Milicias chiíes iraquíes, que luchan junto al gobierno de Irak contra el Estado Islámico, rezan de manera conjunta en el pueblo de Albu Ajil, al este de la ciudad de Tikrit, marzo de 2015. Ahmad al Rubaye/AFP/Getty Images
Milicias chiíes iraquíes, que luchan junto al gobierno de Irak contra el Estado Islámico, rezan de manera colectiva en el pueblo de Albu Ajil, al este de la ciudad de Tikrit, marzo de 2015. Ahmad al Rubaye/AFP/Getty Images

El riesgo de que el país, una vez liberado de la amenaza yihadista, se convierta en un territorio controlado por las milicias chiíes. Un repaso de cómo el Estado iraquí pierde su hegemonía a pasos agigantados.

Los avances que están produciéndose contra los yihadistas insurgentes que ocupan grandes extensiones de la zona noroccidental de Irak están al mismo tiempo socavando lo que queda de un Estado cuya fragilidad y disfunciones crearon el ambiente que precisamente propició que en un primer momento surgiera el yihadismo. Esto se hace particularmente evidente en la batalla por Tikrit, donde gran parte de la lucha la llevan a cabo milicias chiíes guiadas por comandantes de la Guardia Revolucionaria iraní.

Para que lo que queda de las autoridades centrales de Bagdad puedan retomar su protagonismo en esta fase ya avanzada y reconstruir el Estado, deben reclamar un papel inmediatamente después de que se produzcan las victorias tácticas en lugares tales como Tikrit contribuyendo al empoderamiento de las élites locales, proporcionando servicios y estableciendo fuerzas locales de seguridad legitimas. Esto sólo será posible si Irán -que al convertirse en el actor más influyente en Irak tiene ahora la mayor cuota de responsabilidad en su futuro- y EE UU -que se ha comprometido a la reconstrucción del Estado iraquí sobre las ruinas de su desmantelamiento en 2003- persiguen este objetivo en vez de, respectivamente, invertir exclusivamente en milicias y en desintegrar instituciones estatales como el Ejército como respuestas a la amenaza yihadista.

La toma de control de Mosul por el Estado Islámico (EI o Daesh en árabe) en junio de 2014 ilustra con contundencia la situación de abandono del Estado iraquí: las fuerzas de seguridad que se habían expandido y fortalecido durante más de una década demostraron estar podridas hasta la médula; las élites árabes suníes locales habían dado la espalda a sus electores a cambio de una relación corrupta y corrosiva con las autoridades de Bagdad; y las luchas de poder en la capital a menudo se traducían en un estímulo de los miedos sectarios. Desde junio la situación ha empeorado. Aunque tanto las élites iraquíes como los funcionarios extranjeros han señalado que entienden la gravedad de este tipo de deficiencias y la situación de seguridad resultante, han hecho poco más allá de manifestar su intención de reforzar el Ejército, empoderar a los árabes suníes mediante la gobernanza local y el suministro de seguridad y poner en marcha una proceso político inclusivo en la capital.

Sin embargo, el nuevo primer ministro, Haider al Abadi, ha sido prácticamente relegado por la enorme expansión, multiplicación y profesionalización de los llamados grupos de movilización popular (Hashid al Shaabi) -en la práctica milicias chiíes- que gozan de un considerable apoyo en algunos segmentos de la sociedad y han tomado la iniciativa en el decidido propósito de derrotar al Estado Islámico por la vía militar. Esa lucha se ha descentralizado, haciendo que el Ejército tenga solo un pequeño papel, en el mejor de los casos, lo que a su vez ha reducido el papel del Primer Ministro, su comandante en jefe. En el vacío, estas milicias operan fuera del control del Estado, minan su credibilidad y canibalizan sus recursos. Sus victorias -en Tikrit y en otros lugares- con gran probabilidad consolidarán y normalizarán todavía más su papel, a costa del Estado, lo que marcaría un giro decisivo que se alejaría del proceso de construcción del Estado que pretendía introducir la invasión estadounidense de 2003.

En lugar de definir el progreso en el objetivo de derrotar al EI de una manera miope y cortoplacista bajo el baremo de las victorias militares a cualquier precio, es necesaria una perspectiva más amplia. La campaña militar se ha convertido en un sustituto, y una distracción, de las reformas necesarias para consolidar el Estado.

