Sumidos en la guerra y la recesión, los estadounidenses no están para bromas. Pero eso, afirma uno de los principales arquitectos de la política exterior de George W. Bush, no es razón para abrazar una doctrina equivocada.

 

“Ahora todos somos realistas”

No. Pragmáticos tal vez, pero no realistas. La elección de Barack Obama como presidente de EE UU hechizó a mucha gente, sobre todo a los autodenominados “realistas” en materia de política exterior, que habían acusado a su predecesor, George W. Bush, de negar la realidad y auspiciar un peligroso idealismo. Obama ha elogiado la realpolitik de George H. W. Bush, el padre. Y un funcionario de la Casa Blanca declaró a The Wall Street Journal: “[Obama] conecta de alguna forma con esa generación de hombres sabios de la antigua escuela, de finales de la guerra fría”. El consejero de Seguridad Nacional de Bush padre, Brent Scowcroft, dijo que la victoria de Obama implicaba el rechazo de Bush hijo “a favor del realismo”.

Por supuesto, la política exterior debería estar basada en la realidad. Los estadounidenses creen que los objetivos de su diplomacia deben ser realizables, que EE UU debería ajustar sus fines a sus medios. ¿Qué persona con sentido común discreparía? Es sólo pragmatismo. Pero el realismo como doctrina va mucho más lejos. En palabras de uno de los realistas más importantes, el principal objetivo de la política exterior de Washington debería ser “gestionar las relaciones entre los Estados” más que "alterar la naturaleza de los Estados". Sin duda, lo que hace que el realismo parezca ahora tan razonable es el escepticismo sobre la guerra de Irak y la convicción de que el conflicto formó parte de una cruzada para imponer la democracia por la fuerza. Por contra, yo creo que su objetivo fue eliminar una amenaza para la seguridad nacional e internacional. Con razón o sin ella, la decisión de establecer un gobierno representativo una vez finalizado el conflicto fue la opción más realista, si se compara con las alternativas de instalar a otro dictador o prolongar la ocupación. En Afganistán, se tomó el mismo camino tras la caída del régimen talibán por idénticas razones, y muchos realistas no sólo apoyaron la decisión, sino que propusieron que se hicieran mayores esfuerzos de “construcción del Estado” (nation-building). Este no es lugar para volver a debatir sobre Irak. Por ello, lo que aquí va a discutirse es si ha de emplearse la fuerza para generar cambios en la naturaleza de los Estados o si ha de hacerse por medios pacíficos, y cómo conseguirlo. En este punto hay un genuino debate entre los realistas y sus detractores. Y el deseo de pragmatismo no debería confundirse con una doctrina específica de la política exterior que minimiza la importancia del cambio dentro de los Estados.

 

“Barack Obama es un realista”

No está claro. Los críticos del realismo, entre los que me incluyo, creemos que una gestión de corte empresarial de las “relaciones entre Estados” no debería llevarnos a descuidar los problemas que tienen que ver con “la naturaleza de los Estados”. En realidad, su organización interna tiene gran influencia en su comportamiento exterior, así que también debe tener relevancia en la política exterior estadounidense.

A juzgar por sus palabras, Obama parece estar de acuerdo con esto y no con el dogma realista. En Moscú, el presidente de EE UU pasó por encima de los líderes del Kremlin de forma deliberada y les dijo directamente a los rusos: “Los gobiernos que sirven a su pueblo sobreviven y triunfan; los que sólo sirven a su propio poder, no”. Y en Ghana fue aún más claro: “Nadie quiere vivir en una sociedad en la que el imperio de la ley cede paso al imperio de la brutalidad y del soborno. Eso no es democracia, es tiranía, y ha llegado el momento de que termine”. A mí me gusta cómo suena, pero a algunos realistas puede que no.

