Campesinos desplazados por los grupos paramilitares en San Roque, departamento de Antioquía, Colombia, septiembre de 2003. AFP/Getty Images
Campesinos desplazados por los grupos paramilitares en San Roque, departamento de Antioquía, Colombia, septiembre de 2003. AFP/Getty Images

Colombia es el segundo país con más desplazados internos, sólo por detrás de Siria. Cada año más de 200.000 personas, en su mayoría campesinos, se ven obligados a abandonar sus territorios. Alrededor de cinco millones de desplazados han dejado atrás seis millones de hectáreas que, en muchos casos, pasaron a manos de los terratenientes o de las multinacionales con inversiones en el país.

Desde hace demasiado tiempo, Colombia es el primer o segundo país del mundo con más desplazados internos. Fue durante años el segundo por detrás de Sudán, llegó al primer puesto de este deshonroso ránking en 2013 y este año es superado sólo por Siria. En Colombia, entre 4,9 y 5,5 millones de personas han sido desplazadas a la fuerza, según el Centro de Monitoreo de Desplazamiento Interno: más del 10% de los 47 millones de colombianos. El discurso oficial los describe como víctimas del conflicto interno que, desde hace décadas, enfrenta al Ejército colombiano con las guerrillas; pero los movimientos sociales y ONG aseguran que, las más de las veces, se trata de campesinos amenazados por los grupos paramilitares, que presionan en los territorios para hacerse con el control de los recursos en zonas ambicionadas por las oligarquías terratenientes o por las multinacionales mineras y del agronegocio.

Lo cierto es que más del 70% de los desplazados colombianos, según el propio Gobierno, eran propietarios o tenedores de pequeñas fincas que tuvieron que dejar atrás. Los cinco millones de desplazados fueron forzados a abandonar alrededor de 6,5 millones de hectáreas, el 15% de la superficie cultivable en el país. Esos territorios, y los recursos naturales que albergan, pasaron a engordar los monocultivos dedicados a la exportación, como la caña de azúcar o el aceite de palma, y los proyectos extractivos, como la minería o la extracción de hidrocarburos, en detrimento de lo que los colombianos llaman el “pancoger”, la pequeña agricultura destinada al consumo local de alimentos.

Cada año, alrededor de 200.000 colombianos se ven obligados a abandonar sus casas. Muchos buscan refugio “en los suburbios de grandes ciudades” como Bogotá, Medellín, Cali o Barranquilla, según el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR); allí se dedicarán a la venta ambulante y otros sectores de la economía informal: a eso que en Colombia se denomina el “rebusque”. Además, como señala la Acnur (Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados), siguen “en constante peligro, ya sea de ser objeto de represalias o de que un nuevo brote de violencia los obligue a un nuevo desplazamiento”.

Los grupos más vulnerables se llevan la peor parte: un 80% son mujeres, niños y niñas, y las poblaciones más afectadas son las indígenas y afrodescendientes. La Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Cohdes) alerta además de los desplazamientos colectivos, de 50 personas o más, que resquebrajan comunidades enteras en las zonas rurales: en 2013, esta organización registró 115 casos, que afectaron a casi 30.000 colombianos: en su mayoría, afrodescendientes e indígenas del Pacífico, tal vez la región más azotada por la violencia. Otras zonas muy castigadas por los desplazamientos forzados son Antioquia, Cauca, Nariño, Arauca y Meta. Este cruento mapa se superpone con el de las riquezas naturales, los cultivos ilícitos y los emprendimientos extractivos, así como con los puntos más calientes del conflicto armado que, desde hace sesenta años, enfrenta al Ejército estatal con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y otras guerrillas, como el Ejército de Liberación Nacional (ELN).

 Violencia y despojo

La historia viene de muy atrás. En los años 40 y 50, alrededor de dos millones de personas fueron forzadas a ceder sus tierras. Eran los años de La Violencia, así, con mayúsculas: se disfrazó de colisión política entre liberales y conservadores, pero se trataba, en realidad, de imponer en el campo el nuevo modelo agroindustrial que querían poner en marcha las oligarquías. “La violencia se asumió en Colombia como parte del modelo de desarrollo económico: cada transformación significativa del modelo económico vino acompañada de un ciclo de violencia”, sostiene el politólogo Carlos Medina Gallego, profesor de la Universidad Nacional.

Desde los 80, apunta el profesor Medina, el país sufre un nuevo ciclo de violencia orientado a la consolidación del modelo neoliberal y la economía extractivista. En un contexto en que se multiplican las inversiones extranjeras, “empresarios y latifundistas requieren la apropiación de nuevos territorios y sus recursos”, señala Medina, y los grupos armados, sobre todo los paramilitares, presionan para dejar libres esos terrenos. Para terminar de complicar el escenario, desde los 80 el negocio del narcotráfico convierte la cocaína en una pieza clave para la economía colombiana, y termina por penetrar todos los ámbitos de la sociedad colombiana: las Fuerzas de Seguridad del Estado, las guerrillas, el paramilitarismo, la política y también la economía de los pequeños campesinos que, frente a la caída de los precios del café y la carestía de los insumos agrícolas, encuentran en la hoja de coca el único cultivo rentable.

