Para superar la brecha digital, los países pobres deberían desprivatizar
sus redes de telecomunicaciones.

Los políticos y economistas de los países en desarrollo que
buscan nuevas tecnologías para crear empleo y fomentar el crecimiento
económico tienen la solución encima de la mesa. La tecnología
crucial para estimular el desarrollo es muy normal y carece por completo de
glamour: el teléfono. En muchos países pobres sólo existe
servicio telefónico en las grandes ciudades -y a un precio que
pocos pueden permitirse-, y el teléfono móvil, aunque más
difundido, también es caro: al menos un millón y medio de pueblos
en los países pobres carecen de servicio telefónico básico.
Guatemala sólo tiene 65 teléfonos por cada 1.000 habitantes; Pakistán,
23; Nigeria, 5, y Myanmar (Birmania), 4. En contraste, EE UU tiene 667, y por
sí solo Manhattan posee más líneas telefónicas que
toda África.

Con el boom económico de los 90, muchos países en desarrollo
invirtieron en tendidos de fibra óptica, en la construcción de
estaciones repetidoras de satélite y en la conexión al cable transoceánico,
los elementos de alta capacidad básicos de las redes telefónicas
de datos. ¿Por qué, entonces, el teléfono, con sus 128
años de existencia, sigue fuera del alcance de más de 3.000 millones
de personas? En parte porque en países como Colombia -cuyo gasto
per cápita anual en telecomunicaciones sólo es de 231 dólares
(unos 185 euros), frente a los 2.924 de EE UU- el coste de instalar ese
último kilómetro que conecta a los consumidores locales con la
red nacional excede con creces su rentabilidad potencial.

Dos nuevas tecnologías ofrecen una solución potencialmente rápida:
las redes inalámbricas de alta fidelidad (Wi-Fi) y las llamadas por Internet
(VoIP). La tecnología Wi-Fi emplea antenas pequeñas, de baja potencia,
para transmitir voz y datos entre la red principal y los usuarios; no necesita
cables, lo que reduce enormemente el coste del último kilómetro.
Instalar líneas terrestres puede costar hasta 300 dólares por
poste. El hardware para el Wi-Fi se adapta a las estructuras existentes con
un coste de unos 10.000 dólares por estación base, un precio razonable
si se tiene en cuenta que una sola puede ofrecer servicio a miles de hogares
en un radio de más de tres kilómetros y que las antenas para los
usuarios cuestan menos de 100 dólares. La tecnología VoIP envía
llamadas telefónicas a través de Internet de forma económica,
al transformar las voces en paquetes de datos, que son conducidos por la parte
menos congestionada de Internet. Ahora, en EE UU una de estas llamadas cuesta
menos de la mitad que otra tradicional; un ahorro susceptible de ser duplicado
en los países en desarrollo.

Con ambas tecnologías, el servicio telefónico puede ser accesible
en los países pobres. Pero, para ello, sus gobiernos deben replantearse
la propiedad de las redes de telecomunicaciones. Dicho de un modo más
sencillo, la existencia de un monopolio, gubernamental o privado, que controle
la red principal y ofrezca el servicio a los consumidores finales genera precios
elevados y servicios menos competitivos.

La tecnología crucial para estimular el desarrollo
es muy normal y carente de glamour: el teléfono

Piénsese, por ejemplo, en Telkom, propietario y operador de la red telefónica
de Suráfrica, un monopolio del Estado que se privatizó entre 1997
y 2003. Aunque tiene una buena red troncal, Telkom no ofrece servicio básico
de teléfono a una mayoría de surafricanos. Dado que depende de
los ingresos que obtiene por las llamadas, Telkom tiene escasos incentivos para
ofrecer un servicio barato de VoIP. La legislación surafricana establece
que sólo están capacitados para ofrecer VoIP Telkom y las "licencias
que se otorguen en áreas con baja cobertura de servicio", pero
el Gobierno aún no ha aprobado ninguna. Así, en la actualidad
-por diversos motivos relacionados con el sistema regulador-, sólo
Telkom puede ofrecer VoIP. Y, dada la ausencia de competidores, no lo hace.

Los países menos favorecidos pueden solucionarlo con la renacionalización
de sus redes principales, pero liberándose del servicio a los consumidores
finales. Los monopolios estatales suelen ofrecer servicios muy deficientes,
y es más sencillo gestionar el núcleo de una red que dar servicio
a los usuarios. Las redes principales estatales pueden operar sin ánimo
de lucro y ofrecer acceso a empresas privadas que compitan para dar servicio
a los habitantes de las aldeas y pueblos. No se trata de que el sesgo habitual
en favor de la propiedad privada y los mercados libres sea erróneo. Ni
de que las redes de telecomunicaciones sean un servicio público tan importante
que no pueda ser dejado en manos del mercado libre. Lo que sucede es que en
los países en desarrollo las redes nunca han estado sometidas a una verdadera
competencia. Una red troncal de propiedad pública equilibraría
la situación y aumentaría la competencia entre los minoristas,
lo que daría lugar a servicios innovadores a precios más bajos.
Un ejemplo de éxito lo encontramos en Utah (EE UU), donde las autoridades
de Salt Lake City y otras 17 ciudades han creado la Agencia de Telecomunicaciones
de Infraestructura Abierta de Utah (UTOPIA, en sus siglas inglesas) y elaborado
una red de alta velocidad que da servicio a 250.000 hogares y 35.000 empresas.
El Gobierno es propietario de la red, pero no vende servicios de Internet o
VoIP a los consumidores, sino que UTOPIA está abierta a cualquiera que
quiera vender servicios de banda ancha.

