Afganistán infestada de talibanes y miembros de Al Qaeda y sus feudos tribales, Pakistán, el segundo Estado musulmán más poblado del mundo, se ha convertido en el lugar más peligroso de la tierra y se desliza hacia el caos.  


“El país está en guerra civil”  

Cierto, aunque no se dice. El sangriento asalto en julio de 2007 a la Mezquita Roja de Islamabad, donde se había atrincherado un grupo de radicales bien pertrechados, marcó un antes y un después en la relación entre el Gobierno y los extremistas, que desencadenaron definitivamente su guerra santa contra el infiel, en la que no han faltado ni las decapitaciones ni los atentados. Oficialmente hubo un centenar de muertos en el asalto, pero los islamistas aseguran que fueron más de trescientos, muchos de ellos estudiantes de la madraza adyacente al centro religioso. La opinión pública paquistaní consideró el ataque un error garrafal. El malestar fue evidente incluso entre los miembros de los cuerpos de seguridad del Estado. El general Musharraf firmó en Lal Masyid su sentencia de muerte política, mientras la insurgencia se lanzaba abiertamente a la conquista del valle de Suat, donde el clérigo protalibán Fazlulá, conocido como Maulana radio, llevaba ya un año arengando a las masas contra la corrupción occidental y a favor de imponer la sharia (ley islámica). Fazlulá es el líder de la ilegal Alianza para la Imposición de la Ley Islámica (TNSM).

Las grandes ciudades paquistaníes tampoco escaparon a la violencia y se vieron sacudidas por atentados cada vez más brutales y arriesgados. El regreso al país en octubre de 2008 de la popular ex primera ministra Benazir Bhutto y la promesa de unas elecciones limpias no lograron apaciguar a los militantes. Bhutto, que en sus discursos arremetió contra quienes fomentaban la corrupción, el extremismo, la miseria y la incultura, desde el dictador a los terroristas de Al Qaeda y a los talibanes, cayó el 27 de diciembre de 2008 víctima de un atentado en el que parecen implicadas todas las fuerzas oscuras que ella criticaba.

A finales del pasado abril, grupos de barbudos con Kaláshnikov al hombro patrullando en las calles de Buner –a 100 kilómetros de Islamabad y a una veintena de la autopista que une la capital y Peshawar (capital de la Provincia Fronteriza del Noroeste, NWFP en sus siglas en inglés)– desataron todas las alarmas, especialmente en Washington, ya que esa ruta es fundamental para aprovisionar a sus tropas en Afganistán y en los últimos meses sus convoyes sufrieron varios ataques. “Estamos seriamente preocupados” por el avance talibán, declaró el jefe del Alto Estado Mayor de EE UU, el almirante Michael Mullen.

El escándalo y la presión de Washington fueron tales que el Ejército paquistaní desató una fuerte ofensiva para expulsar a los militantes de Buner y de Suat, sin tener en cuenta el acuerdo de alto el fuego firmado en febrero entre los jefes guerrilleros y el Gobierno de NWFP, que posteriormente refrendó el ahora presidente Zardari. El pacto, por el que los talibanes se comprometían a entregar las armas, permitía la imposición de la sharia en la división de Malakand, en la que se inscribe casi todo el tercio norte de esa provincia, incluidos los distritos de Buner, el valle de Suat y varios otros. Los talibanes, que no se habían desarmado, descendieron sobre Buner para asegurarse de que se ponían en marcha los tribunales islámicos.   

 

Frente al terror: un soldado paquistaní monta guardia en Mardan, cerca de Peshawar, en mayo de 2009.

 

 

“Pakistán es el problema, no Afganistán”  

Sí, pero van unidos. La insurgencia de uno se retroalimenta con la del otro y empuja al vacío al único país que tenía consistencia de Estado. Con armas atómicas y 170millones de habitantes cada día más frustrados con su Gobierno y con Estados Unidos, al que ven como el principal manipulador de la mala gobernanza que sufren, Pakistán es una bomba de relojería difícil de desactivar. Aunque la población es mayoritariamente moderada y partidaria de la democracia y del gobierno de la ley, el integrismo islámico se extiende conforme el abismo que separa a ricos y pobres se va ensanchando y se multiplican los millones de paquistaníes hundidos en la miseria (el 74% de la población sobrevive con menos de un euro al día). El radicalismo ha calado en las madrazas que, diseminadas por todo el país, educan y alimentan a los hijos de los olvidados.

