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Campaña en Irlanda contra los abusos y ataques a las mujeres en Internet. (NurPhoto/NurPhoto via Getty Images)

Las campañas de desinformación con sesgo de género son un auténtico ataque contra la democracia. ¿Cómo son y qué riesgos conllevan?

Cualquiera que no viva en una cueva tiene que ser consciente del maltrato que reciben muchas mujeres importantes en las redes sociales. Amenazas de violación, de muerte, de todo tipo: el anonimato o la sensación de que se tiene permite muchos comportamientos cobardes. Pero no hay que imaginarse a un tipo cabreado en calzoncillos delante de su ordenador, sino tener en cuenta que no se trata de unos cuantos hombres sexistas que dicen barbaridades sobre las mujeres en Twitter.

Las campañas de desinformación deliberadamente organizadas y con un sesgo de género son herramientas potentes en manos de los líderes autoritarios y sus aliados, que las utilizan para silenciar las voces críticas y aferrarse al poder. Se dirigen a las mujeres con el fin de deslegitimar su participación en la vida política, puesto que las consideran, según un informe de Brookings Institution, “intrínsecamente poco de fiar, nada inteligentes o demasiado emocionales o libidinosas para ocupar un cargo o intervenir en la política democrática”.

Las mujeres activistas, periodistas y políticas no son los únicos objetivos de las campañas de desinformación en la Red, ya que también hay muchos hombres que han caído presa de ellas. Pero, como las mujeres tienen un déficit histórico de participación en la política porque siempre se las ha callado y excluido, el hecho de que siga habiendo intentos de marginarlas constituye una amenaza especial contra la democracia y su obligación de ser cada vez más inclusiva y representativa. Sin embargo, no es solo cuestión de justicia, porque esas campañas de desinformación facilitan el retroceso de la democracia en todo el mundo, por lo que luchar contra ellas debe ser una prioridad de política exterior y seguridad nacional.

Estas campañas responden a dos categorías; la primera son los intentos dirigidos desde los Estados de callar a los críticos y los opositores internos. Esta tendencia se observa especialmente en los países gobernados por sátrapas como Vladímir Putin en Rusia, Rodrigo Duterte en Filipinas, Viktor Orban en Hungría y Recep Tayyip Erdogan en Turquía. Todos estos dirigentes han utilizado la desinformación sexista no solo para atacar a cualquier mujer que los critica sino al propio feminismo.

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Marcha durante el Día Internacional de la Mujer con la imagen de la activista de derechos humanos brasileña asesinada Marielle Franco (Mario Tama/Getty Images)

Marielle Franco, una activista de derechos humanos, pagó el precio supremo por alzar la voz en defensa de los pobres y los marginados en Brasil: su vida. Como muchos líderes autoritarios, a Jair Bolsonaro no le gustan las críticas, pero, sobre todo, no le gustan cuando las hacen mujeres negras y bisexuales como Franco. Su chófer y ella fueron asesinados el 14 de marzo de 2018. Su muerte desencadenó manifestaciones masivas, que condujeron a la creación de la “Oficina del odio”.

La “Oficina del odio” es un grupo formado por blogueros, destacados hombres de negocios, asistentes y parlamentarios próximos a Bolsonaro e incluso su hijo Eduardo. La red se ha dedicado a difundir mentiras sobre las instituciones democráticas de Brasil y las personas con las que no están de acuerdo. Por eso desataron una avalancha de bulos que relacionaban a Franco con narcotraficantes y la presentaban como una persona de “vida inmoral”. Pero eso no es todo. La periodista Bianca Santana, otra mujer brasileña negra, escribió un artículo en The Guardian, en julio de 2020, en el que contaba cómo la había atacado Bolsonaro en un discurso dos días después de que ella publicara un artículo en la página web en portugués UOL, en el que repasaba, mediante un diagrama de flujos, las pruebas que vinculaban a Bolsonaro con el asesinato de Franco.