Los pasos anteriores de Obama tampoco muestran un realismo doctrinario. Está apoyando la democracia en Pakistán y, sobre todo, en Irak, donde su política mira hacia adelante y no hacia atrás, al mantener el compromiso de EE UU al tiempo que presiona a los iraquíes para que asuman sus responsabilidades. Por otro lado, su Administración no ofreció mucho apoyo al considerable movimiento reformista en Irán; al parecer, para evitar que pudiera ser etiquetado como agente estadounidense. Pero el régimen de Teherán le ha puesto la etiqueta de todos modos, y todo hace pensar que esta cautela refleja una inquietud sobre las negociaciones sobre el programa nuclear iraní, que [Obama] espera emprender. No es que no sean importantes, pero su éxito dependerá de la influencia que Estados Unidos pueda ejercer. Y este momento es idóneo para que aumente su influencia. El presidente parece estar restando importancia a los derechos humanos en otros lugares también. El afán de su Administración por apretar el botón de reinicio con Rusia llevó a un grupo de países de Europa del Este a recordar a Obama en una carta abierta que su región “sufrió cuando Estados Unidos sucumbió al realismo”.

Washington también se ha excedido en cuanto a China –donde la capacidad de EE UU para influir en la evolución interna es, como todo el mundo sabe, limitada–, al declarar que no va a dejar que los derechos humanos interfieran con la cooperación bilateral. Así que aún no puede emitirse una sentencia definitiva, pero es de esperar que Obama y su equipo sean realistas en el verdadero sentido del término, abordando la naturaleza de los Estados y reconociendo una realidad: que la reforma democrática es una fuerza poderosa para hacer avanzar los intereses de EE UU.

 

“La política exterior está para defender el interés nacional”

Por supuesto. Pero, ¿qué es eso? Nadie está en contra del interés nacional, pero los realistas y sus detractores difieren bastante sobre su naturaleza. Este debate no es nuevo. En los 70, la gran polémica giraba en torno a la política de distensión, que obligó a hacer caso omiso de la brutalidad del régimen soviético en un intento de coexistir con él. Un ejemplo extremo fue la negativa del entonces presidente, Gerald Ford, a reunirse con el disidente soviético Alexander Solzhenitsin en 1975. Los críticos de la distensión, como el ex presidente Ronald Reagan y el difunto senador Henry Jackson, no se opusieron a las negociaciones con los soviéticos. Sin embargo, sostenían que las negociaciones debían realizarse en términos mucho más duros y acompañadas por una presión interna a favor del cambio.

Durante el tiempo que pasé en el Gobierno de EE UU, participé en muchas fases de este debate. En una de ellas se discutió si había que mantener la Oficina de Derechos Humanos del Departamento de Estado. Los realistas la veían como una molesta creación de la Administración de Jimmy Carter, y otros pensaban que era más realista mantener la presión sobre un tema de gran importancia en la competencia con la URSS. Del mismo modo, en los 80, la promoción de las reformas democráticas en Filipinas y Corea del Sur llevada a cabo por Reagan fue objeto de críticas no sólo por los realistas, sino también por la embajadora Jeane Kirkpatrick, más bien neoconservadora, que había abogado por trabajar con regímenes autoritarios. Y después de la caída del muro de Berlín, los realistas se opusieron, en líneas generales, a la entrada en la OTAN de países de Europa del Este, y se mostraron reacios a apoyar los movimientos independentistas en Ucrania y en otras repúblicas soviéticas.

Hoy en día, es difícil entender por qué los realistas siguen estando tan seguros acerca de su doctrina, dado que los cambios en la naturaleza de los Estados han sido ventajosos para el interés nacional de EE UU en muchas ocasiones: no sólo en los casos de la caída pacífica del imperio soviético y el fin del apartheid en Suráfrica, sino también en las múltiples transiciones de la dictadura a la democracia que han incrementado la seguridad en casi todas las regiones del mundo.

De hecho, muchos de los logros más destacados en materia de política exterior de la presidencia de Bush padre (la liberación de Kuwait, la unificación de Alemania, la restauración de la democracia en Panamá y la lucha contra el hambre en Somalia) fueron consecuencia de acciones decididas con un enfoque moral en el ámbito de la naturaleza de los Estados. Al mismo tiempo, algunos de los fallos más lamentables de la Administración (la falta de respuesta ante la masacre de chiíes iraquíes por parte de Sadam Husein tras la [primera] Guerra del Golfo, el fracaso en la gestión de la sangrienta guerra de Yugoslavia, la oposición a la independencia de Ucrania y la reticencia inicial a aceptar a Boris Yeltsin, el presidente reformista de Rusia) fueron expresiones de un rígido realismo.