El estrepitoso fracaso de un sistema educativo que ha dejado en la ignorancia y el analfabetismo al 45% de los paquistaníes –más de dos tercios mujeres– es también el caldo de cultivo del que se nutre la insurgencia que, en buena medida, tiene su origen en la ocupación de Afganistán por tropas extranjeras: primero soviéticas y luego occidentales. En el primer caso, Pakistán, con el respaldo de EE UU y Arabia Saudí, por un lado, e Irán, por otro, se empeñó en echar a los comunistas abriendo las puertas a los guerreros de Alá. Nadie quiso ver que se mataba un gato para que creciera un tigre.

De la barbarie de los muyahidines, que Ronald Reagan encumbró como freedom  fighters (luchadores por la libertad), surgieron los talibanes. Derrocar al régimen talibán afgano fue fácil. Sus líderes –con el mulá Omar a la cabeza– huyeron y se infiltraron en Pakistán, que de esta forma metió en casa los problemas del vecino. La alianza de George W. Bush con el general Pervez Musharraf en la guerra contra el terror sólo sirvió para echar leña a un fuego que crece incontrolable. El presidente estadounidense, Barack Obama, se esfuerza ahora por hacer entender a sus homólogos afgano y paquistaní, Hamid Karzai y Asif Alí Zardari, que no es tiempo de disputas, sino de aunar esfuerzos para luchar contra un enemigo común que amenaza con convertir toda la región (Afpak) en un polvorín.   

 

“Los talibanes son una fuerza homogénea”

Ojalá fuera tan simple. Los talibanes son jóvenes alzados en armas –en parte por celo religioso y en parte porque es el único trabajo disponible– que obedecen a distintos jefes tribales, señores de la guerra o mulás fanáticos que dominan una determinada zona. Cada jefe tiene sus propios intereses, como el tráfico de drogas y de armas, pero estos frecuentemente convergen en la lucha contra el invasor y contra el infiel, que incluye al Gobierno paquistaní por defender una Constitución laica.

La mayoría de los talibanes son pastunes, la etnia dividida por la llamada Línea Durand, trazada por el Imperio Británico en 1893 y nunca reconocida por esta comunidad de guerreros legendarios y tradiciones fuertemente enraizadas, como el burka y el enclaustramiento de las mujeres en sus casas. De ahí la permeabilidad de la frontera y la facilidad para encontrar refugio a uno u otro lado. Hay 42 millones de pastunes, de los que 28 millones son paquistaníes –el 16% del total de la población– que habitan sobre todo en las Zonas Tribales de Administración Federal (FATA, en sus siglas en inglés) y en la llamada Provincia Fronteriza del Noroeste (NWFP). El resto conforma la mayoría de la población de Afganistán, el 42% del total; aunque en Karachi, Peshawar, Lahore, Rawalpindi y otras grandes ciudades paquistaníes viven tres millones de pastunes afganos, descendientes y refugiados de la guerra contra los soviéticos.

Estados Unidos acusa a Pakistán de falta de firmeza en su lucha contra Al Qaeda y los talibanes. Islamabad replica que ningún otro país ha capturado a tantos elementos de la red terrorista de Osama Bin Laden y que ningún otro Ejército ha sufrido tantas bajas. Desde 2001, han muerto en la guerra contra el terror 1.200 soldados paquistaníes; pero es evidente que, a la hora de combatir, Islamabad ha mantenido un doble juego consistente en luchar contra los militantes de AlQaeda refugiados en su suelo (chechenos, uzbecos, árabes, turcomanos…), cuya estrategia global difiere de los intereses de Pakistán. Con los talibanes locales, sin embargo, su táctica es la del palo y la zanahoria. El Ejército les combate con una mano y, con la otra, el poderoso Servicio Interior de Inteligencia (ISI) negocia con ellos y les facilita dinero, armamento y equipo. Esta doble estrategia obedece a la obsesión de los militares paquistaníes –el ISI está integrado en el Ejército– con el perenne enemigo: India.   

