El cuerpo de marines de los Estados Unidos y la policía nacional afgana patrullando una plantación de adormidera en la provincia de Helmand, en Afganistán. (Bay Ismoyo/AFP/Getty Images)

Los ataques aéreos de Estados Unidos contra varios laboratorios de fabricación de estupefacientes en Afganistán no resolverán el problema del país con la insurgencia talibán ni con la droga.

El Ejército de Estados Unidos ha comenzado una serie de importantes ataques aéreos contra lo que describió como laboratorios de drogas talibanes en el norte de la provincia de Helmand, en Afganistán. Sin embargo, una campaña coercitiva contra los narcóticos no resolverá ni el boom de la adormidera en el país ni el hecho de que los talibanes se estén beneficiando de él, algo que durante mucho tiempo ha dependido en gran medida de dinámicas de naturaleza local.

No es un secreto que los talibanes financian parte de sus operaciones con dinero de la droga y las estimaciones de cuál es su participación anual en el multimillonario negocio de los estupefacientes ilegales oscila entre las decenas y los cientos de millones de dólares. El llamativo aumento del 87% que se registró en la producción de opio de Afganistán en 2017, según los datos facilitados por la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, en sus siglas en inglés), también se traduce en más ingresos para los talibanes.

La economía basada en el delito suele florecer en presencia de instituciones estatales débiles, corrupción sistémica y pobreza, mientras que la insurgencia representa, fundamentalmente, un desafío político. Por lo tanto, sería ingenuo afirmar que los talibanes se dedican a combatir porque el conflicto les ayuda a controlar las ganancias del narcotráfico o que el auge de la producción de droga en Afganistán se debe a los talibanes. Estos son fenómenos separados con historias distintas y soluciones diferentes.

La implicación del grupo terrorista en la economía del opio hoy en día contrasta con la completa prohibición de los narcóticos que mantuvieron en el pasado por considerarlos antislámicos. Irónicamente, su disposición ahora a beneficiarse del comercio de estupefacientes es parte de una evolución más amplia que incluye un pragmatismo cada vez mayor y la relajación de parte de su puritanismo religioso y conservadurismo cultural.

En el verano de 2000, cuando los talibanes gobernaban la mayor parte de Afganistán, el fallecido líder del movimiento, el mulá Omar, emitió un decreto prohibiendo la producción y el comercio de opio antes de que comenzara la temporada de cultivo de la adormidera. Aunque no se trataba de una fatua (pronunciamiento legal en el islam) de carácter formal, funcionarios estadounidenses y de la ONU informaron  con sorpresa desde Afganistán en la primavera de 2001 de que los talibanes habían eliminado casi totalmente el cultivo de opio en las áreas bajo su control. Ese año, la producción de opio del país tocó fondo, en marcado contraste con las dos décadas anteriores, en las que había sido uno de los mayores proveedores mundiales de drogas ilegales. Naciones Unidas describió la prohibición como “uno de los éxitos más notables de la historia” en la lucha contra la droga.

La clave del éxito en la implementación de la prohibición fue su justificación religiosa. Esto es lo que he escuchado repetidamente durante mi trabajo de campo entre agricultores afganos y funcionarios talibanes que siguieron la campaña de erradicación en el este y el sur del país, las zonas donde el cultivo del opio estaba más extendido. Durante años, los clérigos habían debatido sobre el estatus religioso de la producción y el comercio de droga e intentaron llevar a cabo una prohibición gradual sin mucho entusiasmo. Los talibanes más escépticos consideraban que sin un fallo concluyente sobre el tema no había justificación para privar a una población empobrecida de su principal medio de vida. Finalmente, lograron crear un consenso entre los líderes de las comunidades locales al respecto. Si el uso de cualquier droga adictiva era haram (prohibido dentro de la ley islámica), lo eran también las actividades que conducían a su consumo, incluido el cultivo, la producción y el tráfico de narcóticos.

La prohibición efectiva del mulá Omar en 2000 se produjo en medio de una creciente presión sobre el régimen talibán por parte de la comunidad internacional. Sin embargo, aquellos que trabajaron estrechamente con él afirman de manera categórica que no estuvo motivado por la presión externa o por el deseo de obtener reconocimiento del exterior, como algunos otros líderes talibanes. Su fuerte convicción personal fue lo que inclinó la balanza en el tema de las drogas, al igual que lo hizo en otras decisiones controvertidas que siguieron, incluida la destrucción de las estatuas de Buda de Bamiyán y la negativa de los talibanes a deportar a Osama Bin Laden. En cualquier caso, los talibanes consideraron que su éxito en la prohibición de las drogas no fue valorado por la comunidad internacional.

Agricultor afgano cultivando opio en un campo de adormidera en la provincia de Nangarhar.(Noorullah Shirzada/AFP/Getty Images)

El cultivo del opio se reanudó tan pronto como cayó el régimen talibán. Cuando el movimiento regresó en forma de insurgencia en el año 2003 en pleno corazón de la zona de producción de opio, tenía una escala limitada y pudo recaudar fondos para subsistir aprovechando la ansiedad existente sobre una presencia estadounidense a largo plazo entre los vecinos de Afganistán y el antiamericanismo de los países del Golfo Pérsico. Pero, a medida que la insurgencia crecía, fue necesitando más fondos. Los talibanes tuvieron que movilizar ingresos a nivel nacional, incluyendo los que provenían de la producción de adormidera, especialmente después de que la reducción de tropas internacionales y el fortalecimiento de Daesh en 2014 desviaran la atención de sus patrocinadores del Golfo. Los comandantes locales que tomaron el control de territorios donde la producción y el comercio de opio estaban prosperando no pudieron resistirse a ese lucrativo negocio.

La decisión de utilizar fondos provenientes de la adormidera para promover la yihad está respaldada por algunos destacados clérigos talibanes. Algunos argumentan que las circunstancias, específicamente la “ocupación estadounidense”, lo hacen permisible, ya que vencer a un mal mayor exige admitir un mal menor como es el dinero de la droga. Otra racionalización es que, dado que los talibanes no gobiernan oficialmente el país, no tienen la responsabilidad ni la capacidad para detener la producción o el comercio de drogas, que afecta a áreas controladas tanto por el Gobierno como por la insurgencia. Si no se puede detener totalmente, prosigue este argumento, ¿por qué deberían los talibanes negar a las personas que viven en zonas bajo su control un medio de subsistencia rentable y arriesgarse además a perder apoyo para su yihad? También entra en juego un razonamiento tácito que indica que estas drogas perjudican principalmente a los infieles, y, mientras estos ocupen Afganistán o apoyen la ocupación, los talibanes no tienen por qué preocuparse por sus vidas.

A pesar de estas justificaciones, la aceptación de los talibanes del tráfico de drogas es limitada tanto de manera horizontal, con una pequeña minoría secretamente involucrada en él, como vertical, ya que la implicación se basa principalmente en cobrar impuestos más que en gestionar o controlar el comercio. Un pequeño número de comandantes en los principales centros neurálgicos del opio sí están involucrados en todas las etapas del tráfico de drogas. Pero no hay una implicación sistémica. El grupo no es el único participante en este negocio, los narcóticos no son el negocio institucionalizado de los talibanes, y sin el dinero de la droga, el movimiento no se derrumbaría.

El grueso de los talibanes —combatientes y comandantes en áreas donde no se cultiva la adormidera, así como líderes que no se ocupan de las finanzas— desconoce la relación del movimiento con las drogas. Nadie pregunta cómo se financia la lucha y los responsables de las finanzas y quienes recaudan el dinero que proviene de la droga intentan mantener los ingresos del opio en secreto, ya que la participación en este negocio sigue siendo inaceptable ideológicamente para muchos miembros. Las bases del movimiento rechazan las informaciones sobre la participación de los talibanes en el tráfico de drogas que aparecen en los medios de comunicación afganos e internacionales y en la propaganda de Daesh. Tachan estas afirmaciones de mentiras.

No obstante, los talibanes se benefician del tráfico de drogas y, al hacerlo, se exponen a la acusación de tener una motivación económica en lugar de estar impulsados por una visión política. Algunos líderes talibanes comprenden la mala imagen que esto genera en el ámbito internacional. En noviembre del año pasado, los emisarios políticos de los talibanes en Qatar enviaron un mensaje a la comunidad internacional a través de activistas políticos afganos independientes. Si el Gobierno impone una prohibición de las drogas en sus propias áreas, dijeron, los talibanes volverían a una proscripción total.

El bombardeo aéreo es una nueva y mortal vuelta de tuerca de las operaciones coercitivas contra los narcóticos. Algunos funcionarios estadounidenses lo han recibido como un elemento efectivo de la nueva estrategia de Estados Unidos en Afganistán y el sur de Asia, parte de un enfoque pluridimensional en la lucha contra la insurgencia. Afirman que los ataques aéreos ya han tenido un impacto en los talibanes, algo que es difícil de medir en el terreno de forma independiente. Tampoco es probable que debilite financieramente a los talibanes, sobre todo porque sus fuentes de financiación son muy diversas.

Es mucho más probable que la campaña de bombardeo beneficie al movimiento de otras maneras. Fundamentalmente porque la mayoría de los laboratorios de drogas identificados como objetivos son el principal medio de vida de personas corrientes y por lo general se encuentran en áreas muy pobladas. Destruirlos sin una previsión de otras fuentes alternativas de ingresos, y con la probable muerte de civiles durante el proceso, aumentará el apoyo popular de los talibanes. Los testimonios recogidos en áreas que han sufrido bombardeos ya indican que los ataques han afectado principalmente a civiles y a sus medios de subsistencia más que a los talibanes.

El bombardeo aéreo tampoco va a contribuir a neutralizar el boom del opio en Afganistán. La floreciente producción de opio es en gran medida un síntoma de la corrupción institucional desenfrenada y del fracaso del Gobierno afgano y de quienes lo respaldan en la comunidad internacional para ofrecer a los agricultores nuevas formas viables de ganarse la vida. Los funcionarios públicos corruptos y la élite proestatal han participado durante mucho tiempo en la economía del opio a una mayor escala que cualquier actor no estatal.

Las reformas transformadoras necesarias para enfrentarse a estos desafíos sólo pueden llegar mediante la resolución del problema de la insurgencia, que a su vez solo puede resolverse a través de un acuerdo político. Calificar a los talibanes de empresa criminal que se dedica a traficar con droga no es la respuesta. El grupo representa una causa que encuentra una aceptación popular en segmentos de la sociedad que no son marginales, y son estos seguidores genuinos y sus raíces populares lo que explica su continuada supervivencia, no el auge del opio.

El artículo en inglés ha sido publicado en International Crisis Group.

Traducción de Natalia Rodríguez.