El primer ministro Abadi pretende implementar una agenda de reformas, pero no ha sido facultado para poder llevarla a cabo. Por un lado, no recibe mucho poder que ejercer de las instituciones de seguridad nacionales, ya que han sido totalmente desacreditadas y han visto cómo sus capacidades se reducían drásticamente a medida que los recursos se iban transfiriendo a las milicias; los ministerios del Interior y de Seguridad Nacional, en concreto, están en manos de rivales políticos y sirven esencialmente como columna vertebral logística de las milicias. Por otro lado, se enfrenta a una resistencia abierta en el Parlamento -especialmente de las facciones chiíes de línea dura, respaldadas por Irán- en sus esfuerzos para llegar a los árabes suníes y devolverlos a la política. La narrativa más constructiva y esperanzadora que propugna Abadi se limita, por lo tanto, a establecer una cobertura para la divisiva dinámica subyacente que su nombramiento iba a contribuir a abordar, paradójicamente dando el sello de aprobación del Estado a medidas que sirven para erosionar a ese mismo Estado.

El riesgo es que, a medida que la balanza del equilibrio de fuerzas se incline más hacia las milicias, estas tendrán el poder de decidir lo que sucede durante y después de las operaciones militares. Se han registrado señales preocupantes de que, a pesar de las llamadas a la moderación, han sido partícipes de las mismas prácticas brutales y sectarias que sus adversarios de Daesh, incluyendo ejecuciones sumarias y desplazamientos de la población en las zonas mixtas de suníes y chiíes. Además, existe el peligro de que tras la lucha se produzcan represalias contra elementos locales amparándose en la bandera de la justicia de transición, y que estén dirigidas a cualquiera que se piense que está relacionado con el EI, algo que recuerda a la desbaazificación que se produjo después de 2003. Sin instituciones locales y líderes que cuenten con reconocimiento para gobernar las áreas árabes suníes, las milicias podrían tener que llegar a delegar en representantes locales que carecen de legitimidad. Esto sería especialmente perjudicial para el aparato de seguridad local.

La campaña militar está exacerbando entre los árabes suníes la sensación de impotencia, marginación política y humillación que dio origen al Estado Islámico. Muchos ven ahora a las milicias chiíes como la única forma realista de poner fin al régimen brutal de Daesh, pero la combinación de la debilidad y el oportunismo de la elite árabe suní y la conducta abiertamente sectaria de las milicias está añadiendo sal a la herida causada por el EI. Una creciente crisis de identidad y un mayor deterioro del tejido social en las zonas árabes suníes probablemente reforzarán los mismos factores que han convertido a este grupo yihadista en el actor hegemónico allí.

La creciente tendencia en Bagdad y en el sur a equiparar las milicias chiíes con el Ejército nacional, a que uno pueda declararse patriota al tiempo que expresa gratitud a Irán por su intervención y a subsumir los símbolos nacionales bajo los chiíes -con las banderas negras, amarillas y verdes en referencia a Hussein Ibn Alí Ibn Abi Taleb, tercer imam del chiísmo, desplazando cada vez más a la bandera iraquí- está reconfigurando la identidad nacional de los iraquíes en formas que complicarán enormemente los esfuerzos bienintencionados que intentan hacer avanzar la política incluyente y la gobernanza.

La relación entre Irak e Irán también está experimentando una rápida transformación. No hace mucho tiempo, hubiera sido inimaginable en ambos países ver a oficiales de la Guardia Revolucionaria comandando a combatientes iraquíes portando banderas de Hussein mientras marchan por la ciudad natal de Saddam Hussein, Tikrit; hoy es una realidad extraordinariamente publicitada. Aviones a reacción iraníes han bombardeado el territorio iraquí con la aprobación de Bagdad, y ahora se puede ver en la capital iraquí retratos del líder supremo Jamenei. En el contexto traumáticamente confuso del Irak moderno, la cesión de la soberanía nacional está convirtiéndose rápidamente en lo normal.