 

“Las armas nucleares están a salvo”

Por ahora. Oalmenos así lo sostiene el presidente Zardari, pero la Administración Obama ha expresado sus dudas. Pakistán nunca permitió a EE UU, ni siquiera en la época de la alianza estratégica entre Bush y Musharraf, conocer los pormenores de su programa nuclear. El recelo fue siempre más fuerte que la confianza. Según desveló The NewYork Times en 2007, Washington entrenó secretamente a expertos paquistaníes en cuestiones de seguridad nuclear, financió la construcción de un centro especializado y facilitó equipamiento y sistemas de vigilancia, detección y rastreo por si se sacaban elementos radiactivos del perímetro de seguridad.

Musharraf aceptó la ayuda (en total unos 70millones de euros), pero no facilitó detalles sobre la cantidad y el lugar donde se guardan las cabezas nucleares ni sobre los laboratorios en los que se enriquece el uranio. Eran “cuestiones de soberanía”. Bush tampoco se fió de su interlocutor, y menos desde que se desveló que el científico Abdul Qarim Jan –padre de la bomba atómica paquistaní y héroe nacional, ahora en libertad tras cinco años de arresto domiciliario– había transferido tecnología y conocimientos a Corea del Norte, Irán y Libia. Por ello, EE UU no compartió con Pakistán la joya de su tecnología de protección nuclear –la tienen Reino Unido y Francia–, conocida por las siglas PALS (permissive action links), una serie de códigos y claves controlados por distintas personas para impedir la detonación de una bomba.

Oficialmente, Pakistán posee armas nucleares desde mayo de 1998, fecha en la que detonó cinco artefactos en respuesta a los ensayos previos realizados por India. Su primera bomba la fabricó, supuestamente, en 1982. Los separatistas baluchis reprochan a Islamabad que haya utilizado Baluchistán, la enorme provincia que limita con Irán y con Afganistán, para hacer las pruebas atómicas y, sin embargo, guarde estas armas –entre 60 y 115 cabezas nucleares– en Punjab, de donde es originario el 90% de los militares paquistaníes (y el 43% de la población del país), una de las claves de la unidad del Ejército. Está por ver si Obama arrancará a Zardari alguna clave sobre el arsenal paquistaní; aunque el rechazo del jefe del Ejército, general Kiyani, a acompañar al presidente en su reciente viaje a EE UU revela las dificultades existentes. Al fin y al cabo, los que saben todo sobre la capacidad nuclear del país son Kiyani y otros uniformados de su confianza. La globalización no diluyó las identidades nacionales, sólo las volvió más complejas. Incluso en la era de Bill Gates, los Otto Von Bismarck de hoy mantienen un gran poder. La globalización y la geopolítica coexisten, y ninguna de las dos va a marcharse a ninguna parte.   

 

“Los paquistaníes apoyan a los talibanes”  

No hay que generalizar. Para unos, los talibanes son los defensores de la religión por la que se fundó el país de los Puros como Estado independiente de India, y que absurdamente no inspiró la Constitución de 1973, actualmente en vigor; les merecen respeto porque luchan por la imposición de la sharia frente a una “justicia corrupta” y de doble vara de medir. Para otros, sobre todo los profesionales liberales y la minoría acomodada, son unos radicales ignorantes y brutales, que actúan salvajemente y amenazan la tolerancia, la vida, la economía y las costumbres de Pakistán.

Para su contienda, los talibanes se han ido apropiando del resentimiento que han generado entre la población ocho años de bombardeos aéreos del Ejército paquistaní sobre las zonas tribales y el norte de Baluchistán. Decenas de miles de personas se han visto forzadas, para escapar de las bombas, a abandonar sus casas y malvivir en campos de refugiados. La mayoría de los habitantes de estas áreas aseguran que “mueren muchos más civiles por los ataques del Ejército y de los aviones no tripulados de Estados Unidos que por los atentados y las acciones” de los rebeldes, mientras los niños dicen que temen a los bombardeos, pero no a los talibanes.