El hecho de que yo estuviera de acuerdo con Scowcroft sobre la Guerra del Golfo y con el ex consejero de Seguridad Nacional, Zbigniew Brzezinski, en su apoyo a la ampliación de la OTAN y a la intervención en Bosnia no sé si hace de mí un realista o de ellos unos ideólogos. Pero sé que hacer caso omiso de la naturaleza de los Estados es ignorar una realidad que tiene una enorme influencia en el interés nacional de
EE UU. No es realista. Es un comportamiento dogmático e, incluso, ideologizado.

 

“El realismo implica hablar con regímenes que uno desaprueba”

Sí. Pero podemos impulsar la reforma también. Eso es lo que hizo Reagan. Llevó a cabo negociaciones serias con la Unión Soviética que produjeron avances reales, sin dejar de calificar al régimen como un imperio “del mal”, oponiéndose a su política exterior y presionando con dureza para que se realizaran reformas internas. Sí, Reagan suavizó su enfoque sobre los derechos humanos con el tiempo, pero ello reflejaba el progreso soviético sobre la cuestión, no la indiferencia estadounidense. Y, en última instancia, fueron los cambios en el interior del imperio soviético y no las conversaciones sobre el control de armamentos lo que puso fin a la guerra fría.

La política exterior de EE UU puede tener múltiples objetivos que hay que armonizar, pero impulsar las reformas es uno de ellos. Los regímenes crueles no se comportarán mejor si Washington habla bien de ellos. De hecho, que se perciba debilidad por parte de la Casa Blanca en el apoyo a sus amigos es una gran desventaja a la hora de negociar con regímenes como Corea del Norte e Irán, que en seguida aprecian su vulnerabilidad. Estos países negociarán –si lo hacen– cuando vean que les interesa, no porque Estados Unidos evite recalcar sus diferencias. Y para ello hay que presionar. Por ejemplo, el líder libio Muammar el Gadafi renunció a su programa de armas nucleares no porque la Administración Bush le tratara bien en sus declaraciones, sino porque temía la determinación estadounidense. A veces, la presión del propio pueblo o las propias élites de un país a favor de los cambios puede ser la mejor fuente de influencia de EE UU sobre esos regímenes. Impulsar cambios en la naturaleza de los Estados se hace más complicado cuando Washington tiene intereses comunes con éstos (como los tiene con Egipto sobre la paz árabe-israelí, o con China sobre la gestión de la economía mundial). Las reformas deben reclamarse en ocasiones con más discreción, pero no hay que dejar de demandarlas.

 

 “EE UU no puede imponer sus valores a otros”

Suena familiar. Y ahora se dice en referencia al mundo árabe. Cuando Reagan y el secretario de Estado, George Shultz, impulsaban las reformas democráticas en Corea del Sur, muchos expertos coreanos avisaron de que el país nunca había tenido una democracia y de que no estaba preparado para ella. Entonces, los realistas sacaron a colación la idea de los “valores asiáticos”, alegando que los asiáticos eran intrínsecamente diferentes y que preferían la autocracia a la democracia. Cuando se realizan afirmaciones similares sobre el mundo árabe actual, es útil recordar cómo Estados Unidos presionó para lograr reformas en Filipinas y, en definitiva, obtener una transición democrática pacífica, sin imponer sus valores.