Foto en la que personas queman una pancarta.
El síndrome de fatiga crónica de
la OTAN

¿Puede aplicarse esto en los países en desarrollo, donde el dinero
y las responsabilidades están menos claros? Sí, porque Wi-Fi y
VoIP han revolucionado el modelo tradicional de las telecomunicaciones: la red
principal sólo tiene una finalidad (enviar datos mediante un conjunto
de procedimientos universales), lo que deja a los gobiernos una tarea sencilla.
Las telecomunicaciones tradicionales funcionan al revés: el teléfono
es sencillo, pero la red de circuitos es compleja. Y, mientras que un monopolio
privado tiene todos los incentivos para cobrar precios desorbitados y aumentar
sus beneficios a costa de los consumidores, uno público carece de ellos.
Aun así, si se quiere garantizar que los consumidores sean los beneficiados,
podría compartirse la gestión de la red principal entre una organización
independiente sin ánimo de lucro y una entidad pública, y subarrendar
las operaciones cotidianas de la red troncal a una entidad privada.

Aunque esa renacionalización de las redes resultaría cara para
los países en desarrollo, no es inasumible. Los gobiernos podrían
comprarlas con deuda a largo plazo financiada por los ingresos de la cesión
de su gestión. Una emisión de deuda pública bien estructurada
tranquilizaría a los inversores extranjeros con respecto a una posible
renacionalización más amplia. En esos países, las telecomunicaciones
suponen empleos, mejora de la sanidad y mayores niveles de educación.
La renacionalización de las redes principales de telecomunicaciones es
análoga a la construcción de carreteras financiada por el Estado:
aumentan la riqueza del país al facilitar el comercio. En los países
pobres, lo mismo puede ocurrir respecto de las autopistas de la información,
si los políticos deciden anteponer la tecnología a la ideología.

Para superar la brecha digital, los países pobres deberían desprivatizar
sus redes de telecomunicaciones. Peter Lurie y Chris Sprigman

Los políticos y economistas de los países en desarrollo que
buscan nuevas tecnologías para crear empleo y fomentar el crecimiento
económico tienen la solución encima de la mesa. La tecnología
crucial para estimular el desarrollo es muy normal y carece por completo de
glamour: el teléfono. En muchos países pobres sólo existe
servicio telefónico en las grandes ciudades -y a un precio que
pocos pueden permitirse-, y el teléfono móvil, aunque más
difundido, también es caro: al menos un millón y medio de pueblos
en los países pobres carecen de servicio telefónico básico.
Guatemala sólo tiene 65 teléfonos por cada 1.000 habitantes; Pakistán,
23; Nigeria, 5, y Myanmar (Birmania), 4. En contraste, EE UU tiene 667, y por
sí solo Manhattan posee más líneas telefónicas que
toda África.

Con el boom económico de los 90, muchos países en desarrollo
invirtieron en tendidos de fibra óptica, en la construcción de
estaciones repetidoras de satélite y en la conexión al cable transoceánico,
los elementos de alta capacidad básicos de las redes telefónicas
de datos. ¿Por qué, entonces, el teléfono, con sus 128
años de existencia, sigue fuera del alcance de más de 3.000 millones
de personas? En parte porque en países como Colombia -cuyo gasto
per cápita anual en telecomunicaciones sólo es de 231 dólares
(unos 185 euros), frente a los 2.924 de EE UU- el coste de instalar ese
último kilómetro que conecta a los consumidores locales con la
red nacional excede con creces su rentabilidad potencial.

Dos nuevas tecnologías ofrecen una solución potencialmente rápida:
las redes inalámbricas de alta fidelidad (Wi-Fi) y las llamadas por Internet
(VoIP). La tecnología Wi-Fi emplea antenas pequeñas, de baja potencia,
para transmitir voz y datos entre la red principal y los usuarios; no necesita
cables, lo que reduce enormemente el coste del último kilómetro.
Instalar líneas terrestres puede costar hasta 300 dólares por
poste. El hardware para el Wi-Fi se adapta a las estructuras existentes con
un coste de unos 10.000 dólares por estación base, un precio razonable
si se tiene en cuenta que una sola puede ofrecer servicio a miles de hogares
en un radio de más de tres kilómetros y que las antenas para los
usuarios cuestan menos de 100 dólares. La tecnología VoIP envía
llamadas telefónicas a través de Internet de forma económica,
al transformar las voces en paquetes de datos, que son conducidos por la parte
menos congestionada de Internet. Ahora, en EE UU una de estas llamadas cuesta
menos de la mitad que otra tradicional; un ahorro susceptible de ser duplicado
en los países en desarrollo.