La “Oficina del odio” ha sido objeto de investigaciones, y en un artículo en The New York Times, otra periodista brasileña, Patricia Campos Mello, contó cómo el odio alimentado por los partidarios de Bolsonaro en las redes se había extendido a las calles. Su investigación y sus reportajes sobre los bulos también se ha vuelto personal para ella: después de publicar en la Folha de São Paulo una denuncia sobre los dirigentes empresariales involucrados en la “Oficina del odio”, también ella se convirtió en objetivo. Entre otras cosas, han aparecido fotografías de su rostro montadas sobre imágenes pornográficas en las que se asegura que es una prostituta y se han publicado mensajes en los que se dice que deberían violarla. Campos cuenta que este tratamiento también lo han sufrido muchas otras periodistas y advierte: “No estoy segura de cuánto tiempo más vamos a poder seguir resistiendo al señor Bolsonaro y sus seguidores”.

La segunda categoría de campaña de desinformación sexista es transnacional y su propósito es desacreditar a los críticos y los opositores que se encuentran en otros países. Este tipo de campaña se parece muchas veces a los intentos de los Estados de callar las voces críticas, pero además sirve para debilitar los mecanismos democráticos internos en el país al que se ataca y, por consiguiente, socava la democracia en el mundo, porque la presenta como un sistema caótico, inestable o incluso insostenible.

La parlamentaria ucraniana Svetlana Zalishchuck se hizo famosa en 2017 cuando pronunció un discurso en la ONU sobre la guerra entre Rusia y su país y sus consecuencias para las mujeres. Zalishchuck, de 32 años, explicó a los dirigentes mundiales que las mujeres ucranianas se habían visto obligadas a trasladar sus prioridades “de la igualdad a la supervivencia”. Sus palabras la convirtieron en un objetivo y poco después empezó a circular en Twitter el bulo de que había prometido correr desnuda por las calles de Kiev si el Ejército ucraniano perdía una importante batalla frente a los separatistas apoyados por Rusia. La campaña incluyó imágenes falsas de ella desnuda. “La intención era desacreditarme como figura pública, degradarme a mí y devaluar mis palabras”, dice Zalishchuck.

Esta sexualización de las mujeres es una forma habitual y sencilla de atacarlas; como señala astutamente Zalishchuck, el objetivo es desacreditar y devaluar sus voces cuando dicen alguna cosa que no es del agrado de una fuerza tan poderosa como el Gobierno ruso. Aunque, en vez de “propaganda”, ahora se habla de “noticias falsas” para designar la información que no nos gusta, puede ser todavía más eficaz limitarse a atacar la credibilidad de la fuente; y, en este sentido, las mujeres que se dedican a la política son especialmente vulnerables porque tienen que esforzarse el doble y combatir estereotipos profundamente arraigados para reafirmar su credibilidad.

Rusia tiene justa fama de poseer una gran capacidad de desinformación; los casos más destacados son quizá las campañas presidenciales de 2016 y 2020 en Estados Unidos. La empresa de análisis de datos Marvelous AI recurrió a la inteligencia artificial para rastrear el sesgo de género en las primarias demócratas de 2020. La conclusión fue que las mujeres candidatas habían sufrido muchos más ataques que los hombres, procedentes de “cuentas con baja credibilidad”, por ejemplo. bots y trols. Además, dichos ataques se dirigieron contra las personalidades de las candidatas, no contra sus políticas. Una historia que acosó persistentemente a Kamala Harris fue que había llegado a las más altas instancias de la política estadounidense gracias a los favores de hombres poderosos, la acusación más estereotípica que se arroja contra las mujeres triunfadoras.

En Europa, el Laboratorio de Desinformación de la UE hizo público en diciembre un informe sobre las tácticas sexistas de desinformación durante la pandemia de COVID-19 cuya conclusión fue que “los relatos misóginos suelen proporcionar o una representación negativa de las mujeres como enemigas y rivales en el debate público o una imagen patética como víctimas, a menudo con el fin de promover un programa social o político”. El informe destaca que se culpó a la manifestación del 8-M en Madrid de haber acelerado la pandemia, “con gran diferencia, la mayor campaña de desinformación sexista observada en un solo país durante el periodo estudiado”. Además, estaba especialmente dirigida contra las mujeres políticas. Otros estudios sobre la pandemia han señalado campañas en las que las mujeres aparecen como víctimas impotentes.