Después del asesinato del líder opositor filipino Benigno Aquino, en 1983, la Administración Reagan comenzó a presionar en público al presidente Ferdinand Marcos para que emprendiera reformas. Los realistas argumentaron que esto conduciría a algo peor, como había ocurrido en Irán pocos años antes. Como secretario adjunto de Estado, dije que la insurgencia comunista filipina era la mayor amenaza y que la reforma democrática era la mejor esperanza para derrotarla. Una vez que se puso de manifiesto que EE UU no se opondría a los cambios, los reformadores democráticos cobraron el valor necesario. En 1986, una oposición unificada ganó unas elecciones presidenciales y, cuando Marcos trató de anular el resultado, la presión de Estados Unidos unida al “poder del pueblo” filipino le obligaron a dimitir. No se “impusieron los valores estadounidenses”. Washington sólo sujetó la escalera al bando de las reformas.

No es raro escuchar a los realistas actuales argumentar que los musulmanes no quieren que EE UU apoye la democracia, sobre todo después de la guerra de Irak. Y, sin embargo, cuando Obama anunció, durante su importante discurso en la Universidad de El Cairo, que se ocuparía de la democracia, la audiencia aplaudió antes de que pudiera seguir hablando. Sus tres breves párrafos sobre la democracia fueron interrumpidos por aplausos dos veces más y, después, por alguien gritando: “Barack Obama, te queremos”, seguido de más aplausos. Aunque el presidente habló de “controversia” en torno a la promoción de la democracia, el público árabe acogió este tema supuestamente polémico con entusiasmo. Que una gran audiencia en el corazón del mundo árabe esté tan ansiosa por escuchar al líder de EE UU defendiendo la democracia es un hecho importante que toda la política exterior realista debe tener en cuenta. La tentación de la Administración Obama de distanciarse de las políticas de su predecesor es comprensible, pero esto no debe hacerle abandonar la promoción de las reformas democráticas.

 

 

 

“Promover la democracia es muy desestabilizador”

No necesariamente. Las elecciones, aunque sean imperfectas, pueden catalizar cambios positivos en los Estados autocráticos, como en el caso de Marcos y, más recientemente, en Irán. Aunque no son la panacea. La Administración Bush se sintió defraudada cuando grupos terroristas como Hamás y Hezbolá aumentaron su poder mediante las urnas. Unos comicios por sí solos no crean de forma automática las instituciones necesarias para proteger la libertad y fomentar la tolerancia. Pero, si la promoción de las reformas democráticas implica riesgos, no hacer nada también es arriesgado: perjudica la reputación de EE UU, en la medida en que la gente percibe que este país consiente la opresión.

Al promover reformas, es importante tener en cuenta una advertencia: no causar daños. El colapso del régimen del sha en Irán trajo algo peor para los iraníes y para los intereses de EE UU. Así que en el mundo árabe, la Casa Blanca debe moverse entre dos peligros: por un lado, que los extremistas aprovechan las oportunidades que ofrece una sociedad más abierta y, por otro, que el apoyo de Washington a los dictadores árabes genera hostilidad hacia EE UU. Durante décadas, las sucesivas administraciones han preferido la estabilidad a la democracia en el mundo árabe. Hemos visto el resultado: una estabilidad superficial, que ha fomentado el crecimiento del extremismo, el terrorismo y el antiamericanismo. Cuando se suprime toda oposición, las fuerzas del cambio quedan ocultas, y ahí es donde prospera el radicalismo. Encarcelar a un reformador democrático, como Ayman Nour en Egipto, no es la forma de luchar contra el extremismo.

El objetivo no debe ser la revolución, sino la evolución. Ésa es la mejor oportunidad para obtener una verdadera estabilidad a largo plazo. Sobre todo ahora que se abren posibilidades de lograr una verdadera reforma, como sucede no sólo en Irak y en Líbano, sino también en Marruecos y en otros lugares, EE UU debe ofrecer todo el apoyo que sea posible a los reformistas. Por supuesto, Washington dependerá de algunos autócratas árabes para fomentar una solución pacífica a los problemas entre árabes e israelíes, que constituyen otra fuente de antiamericanismo, quizá la mayor.