Las milicias están presentándose a sí mismas como la única alternativa viable a un Estado fallido. En el corto plazo, cualquier perspectiva de su genuina desmovilización y reintegración es ilusoria dada la historia de Irak desde 2003, el tamaño, el poder y la legitimidad que han adquirido y la limitada capacidad del Ejército para absorber una fuerza mucho más fuerte. Es más probable que se produzca un reetiquetado como Guardia Nacional, una entidad de tipo policial que está estableciéndose por ley para reemplazar al Ejército como la principal fuerza de seguridad interna. Pero van a seguir funcionando como refugio y vivero para una generación nihilista de jóvenes iraquíes carentes de otras perspectivas, expuestos a formas extremas de violencia e imbuidos de una narrativa profundamente sectaria -un reflejo exacto de los jóvenes suníes que acuden al EI-. Incluso si se logra empujar a Daesh fuera de Irak, estos grandes contingentes plantearán un enorme problema, ya sea en el propio país a través de conductas delictivas, ya sea redirigiendo sus energías a Siria, donde algunos tuvieron su origen o florecieron cuando los combatientes chiíes iraquíes acudieron en masa desde finales de 2012.

Bajo la dirección de Irán, las milicias están combatiendo al EI en formas que socavan los objetivos e influencia estadounidenses, afianzan las divisiones dentro de la sociedad iraquí y dan poco recorrido a cualquier ambición de volver a crear un Estado iraquí inclusivo. Esto demuestra poca visión de futuro. El colapso de lo que queda del Estado iraquí garantizaría una inestabilidad crónica durante muchos años. Ni Teherán ni Washington  tienen un interés a largo plazo en ese escenario, pero ninguno está comportándose tampoco como si apreciara plenamente lo plausible que se ha vuelto.

Para que se produzca una verdadera victoria sobre el Estado Islámico, Abadi necesita recibir el tipo de empuje y apoyo político por parte de EE UU y de Irán que le permitiría afirmar la autoridad del Estado en las zonas arrebatadas a Daesh. Esto incluye respaldo para lo siguiente:

-En las zonas liberadas del control del EI, Abadi debería intentar llegar políticamente a los líderes árabes suníes locales en su totalidad, rechazando cualquier exclusión arbitraria basada en una supuesta asociación con el Estado Islámico.

-A su vez, solo puede tener éxito si estos líderes tratan con el gobierno de Bagdad como su principal interlocutor, en lugar de forjar alianzas interesadas y conflictivas con las milicias -chiíes o kurdas- que afirman haberlos liberado. Los gobiernos provinciales basados en la rivalidad y la venganza intra e inter-tribal serían una receta segura para hacer durar la inestabilidad.

-Las autoridades locales electas, de común acuerdo con el Ministerio del Interior, tienen la facultad legal de nombrar comandantes de la policía en las zonas liberadas. Abadi debería tratar de controlar estos nombramientos, ya que después de una derrota del EI las autoridades locales caerán bajo la influencia de las milicias, y el propio Ministerio del Interior está controlado por el Cuerpo Badr, una de estas milicias.

-Igualmente importante es que Abadi dirija la ayuda humanitaria hacia Tikrit y otras zonas liberadas del control del EI y restablezca los servicios básicos (de manera especialmente urgente la electricidad y agua) y la infraestructura (el edificio del consejo provincial y otras oficinas administrativas).

-Abadi también debe buscar el apoyo del gran ayatolá Alí al Sistani, el líder supremo del mundo chií, para movilizar a los elementos que se ajustan a una visión más nacionalista -especialmente dentro de la escena política chií- y que, incluso aunque se asocien con Irán, están a favor de la soberanía y la integridad territorial de Irak.

-Si el Estado tiene éxito en reafirmar su autoridad en las áreas árabes suníes, esto podría servir de catalizador para un proceso político local basado en elecciones libres y limpias, que deberían celebrarse en 2017, y que daría como resultado un liderazgo local legítimo y responsable ante sus ciudadanos.

-Por último, Irán debería frenar a las milicias y trabajar para fortalecer las instituciones del Estado con el objetivo de restaurar la estabilidad de Irak y preservar su unidad territorial. Hace una década, Estados Unidos desmanteló el Estado iraquí y alteró su tejido social, perdiendo recursos y credibilidad en sus intentos de reconstruirlos a su propia imagen. Teherán debería aprender de esta experiencia.

Si no se implementan medidas que sigan esta orientación, es posible que un Estado iraquí vaciado pueda recuperar los territorios que cayeron bajo la hegemonía del Estados Islámico hace nueve meses, pero podría perderlos una vez más. Esta vez a manos de las milicias.