La última ofensiva del Ejército paquistaní, la Operación Trueno Negro, sobre las regiones de Buner y Suat ha ocasionado una auténtica crisis de refugiados que los radicales no dudarán en utilizar para ganar nuevos adeptos.   

 

“No hay solución sin Cachemira”  

Parece increíble, pero es cierto. La paz pasa por los vecinos. Después de tres guerras (1947, 1965 y 1999), Pakistán sigue viendo en India a su archienemigo. Toda su estrategia militar gira en torno al vecino del Este y a la liberación de Cachemira. Los británicos se fueron en 1947 dejando por resolver a qué nuevo Estado se adscribiría esta región de mayoría musulmana. La primera guerra estalló tras la independencia y finalizó en 1949 con la división de Cachemira por la Línea de Control, que trazó –y aún vigila– Naciones Unidas. Es la actual frontera de facto. Numerosos expertos, entre ellos el analista paquistaní Ahmed Rashid, sostienen que, mientras India y Pakistán no se sienten a negociar una solución para Cachemira, el ISI seguirá apoyando a la insurgencia talibán para, llegado el caso, poder utilizar sus milicias para combatir al enemigo común.

Los atentados de Mumbai (Bombay) de noviembre de 2008, supuestamente cometidos por un comando paquistaní entrenado por Lashkar e Toiba (LeT) –grupo que defiende la liberación de Cachemira–, revelan hasta qué punto esa región es la chispa que puede desatar un conflicto nuclear. LeT fue ilegalizado por Islamabad después de que otro comando atacara, en 2002, el Parlamento indio y colocara a los dos países al borde de una nueva guerra. Después de la matanza de Mumbai –175 muertos–, muchos periódicos en hindi publicaron artículos incitando a Nueva Delhi a “barrer Pakistán del mapa”. La amenaza talibán quedó ensombrecida y, pese a las advertencias de Washington, el Ejército paquistaní –desplegado en un 80% en el Este del país– movió hacia India a algunas de las unidades que tenía en la frontera con Afganistán.

Pakistán, al igual que Afganistán, es consciente de que en su suelo se dirime la pugna interna del islamismo, entre los suníes que comanda Arabia Saudí y los chiíes que dirige Irán, así como el choque de influencias de China, Rusia, India y Estados Unidos por Asia. De ahí la importancia de regionalizar el conflicto afgano-paquistaní y de sentar a la mesa de negociación a todos los vecinos y a los no vecinos que juegan con cartas marcadas sobre este tablero, cuya pacificación depende de todas y cada una de las bazas.  

 

 “Un golpe de Estado impediría el caos”  

Es el peor remedio. Para poner fin a la violencia, Pakistán necesita urgentemente romper el círculo vicioso de generales golpistas y políticos corruptos que lo atenaza desde su fundación y que ahora amenaza con destruirlo. Un círculo en cuyo seno se distorsionan las fuerzas liberales y religiosas de la idiosincrasia del país. Lo único que puede impedir el caos es el firme respaldo de la comunidad internacional a los anhelos de paz de la población y al desarrollo de la sociedad civil. Los paquistaníes quieren democracia, gobierno de la ley, educación y bienestar social, pero han vivido más de la mitad de su historia bajo la bota militar. Sus dictadores, al contrario que sus políticos, han gozado siempre del apoyo de Estados Unidos, lo que a la larga ha desatado el antiamericanismo que hoy se respira e impide a los islamistas moderados creer que con Obama se ha abierto un nuevo capítulo en las relaciones.