 

“Paul Wolfowitz es un utópico”

No, sólo soy realista. Me han llamado muchas cosas, y utópico no es de las peores. Irónicamente, mientras utopía significa en griego “ningún lugar”, por todas partes se encuentran personas que creen en la democracia. En Europa del Este, el telón de acero ha desaparecido porque los verdaderos realistas –“los realistas democráticos”– combatieron el origen de la amenaza soviética. En toda Asia, cientos de millones de personas disfrutan de sociedades libres en lugares donde esto era imposible hace tan sólo 70 años. En África, lograr gobiernos que rindan cuentas ante sus ciudadanos se percibe cada vez más como la clave para mejorar la gobernanza y, por tanto, el progreso económico. Y en América Latina, la respuesta al peligro de las dictaduras populistas no es volver a los dictadores de derechas, sino más bien apuntalar las instituciones de la democracia liberal.

Hoy vemos las semillas de la democracia incluso en Irak, que está haciendo frente a sus enormes retos a través de medios democráticos. Es alentador escuchar a un político iraquí decir, hace poco, que abordaría las denuncias sobre los resultados de unos comicios mediante la negociación. Eso es algo nuevo en el mundo árabe, y el mensaje se recibe en los países vecinos. La Administración Obama también parece haber tomado nota. Hay muchas razones para ser cautos en cuanto a la todavía frágil situación en Irak, y no hay motivo para declarar el éxito de forma precipitada. Pero no debe permitirse que el exceso de cautela –o un deseo de que se reconozcan como correctas nuestras opiniones pasadas– nos impida ver la realidad positiva que está surgiendo en el país mesopotámico. Obama a menudo cita a Martin Luther King Jr. (“el brazo del universo moral es largo, pero se dobla hacia la justicia”). Ese brazo puede ser muy amplio. Pasaron muchos años desde la Guerra de Corea antes de que Corea del Sur fuera la brillante historia de éxito que es hoy. Y ese brazo puede ser incluso más largo en Oriente Medio; pero, si la región alcanza la justicia y una verdadera estabilidad, el mundo será más seguro. Y esto se conseguirá gracias a dirigentes que apliquen un verdadero realismo, un realismo democrático.

 

 

 

¿Algo más?
El politólogo germano-estadounidense Hans Morgenthau fue uno de los primeros en colocar el realismo en el corazón de la política exterior de EE UU. Su libro Política entre las naciones (Grupo Editor Latinoamericano, 1986) sentó las bases de gran parte de la realpolitik de la guerra fría. Otro pionero del realismo es Henry Kissinger, secretario de Estado de EE UU en la década de los 70 y autor de Un mundo restaurado (Fondo de Cultura Económica, México, 1973). El trabajo, que fue la tesis de Kissinger en la Universidad de Harvard, elogia a los dos políticos europeos por defender los intereses de sus países en un momento de gran agitación.

– Más recientemente, los politólogos John Mearsheimer y Stephen Walt, el último de los cuales mantiene un blog en ForeignPolicy.com, han ofrecido la versión liberal de la realpolitik de Kissinger. The Tragedy of Great Power Politics (Norton,Nueva York, 2001), de Mearsheimer, pinta una imagen de un mundo posterior a la guerra fría en el que el conflicto entre los Estados es una constante. En Taming American Power: The Global Response to U.S. Primacy (Norton, Nueva York, 2005), Walt explica por qué EE UU fue considerado una amenaza en aquella época, y por qué ese país debería caminar con más cuidado en el extranjero.

– El neoconservadurismo surgió en los 70 como una crítica al realismo, y posiblemente fue el polémico ensayo sobre la guerra de Irak ‘The Neoconservative Moment’ (The National Interest, verano de 2004), de Francis Fukuyama, el que marcó la reacción realista. Marina Ottaway y Thomas Carothers abordan cuestiones como si la democracia y el mundo árabe pueden mezclarse en ‘Depende: Democracia en Oriente Medio’ (FP edición española, diciembre/enero, 2005).

– El periodista Robert Kaplan sostiene que el determinismo geográfico está en el centro del realismo en ‘La venganza de
la geografía’
(FP edición española, junio/julio, 2009). En ‘Obama and the Freedom Agenda’ (The Wall Street Journal, 3 de junio de 2009), Wolfowitz insta al presidente de EE UU, Barack Obama, a fomentar los derechos humanos en Oriente Medio.