Durante los mandatos de Andrés Pastrana (1998-2002) y Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), la violencia alcanzó límites insoportables, con picos de hasta 700.000 nuevos desplazados al año. Los de Uribe fueron también los años dorados del paramilitarismo: las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) impusieron el control del territorio y ahuyentaron a millones de campesinos; a partir de 2006, fueron desmovilizados y se revelaron los escándalos de la parapolítica, esto es, los nexos entre políticos y grupos paramilitares. Formalmente, las AUC fueron desmanteladas; pero muchos movimientos sociales denuncian que sus sucesoras, las bacrim (bandas criminales), siguen activas y son responsables del grueso de los desplazamientos forzados. Los campesinos sufren también presiones y amenazas por parte de las guerrillas, que, aunque dicen defender los derechos de los pequeños agricultores, en la práctica los colocan en medio del fuego cruzado.

Un informe de Acnur de 2012 subraya que “uno de los principales impactos del conflicto armado, ya sea como causa o como consecuencia, ha sido el abandono y/o despojo de las tierras por parte de los actores armados, o de terceros que los usaron, para preservar el uso estratégico del territorio”. Esta situación “no es cosa del azar: hay un modelo que, a través de la guerra, impone la desigualdad y la desposesión”, sostiene el antropólogo Jaime Caycedo. Pese a los buenos resultados macroeconómicos de un país que creció a una tasa media del 4,7% anual en los últimos años, la desigualdad no remite: el Índice Gini se mantiene en un 0,56 (donde 1 es la desigualdad absoluta), uno de los más altos de América Latina.

Para muchos movimientos sociales, el drama de los desplazados es la cara más amarga de esa sociedad desigual. Colombia sigue siendo uno de los países más latifundistas del planeta: el Índice Gini de tenencia de la tierra es de 0,86. La Colombia rural tiene al 65% de sus campesinos por debajo de la línea de pobreza, y el 33% son indigentes; paralelamente, el 77% de la tierra está en manos del 13% de los propietarios. Así lo resume Ligna Pulido, del Cabildo Indígena Regional del Cauca (CRIC): “El desplazamiento no es efecto de la guerra, sino que es al revés: se genera un escenario de guerra para despojar a los pueblos de sus territorios”.

La falsa esperanza de la Ley de Víctimas

En 2011, Santos dio motivos de esperanza a las víctimas del despojo: la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras prometía no sólo reconocer una situación que Uribe prefirió ignorar, sino una “reparación integral” para las familias despojadas a partir de 1991, una medida que no gustó a la clase terrateniente. La norma no sólo ofrecía la restitución de sus tierras, sino medidas como ayuda psicosocial, viviendas gratuitas, becas de educación superior y la exención de prestar el servicio militar a las víctimas. El Gobierno sostiene que la ley está implantándose “de forma gradual y responsable” y que 385.000 personas ya han sido compensadas.

La visión de ONG y fundaciones es mucho más pesimista. Según un informe del Grupo de la Memoria Histórica publicado en julio de 2013, en los primeros 18 meses de vigencia de la ley sólo llegó a buen término un 1% de las 3.111 reclamaciones registradas. Además de la lentitud burocrática, se han denunciado irregularidades en la aplicación de la ley. Pero lo más llamativo es que sólo un 15% de las víctimas hayan solicitado un resarcimiento. Entre los motivos a los que apuntan las organizaciones están la desconfianza en las autoridades, el exceso de burocracia -que hace la ley inaccesible para muchos desplazados- y, sobre todo, el miedo: quienes insisten en recuperar sus tierras se exponen a ser amenazados, agredidos o asesinados, según ha denunciado Human Rights Watch. Por eso, en algunas ciudades, como Medellín o Buenaventura, las bacrimcontinúan amenazando a los desplazados y los obligan a huir de un barrio a otro, como reporta un informe publicado por la revista Semana. Así logran mantener un clima de terror que pone freno a la reivindicación de justicia.

Sostiene un estudio publicado por TNI que esta norma “tiene una fuerza más retórica que práctica, ya que se ve limitada por el modelo de desarrollo económico imperante”. La voluntad reparadora de la ley es contradictoria con el avance del modelo extractivista que promueve la administración de Santos, para quien la “locomotora minero-energética” debe tirar de la economía del país. Los pueblos indígenas del Arauca y del Meta, las regiones más ricas en crudo, han denunciado que la militarización de sus territorios y las presiones para abandonarlo llegaron de la mano de las empresas petroleras, en los 80, y continúa a día de hoy. Con Santos, avanza la concesión de licencias mineras y la compra de tierras por parte de inversores extranjeros.

Negociaciones de paz

En Colombia la violencia atraviesa la política y la sociedad desde hace más de medio siglo. El 15 de junio pasado, el pueblo colombiano reeligió a Santos como presidente, en unas ajustadas elecciones en las que el mandatario se presentó como defensor de las negociaciones de paz de La Habana frente al candidato uribista, Óscar Iván Zuluaga. Todavía está por ver cuáles serán las concesiones que el Estado está dispuesto a hacer frente a la guerrilla, que pide más tierras para los pequeños campesinos, los mayores damnificados del conflicto armado.

Algunos analistas creen que el apoyo que en segunda vuelta recibió Santos de amplios sectores de la izquierda podría forzar al Presidente a dar un giro al centro en este segundo mandato, lo que podría llevar a un impulso de la Ley de Restitución de Tierras. Por otra parte, parece previsible que el drama de los desplazamientos se alivie en Colombia si las negociaciones de La Habana dan sus frutos; sin embargo, un armisticio no garantiza por sí mismo la paz social. Como explica Dora Lucy Arias, del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, “el conflicto armado es sólo una parte del conflicto social”, que precede en el tiempo al levantamiento en armas de las guerrillas, y que se resume en una palabra: desigualdad.