Entre los desencadenantes del cáncer que corroe el país se encuentran la alianza de Washington con el dictador Mohamed Zia ul Haq (1977–1988) y los 15.000 millones de dólares que entregó al Ejército paquistaní para que colaborase con los muyahidines en la expulsión de los soviéticos de Afganistán. Con la llegada de los gobiernos civiles tras el asesinato de Zia, EE UU dejó a un lado Pakistán e, incluso, le impuso sanciones por las pruebas nucleares. No volvió hasta la guerra contra el terror. En los últimos ocho años, Washington transfirió al general Musharraf 11.000 millones de dólares (unos 9.000 millones de euros), casi en su totalidad en ayuda militar para elevar la capacidad combativa contra los terroristas y modernizar el Ejército y el armamento. En realidad, es el ISI quien hace la guerra sucia; pero las órdenes, en teoría, las recibe del mando militar. Kiyani fue director del ISI antes que jefe del Alto Estado Mayor. Conocedor de las zancadillas del ISI a su esposa durante sus dos Gobiernos (1988-1990 y 1993-1996), Zardari quiso meterlo en cintura, y llegó a anunciar que pasaba a depender del Ministerio del Interior. No lo consiguió. El Ejército es el que controla todo en Pakistán; de ahí las dificultades de los gobiernos civiles. Islamabad dedica el 28% de su presupuesto nacional al Ejército que, no contento con los privilegios de los que disfruta, es dueño de un gigantesco conglomerado industrial, financiero y de servicios, que supone el 35% del PIB, según revela el libro Military Inc.: Inside Pakistan’s Military Economy, de la analista paquistaní Ayesha Sidiqa. La pacificación de Pakistán pasa por recortar los beneficios de las Fuerzas Armadas e impulsar la consolidación de las instituciones civiles.

Las elecciones de febrero de 2008 dejaron patentes los deseos de paz, normalización y desarrollo de la mayoría de la población, que acudió a votar en un claro desafío a los extremistas que amenazaron con volar los colegios electorales. El Partido Popular de Pakistán (PPP), que dirigía Benazir Bhutto hasta su asesinato, ganó los comicios, y su viudo, Asif Alí Zardari, se hizo con la jefatura del Estado que abandonó Musharraf, en agosto pasado, a cambio de no ser juzgado. Pese a su debilidad, el actual Gobierno ha salido de las urnas, y la comunidad internacional debería volcarse en fortificarlo e impulsar la renovación de la coalición gubernamental con la Liga Musulmana de Pakistán que dirige Nawaz Sharif, establecida tras los comicios y rota poco después. La coalición de los dos grandes partidos paquistaníes, respaldada económicamente por Occidente, podría emprender la revolución educativa, sanitaria y económica (infraestructuras) que precisa el país para enterrar la violencia.  

 














¿Algo más?






 

Ahmed Rashid, periodista paquistaní y uno de los mayores expertos en Afganistán y Pakistán, aborda en su último libro Descenso al caos. Estados Unidos y el fracaso de la construcción nacional en Pakistán, Afganistán y Asia Central (Editorial Península, Madrid, 2009), el análisis histórico y geopolítico de una de las zonas más calientes del planeta. Sus dos obras anteriores, Los talibán: el islam, el petróleo y el nuevo Gran Juego en Asia Central (Editorial Península, Madrid, 2002) y Yihad: el auge del islamismo en Asia Central (Editorial Quinteto, Barcelona, 2003), ofrecen una excelente perspectiva general sobre el avance del integrismo islámico en esta región del mundo.

Otro escritor paquistaní, Tareq Alí, muy crítico con la política exterior estadounidense, repasa en Pakistán en el punto de mira de Estados Unidos: el duelo (Alianza Editorial, Madrid, 2008) las complejas relaciones entre dos aliados, Washington e Islamabad, que no pasan por su mejor momento tras la salida de Musharraf y el asesinato de Benazir Bhutto. El mejor perfil de la única mujer que ha llegado a primera ministra de Pakistán es su autobiografía Hija del destino (Seix Barral, Barcelona, 2008). Para entender el poder del Ejército en ese país, es recomendable Military Inc.: Inside Pakistan’s Military Economy, de Ayesha Sidiqa (Pluto Press, Londres, 2007).

Si de verdad quiere entender qué ocurre en Pakistán, consulte la Guía de Pakistán para idiotas en nuestra web: www.esglobal.org