¿Por qué debe importar este problema a alguien que no sea una mujer y, más aún, una mujer candidata a un cargo público? Porque la desinformación sexista y sexualizada debilita la democracia, puesto que calla las voces de la mitad de los habitantes de la Tierra. Todos los intentos por parte de la ciencia política de definir la democracia se apoyan en la participación. El sufragio universal es lo normal en la mayoría de los Estados democráticos, pero la representación, por desgracia, sigue siendo muy desigual. Según ONU Mujeres, solo el 22 % de los países tienen al frente a una mujer como jefa de Estado o de gobierno y solo el 25 % de los Parlamentos nacionales están formados por mujeres. La democracia carece de sentido si excluye a una gran franja de la sociedad y mucho más si esa franja es la mitad.

En las sociedades occidentales, por lo menos, las niñas reciben tanta educación y a menudo destacan más que los varones. De hecho, los malos resultados de los niños son, como es natural, motivo de gran preocupación. Sin embargo, cada vez que hablo sobre la participación de las mujeres en la política o sobre la elección o designación de una mujer para un alto cargo, tanto en mis clases como en situaciones sociales, los hombres cantan el mismo y penoso estribillo: “Bueno, mientras esté capacitada…”. Como si no hubiera suficientes mujeres cualificadas y como si les quitaran el trabajo a muchos hombres sobradamente preparados.

Además, la lucha por la igualdad de las mujeres tiene el problema de que somos un sexo y, por tanto, es independiente de la edad, el color, la raza, la nacionalidad, el nivel económico y educativo, la ideología política, las creencias religiosas, la orientación sexual y la identificación de género. Esa variedad aporta una gran riqueza cultural al feminismo, pero al mismo tiempo hace que sea imposible exigir igualdad de derechos para las mujeres cuando ni siquiera nosotras nos ponemos de acuerdo en qué quiere decir eso.

Si para la democracia es crucial la participación de todo el mundo, pero la de las mujeres sigue siendo un problema, todo intento de trastocar esa participación es especialmente peligrosa, no solo para la democracia sino para los derechos humanos y los valores progresistas. Según @ShePersisted Gobal, una iniciativa internacional para luchar contra la desinformación con sesgo de género, “los derechos de las mujeres son la prueba de fuego de los derechos humanos y la democracia y, allí donde sufren ataques, sabemos que la democracia está verdaderamente en peligro”.

Es fácil identificar esas campañas e indignarse con ellas, pero mucho más difícil hacer algo al respecto. La estrategia más utilizada tiene tres frentes, empezando por la educación, especialmente la formación sobre medios y la capacidad de pensamiento crítico. Ahora bien, las investigaciones más recientes señalan lo difícil que es esa tarea, porque el sentimiento de encajar en la propia identidad social (partido político, ideología o religión, por ejemplo) es más fuerte que la necesidad de informaciones veraces. El segundo frente es la autorregulación de los medios tradicionales y las redes sociales, que incluye mejores mecanismos de verificación (una solución ineficaz dadas las investigaciones mencionadas) e iniciativas como el “tribunal supremo” de Facebook que toman decisiones sobre qué contenidos dejar y cuáles eliminar. En tercer lugar, hay que recibir cualquier regulación gubernamental con la vista puesta en la libertad de expresión.

Las autoras del informe de Brookings, Lucina Di Meco y Kristina Wilfore, insisten en que la desinformación sexista es un problema de seguridad nacional. En su opinión, ahora que el asalto al Capitolio del 6 de enero es aún un recuerdo reciente, tenemos la oportunidad de entablar un debate más sustancial sobre cómo contribuyen las plataformas de Internet a incubar la violencia material y cómo pedirles cuentas por el daño que hacen a las mujeres en la vida política. Quieren que el Gobierno de Biden y Harris cree de inmediato un Grupo de trabajo nacional sobre el acoso y los malos tratos digitales y mencionan las normas tecnológicas que están debatiéndose en el Reino Unido y la UE y que obligarían a dichas plataformas a demostrar que se adhieren a “la obligación de cuidar de sus usuarios”, mediante la transparencia y asegurándose de que los algoritmos no amplifiquen los mensajes extremistas solo para fomentar las discusiones.

 

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia