La situación actual de Siria, que todavía puede cambiar, puede deberse a cómo se han sobrevalorado algunos clichés relacionados con el país. Su realidad es mucho más compleja de lo que se está diciendo y la confianza al régimen parece ser mucho más fuerte de lo que se habría esperado. Ésa es la razón de que gran parte de las versiones que se están desarrollando deban ser relativizadas.

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AFP/Gettyimages

Siria es un país sectario

Un mito. Ésta es una de las quimeras que todavía están empujando a muchos analistas y observadores a interpretar los acontecimientos que están sucediendo en Siria como si las principales decisiones importantes estuvieran en manos de única comunidad —los alauíes, una rama del chiísmo, a la que pertenece el presidente Bashar al Assad—. Pero la realidad es más difícil de explicar. Obviamente, Al-Assad ha sido fiel al legado de su padre, y parece haber dejado la mayoría de los puestos de su aparato de seguridad en manos de funcionarios alauíes. Pero al mismo tiempo, esta situación no ha conducido a un sistema nacional absolutamente sectario. En realidad, si Siria estuviera tan dividida, habría más probabilidades de ver a los suníes sirios (el 75% de la población) volverse contra los alauíes u otras comunidades en nombre de su posición contraria el régimen.

Aunque el Gobierno y el grupo de asesores del presidente están muy lejos de estar formados solo por alauíes, la realidad social del país hace necesario relativizar este enfoque sectario. Si bien es cierto que la riqueza está concentrada en las ciudades más importantes (Damasco, Alepo, Hama, que son todas urbes de mayoría suní), quien viaje por el resto del país se percatará de que incluso las áreas de mayoría cristiana están en general más desarrolladas que las alauíes. De hecho, en Siria prevalece la desigualdad, y el Ejecutivo es en gran medida responsable de esta situación. Pero, por otro lado, estas mismas desigualdades recaen sobre grandes sectores de la población, sea cual sea su religión. Y la misma situación se repite en lo que se refiere a las élites, en las que alauíes, suníes y cristianos también han sido beneficiarios de corrupción y nepotismo.

La resistencia de Siria a la presión se debe al apoyo de los chiíes de Irán

No. Este es otro cliché del que se habla generalmente sin que esté probado por evidencias serias. En realidad, la fuerte relación que mantienen Siria e Irán se remonta a comienzos de la década de los 80, cuando se produjo la guerra entre Irak e Irán después de la Revolución Islámica iraní. En aquel momento, casi todos los países árabes de Oriente Medio decidieron expresar su solidaridad con Irak, que fue quien comenzó las hostilidades contra su vecino. Estos países, empezando por los Estados del Golfo, temían la capacidad del ayatolá Jomeini para conducir al resto de la región a una similar tendencia revolucionaria. También temían que las características chiíes de la Revolución Iraní pudieran alentar a los chiíes árabes (el 70% de la población de Bahrein, el 60% de los iraquíes y el 15% de los saudíes) para que actuaran del mismo modo. Pero la decisión de Damasco de expresar su solidaridad con Teherán no se debió a ningún tipo de movimiento intersectario, y la ascendencia alauí del entonces presidente sirio Hafez al Assad no significaba que él personalmente sintiera ninguna fascinación hacia el modelo iraní. La relación estaba construida sobre consideraciones estratégicas, ya que ambos Estados compartían una común aversión a Estados Unidos, Israel y “las políticas imperialistas pro occidentales” en general. Al mismo tiempo, tanto Al Assad como Jomeini creían que ponerse del lado de Bagdad equivalía a alinearse con las posiciones estadounidenses, que, según pensaban, no podrían llevar nada positivo para la región a largo plazo. Esto explica por qué estos dos países han conservado su relación desde esa época y han apoyado juntos en particular a los actores contrarios a los israelíes de la región (Hamás en los territorios palestinos, Hezbolá en Líbano…).

Nada prueba hasta el momento que exista ningún tipo de sumisión siria a la voluntad de Irán a causa de consideraciones sectarias o religiosas, especialmente dado que las creencias de los chiíes iraníes son diferentes a las convenciones alauíes (los chiíes de Irán consideran, desde un punto de vista teológico, que los alauíes forman parte de una secta ilegítima que no tiene mucho que ver con la ortodoxia y la religión). Por tanto, pensar que la capacidad de resistencia de Damasco es debida al respaldo logístico que ofrece Teherán no tiene mucho sentido. El Gobierno sirio ha demostrado que tiene medios suficientes para desarrollar estrategias “anti insurrección”. Pero por otro lado, sí puede hallar grandes beneficios en el dinero y las inversiones que Irán está desarrollando en su suelo, ya que contribuyen a aligerar el impacto de las duras sanciones económicas a las que está sometido.

 

Las revueltas en Siria son espontáneas y abarcan distintas ideologías

Desacertado. Después de que tunecinos y egipcios se libraran de sus líderes por sí mismos, muchos observadores han pensado que lo mismo podría ocurrir rápidamente en Siria. Pero todas estas expectativas se han demostrado equivocadas. De hecho, al revés de lo que sucedió en esos dos países, donde el resentimiento contra Ben Alí y Mubarak era intensos, el régimen sirio todavía se beneficia de un amplio apoyo popular. Si éste no fuera el caso, los diez millones de habitantes de Damasco y Alepo tendrían que salir a las calles y expresar su apoyo a los manifestantes de las otras ciudades (Deraa, Deir ez Zor, Homs o Hama) y entonces probablemente no pasaría mucho tiempo antes de que el régimen cayera. Pero lo que parece predominar es que —en paralelo a los temores que albergan la mayoría de sirios cuando se trata de pensar en cualquier tipo de escenario post Bashar (sectarismo generalizado, sumisión del país a las exigencias de Occidente, pérdida de medios persuasivos de resistencia contra Israel…)— gran parte de ellos todavía cree que las exigencias generales de reformas por parte de los manifestantes han ido acompañadas por amplias interferencias extranjeras. Por ejemplo, el papel de Jordania, Arabia Saudí, Qatar y Líbano de Hariri en Siria son denunciados por mucha gente, como puede verse en los eslóganes de los manifestantes favorables al Gobierno. Según ellos, todos estos actores y países quieren librarse del Ejecutivo sirio a causa de sus posiciones a favor del nacionalismo árabe en general.

Por otra parte, que la Administración de Al Assad insista en la existencia de una teoría de la conspiración, el contenido de las imágenes y noticias que difunde relacionadas con el desmantelamiento de células islamistas y la existencia de tráfico de armas, así como la agenda de reformas que ha propuesto por sí mismo, producen un efecto “positivo” sobre la población siria. Ésta siente que algo se mueve en el país, aunque no sea de una forma lo suficientemente rápida y abierta. Y cree también que, considerando el clima sectario desde que las manifestaciones comenzaran a producirse en marzo, preferirían seguir siendo gobernados por un Gobierno fuerte —aunque los cambios lleguen lentamente— que moverse con rapidez hacia el llamado escenario democrático que podría tanto reforzar el surgimiento de un Estado pro saudí y pro estadounidense dirigido por suníes, como presentar el riesgo de convertir el país en algo parecido al sectario Irak post Saddam.

 

La impermeabilidad de Siria a las presiones occidentales es debida a la naturaleza autoritaria del Estado

Nada que ver con la realidad. Mucha gente considera que las demostradas posturas políticas arcaicas de Siria son debidas en gran medida a su propio proceso de coreinización del norte. Sería totalmente falso considerar que el país presenta cualquier evidencia seria de modernidad, ya que, a pesar de la ráfaga de liberalización económica que ha soplado desde el año 2000, sigue estando sometido a la burocracia y su política exterior está determinada por la ideología (fundamentalmente por su agenda anti occidental, israelí e islamista). Pero al mismo tiempo, su gran reticencia a tratar directamente con Occidente tiene mucho más que ver con los temores de que una relación estrecha pudiera llevar a una sumisión total a sus demandas políticas, comenzado por una normalización de las relaciones con Israel que no se vería compensada por la devolución de los Altos del Golán, ocupados desde 1967. De hecho, Siria considera que la agenda occidental no tiene nada que ver con sus intereses nacionales. Por el contrario, los países y los líderes que han tenido un vínculo estrecho con Occidente no siempre se han beneficiado de éste, como ha quedado de manifiesto con la caída de los mandatarios de Irak, Túnez y Egipto, que no pudieron confiar en sus aliados occidentales para su supervivencia. En este contexto, y considerando que el propio Gobierno sirio se ha visto sometido a intensas presiones en el pasado reciente (2006-2008) sin que finalmente llegara a caer, Al Assad ha llegado a la clara conclusión de que, por muy fuertes que sean las presiones que reciba, lo mejor sigue siendo no hacerles caso. Por ejemplo, Bashar se ha enfrentado a una gran presión occidental durante los últimos años, ya que algunos de sus homólogos le pedían que cortara las relaciones que mantenía con Irán, Hamás y Hezbolá a cambio de compensaciones económicas y políticas. Pero Siria se negó a hacerlo, y el resultado es que una gran parte de las reticencias occidentales para intervenir militarmente en los asuntos del país son en parte causadas por los temores a las represalias que entonces sufrirían por parte de los aliados tradicionales sirios. Obviamente, estos elementos reafirman al Gobierno en su voluntad de ceñirse a la estrategia que ha estado desarrollando hasta ahora. Y, en el otro lado, los Estados occidentales se encuentran en una posición que en realidad no les permite ir más allá de las sanciones y una dura retórica, especialmente en un contexto en el que dos de los respaldos de Siria —Rusia y China— han dejado claro que vetarían cualquier resolución contundente, al menos en las circunstancias actuales.

 

La posible caída de Bashar al Assad preocupa a muchos gobiernos regionales

Ahora ya no. Esto pudo haber sido así al comienzo de las revoluciones árabes. Cuando la mayoría de los Gobiernos de la región temían que cualquier nueva caída de un líder árabe presentara un nuevo riesgo serio y directo para ellos. Pero desde entonces las cosas han cambiado, y ahora parece como si varios países regionales —todos los Estados árabes del Golfo, más Jordania, y, hasta cierto punto, Marruecos— han comprendido que la actual oleada podría ser para ellos una oportunidad de cambiar al régimen de Bachar al Assad y minar las estrategias de sus aliados. Ésa es la razón de que, aunque resulten muy difíciles de probar, las acusaciones relacionadas con la interferencia indirecta de alguno de estos países en los asuntos de Siria es algo que se debe de tomar en serio. Es más, parece que la mayoría de ellos estarían a favor de una intervención militar directa liderada por Occidente, ya que consideran que sería un modo eficaz de frustrar los planes de Irán en la región y de tener a Damasco más fácilmente sometida a sus propias demandas y a su agenda política.

Todos estos elementos no justifican en absoluto la inmovilidad siria cuando se trata de tomar seriamente en consideración las exigencias de cambio que expresan los manifestantes. A pesar incluso de que no constituyen una clara mayoría numérica en el país, la voluntad de reforma que manifiestan los manifestantes sirios es legítima y real, y cada caída de una nueva víctima en el campo, ya sea en el bando del Gobierno o el de sus oponentes, no está de ningún modo justificada y debería motivar una investigación y la exigencia de responsabilidades. En este sentido, la restricción de Siria a la entrada de periodistas en el país o su negativa a permitir que las comisiones de derechos humanos investiguen sobre el terreno, son los puntos que deberían centrar la atención de la llamada comunidad internacional, de modo que se pudiera avanzar desde la opacidad a la transparencia. Pero al mismo tiempo, puede resultar inteligente rebajar las expectativas en relación a lo que está sucediendo en el país, ya que la realidad dista mucho de lo que se está diciendo y la confianza al régimen parece ser mucho más fuerte de lo que cualquiera de los Estados occidentales o árabes de la región habrían esperado.

 

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