Con ambas tecnologías, el servicio telefónico puede ser accesible
en los países pobres. Pero, para ello, sus gobiernos deben replantearse
la propiedad de las redes de telecomunicaciones. Dicho de un modo más
sencillo, la existencia de un monopolio, gubernamental o privado, que controle
la red principal y ofrezca el servicio a los consumidores finales genera precios
elevados y servicios menos competitivos.

La tecnología crucial para estimular el desarrollo
es muy normal y carente de glamour: el teléfono

Piénsese, por ejemplo, en Telkom, propietario y operador de la red telefónica
de Suráfrica, un monopolio del Estado que se privatizó entre 1997
y 2003. Aunque tiene una buena red troncal, Telkom no ofrece servicio básico
de teléfono a una mayoría de surafricanos. Dado que depende de
los ingresos que obtiene por las llamadas, Telkom tiene escasos incentivos para
ofrecer un servicio barato de VoIP. La legislación surafricana establece
que sólo están capacitados para ofrecer VoIP Telkom y las "licencias
que se otorguen en áreas con baja cobertura de servicio", pero
el Gobierno aún no ha aprobado ninguna. Así, en la actualidad
-por diversos motivos relacionados con el sistema regulador-, sólo
Telkom puede ofrecer VoIP. Y, dada la ausencia de competidores, no lo hace.

Los países menos favorecidos pueden solucionarlo con la renacionalización
de sus redes principales, pero liberándose del servicio a los consumidores
finales. Los monopolios estatales suelen ofrecer servicios muy deficientes,
y es más sencillo gestionar el núcleo de una red que dar servicio
a los usuarios. Las redes principales estatales pueden operar sin ánimo
de lucro y ofrecer acceso a empresas privadas que compitan para dar servicio
a los habitantes de las aldeas y pueblos. No se trata de que el sesgo habitual
en favor de la propiedad privada y los mercados libres sea erróneo. Ni
de que las redes de telecomunicaciones sean un servicio público tan importante
que no pueda ser dejado en manos del mercado libre. Lo que sucede es que en
los países en desarrollo las redes nunca han estado sometidas a una verdadera
competencia. Una red troncal de propiedad pública equilibraría
la situación y aumentaría la competencia entre los minoristas,
lo que daría lugar a servicios innovadores a precios más bajos.
Un ejemplo de éxito lo encontramos en Utah (EE UU), donde las autoridades
de Salt Lake City y otras 17 ciudades han creado la Agencia de Telecomunicaciones
de Infraestructura Abierta de Utah (UTOPIA, en sus siglas inglesas) y elaborado
una red de alta velocidad que da servicio a 250.000 hogares y 35.000 empresas.
El Gobierno es propietario de la red, pero no vende servicios de Internet o
VoIP a los consumidores, sino que UTOPIA está abierta a cualquiera que
quiera vender servicios de banda ancha.

Foto en la que personas queman una pancarta.
El síndrome de fatiga crónica de
la OTAN

¿Puede aplicarse esto en los países en desarrollo, donde el dinero
y las responsabilidades están menos claros? Sí, porque Wi-Fi y
VoIP han revolucionado el modelo tradicional de las telecomunicaciones: la red
principal sólo tiene una finalidad (enviar datos mediante un conjunto
de procedimientos universales), lo que deja a los gobiernos una tarea sencilla.
Las telecomunicaciones tradicionales funcionan al revés: el teléfono
es sencillo, pero la red de circuitos es compleja. Y, mientras que un monopolio
privado tiene todos los incentivos para cobrar precios desorbitados y aumentar
sus beneficios a costa de los consumidores, uno público carece de ellos.
Aun así, si se quiere garantizar que los consumidores sean los beneficiados,
podría compartirse la gestión de la red principal entre una organización
independiente sin ánimo de lucro y una entidad pública, y subarrendar
las operaciones cotidianas de la red troncal a una entidad privada.

Aunque esa renacionalización de las redes resultaría cara para
los países en desarrollo, no es inasumible. Los gobiernos podrían
comprarlas con deuda a largo plazo financiada por los ingresos de la cesión
de su gestión. Una emisión de deuda pública bien estructurada
tranquilizaría a los inversores extranjeros con respecto a una posible
renacionalización más amplia. En esos países, las telecomunicaciones
suponen empleos, mejora de la sanidad y mayores niveles de educación.
La renacionalización de las redes principales de telecomunicaciones es
análoga a la construcción de carreteras financiada por el Estado:
aumentan la riqueza del país al facilitar el comercio. En los países
pobres, lo mismo puede ocurrir respecto de las autopistas de la información,
si los políticos deciden anteponer la tecnología a la ideología.

Peter Lurie es jefe del departamento
jurídico de Virgin Mobile USA. Chris Sprigman pertenece al Center for
Internet and Society de la Facultad de Derecho de Stanford (EE UU).