Mujeres iraquíes caminan por las calles del sur de Mosul, destruido, mientras las tropas del Gobierno de Irak lucha contra los miembros de Daesh. (Karim Sahib/AFP/Getty Images)

Aunque Daesh desaparezca, el terrorismo yihadista permanecerá si no se ponen en marcha vías alternativas que le den una salida a las sociedades que han vivido bajo su dominio. Aun así, no hay garantías de éxito.

Ya son varias las veces que hemos asistido al desmantelamiento de los pseudoemiratos y pseudocalifatos que algunos grupos yihadistas han pretendido erigir en determinados territorios. Así ocurrió, ya en la última década del pasado siglo, con el Emirato Islámico de Afganistán, constituido por el tándem Al Qaeda-Talibán y convertido durante un tiempo en el refugio principal de buena parte de los yihadistas del planeta. Ya en este siglo, lo mismo ha sucedido con otros, como el creado en el norte de Nigeria por el entonces denominado Boko Haram (hoy rebautizado como Wilayat al Sudan al Gharbi), en parte de Somalia por Al Shabab, en el llamado Azawad del norte de Malí por Muyao y Ansar Dine y, más recientemente, en la zona circundante a la ciudad libia de Sirte por efectivos de Daesh.

Todo apunta a que lo mismo ocurrirá a corto plazo con el instaurado el 29 de junio de 2014 por Abubaker al Bagdadi, renombrado a sí mismo como califa Ibrahim, en parte del territorio de Siria e Irak. Y esto es así porque, encerrados en su irrealidad y empeñados en no aprender nada de las experiencias nefastas de sus antecesores, los líderes de Daesh han vuelto a tropezar con la misma piedra. Así, han pretendido constituir un fantasmagórico “Estado”, fijándose en el terreno y, por tanto, perdiendo una de las principales ventajas de todo grupo irregular: la movilidad permanente. En lugar de difuminarse en el terreno y concentrar sus fuerzas únicamente para desarrollar una acción violenta puntual contra sus adversarios y volver a evaporarse, su pretensión de actuar como una entidad estatal, con un territorio propio y una población (voluntaria o forzosa) a su cargo, les ha llevado a hacerse permanentemente visibles y a estar localizados en una zona concreta. De ese modo, han pasado a convertirse de manera directa en un objetivo rentable para la maquinaria militar de coaliciones internacionales como la que lidera Washington; lo que se traduce más pronto o más tarde en la imposibilidad para mantener sus feudos principales.

Un grupo de hombres mira la bandera yihadista en Raqa, Siria en 2013. (Mohammed Abdul Aziz/AFP/Getty Images)

Pero si volvemos la vista a los ejemplos ya mencionados podemos pronosticar asimismo que, en función de las equivocadas y sesgadas estrategias de respuesta aplicadas hasta ahora a la amenaza que representan esos grupos, la próxima pérdida del territorio que durante estos tres últimos años ha controlado Daesh no supondrá de ningún modo su derrota definitiva ni, mucho menos, el final de la amenaza del terrorismo yihadista. Por supuesto, Mosul, Raqa y tantas otras localidades en Irak y Siria volverán a librarse del siniestro dictado yihadista; pero eso, por sí mismo, no les asegura a sus atribulados habitantes un futuro mejor, sea quien sea el actor que pase a imponer la ley en sus calles. Tampoco cabe imaginar que, como por ensalmo, esos grupos opten por desaparecer por completo de la región. De hecho, tras perder sus posesiones territoriales, ninguno de los mencionados al principio de estas páginas se ha convertido en un sombrío recuerdo, sino que por desgracia siguen siendo inquietantes realidades de nuestros días. Igualmente, es elemental constatar que tras los sucesivos desmantelamientos ninguna de las sociedades sometidas a ese tipo de imposición yihadista ha logrado ir más allá de volver a una posición de partida que, por definición, no garantizaba la satisfacción de las necesidades básicas y la seguridad de la mayoría de la población y, por el contrario, servía de caldo de cultivo para que precisamente en ellas floreciera la semilla yihadista.

Algo nos dice, en consecuencia, que una cosa es el derribo de estos pseudocalifatos y otra, muy distinta, la derrota definitiva de sus perturbadoras propuestas y la reconstrucción de las sociedades que han dejado tras de sí. Por si hiciera falta, ahí están Afganistán e Irak como ejemplos bien visibles de las limitaciones que tienen las opciones militaristas para alcanzar algo más que, en el mejor de los casos, una simple ganancia momentánea de tiempo hasta que el estallido violento vuelve a producirse con la misma o aún mayor virulencia, mientras el conjunto de sus pobladores siguen sin ver atendidas sus demandas.

Llegados a este punto -lo cual supone asumir reiterados errores cometidos tanto por acción como por omisión- y convencidos de que la opción militar no basta, es preciso explorar otras vías para responder a situaciones que derivan de una ecuación multifactorial en la que se entremezclan fracasos de convivencia, dobles varas de media en la aplicación del derecho internacional, fallos en los procesos de integración multicultural, violación sistemática de derechos, progresiva deslegitimación de los gobiernos, insoportables brechas de desigualdad tanto en el interior de algunos países como a nivel planetario… Cuando a esas variables estructurales se le añaden las circunstancias concretas de una sociedad que ha sido sometida al yugo yihadista por un tiempo (como va a ocurrir ahora tras el desmantelamiento del delirio de Daesh en Siria-Irak), hay que insistir en que el objetivo no puede limitarse en ningún caso a volver a la casilla de salida, puesto que aquella situación fue precisamente la que propició la aparición y consolidación temporal de la desventura violenta.

Con esa intención y a modo de apuntes sobre las alternativas para encarar el desafío que plantea la lucha contra el terrorismo yihadista y la reconstrucción de sociedades que han sido sometidas a su mandato cabe considerar diferentes cuestiones.

Soluciones verdaderas. Toda respuesta que pretenda ir más allá de la mera gestión del problema, aspirando a articular verdaderas soluciones, debe asumir que el esfuerzo a realizar tiene que ser sostenido en el tiempo (no hay atajos ni fórmulas mágicas), multilateral (tanto por la corresponsabilidad de muchos actores en la creación del problema como por la necesidad de sumar fuerzas, dado que ninguno individualmente dispone de medios suficientes) y multidimensional (combinando medios socioculturales, diplomáticos, políticos, económicos y de seguridad).

Miembros de las fuerzas antiterroristas iraquíes entran en la ciudad de Sanaa, Mosul, Irak. (Ahmad Al Rubaye/AFP/Getty Images)

No solo acción militar. La experiencia acumulada nos enseña que repetir la misma acción (exclusivamente militar en la inmensa mayoría de los casos) una y otra vez, esperando resultados distintos, es una de las definiciones de la estupidez. Es evidente que en momentos puntuales será necesario otorgar el protagonismo a los medios militares; pero debemos asumir que no hay solución militar a un problema de estas características y dimensiones. Por tanto, toda estrategia antiterrorista y de reconstrucción debe incorporar instrumentos y actores muy diversos para lograr efectos concluyentes.

El desarrollo, la seguridad y los derechos humanos son, como ya recordaba Kofi Annan en 2005, los pilares fundamentales para lograr un mundo más justo, más seguro y más sostenible. Para conseguir mejoras efectivas la tarea debe realizarse de manera simultánea en los tres ámbitos (no de forma secuencial, apostando primero por la seguridad, como suele hacerse), poniendo las bases para lograr una integración plena de todos los que comparten un mismo territorio. La integración social, política y económica es, en síntesis, la clave de bóveda para, al menos, alejar la violencia como método de resolución de problemas y encarar un futuro más prometedor en el que yihadismo no tenga cabida.

En el terreno del desarrollo esa integración pasa por centrar el esfuerzo en la reducción (o, idealmente, eliminación) de las brechas de desigualdad que existan en la sociedad objeto de atención. Para ello, en el terreno social, es imprescindible eliminar las causas que generan situaciones de marginación o discriminación, sea por cuestiones étnicas, religiosas, de género o cualquier otra. Lo mismo ocurre en el terreno político, procurando garantizar los derechos políticos de toda la ciudadanía, al tiempo que se consolidan estructuras de poder realmente representativas y legitimas. Por último, en el terreno económico resulta igualmente necesario crear oportunidades abiertas a todos para la incorporación al mercado de trabajo (recordemos que en muchos casos, ante la falta de alternativas en la economía formal, los grupos yihadistas son vistos por una población desasistida como atractivas fuentes de ingresos y asistencia). Pero no menos importante es eliminar los altos niveles de corrupción e ineficiencia que definen a muchos de los actores políticos y económicos que han sacado provecho de la falta de división de los poderes públicos, de la ausencia de un Estado de derecho y de la negación generalizada de derechos.

Tareas. El listado a realizar es sumamente amplio, yendo desde la reconstrucción de infraestructuras físicas destruidas por los violentos a la creación de otras inexistentes, sin olvidar la potenciación del sector privado, en escenarios habitualmente marginados por falta de voluntad política de los más poderosos para ir más allá de los enfoques sectarios que tantas veces definen su manera de entender y ejercer el poder. Es asimismo indispensable fortalecer las instituciones, potenciar medios de comunicación independientes y sistemas educativos integradores, evitando su acaparamiento y manipulación por parte de actores que pretenden mantener sus privilegios a toda costa.

En el área de la seguridad, la labor comienza inevitablemente por restablecer el monopolio del uso legítimo de la fuerza. Eso supone poner en marcha programas de desarme, desmovilización y reintegración de excombatientes, tema siempre delicado por las tensiones que eso puede producir entre víctimas y victimarios. Pero también implica instaurar mecanismos de control político de las fuerzas armadas y de seguridad, así como reformar los sistemas judiciales y restructurar los sistemas penitenciarios para ajustarlos al imperio de la ley. La seguridad humana -en sus múltiples dimensiones personal, alimentaria, económica, de salud, ambiental, comunitaria y política- debe reemplazar a la seguridad del Estado como marco de referencia prioritario, entendiendo que solo a través del bienestar y la seguridad de todos será posible desactivar la espoleta de la radicalización violenta.

Una mujer en Alepo, después de que la ciudad fuera tomada por las fuerzas gubernamentales del régimen sirio. (George Ourfalian/AFP/Getty Images)

Los derechos humanos, habitualmente relegados a una posición secundaria, constituyen una pieza fundamental, sin la cual ni es posible el desarrollo ni la seguridad. Interiorizar los valores y principios que recoge la Declaración Universal de los Derechos Humanos solo puede lograrse si se fomenta la emergencia de una sociedad civil fuerte y autónoma que permita la labor de los defensores de los derechos humanos y la actividad de organizaciones de vigilancia sobre su pleno respeto.

Apoyo externo. En esta ingente tarea -teniendo en cuenta las carencias de unas instancias gubernamentales locales muy deterioradas como resultado acumulado de sus propias deficiencias y su absorción por los yihadistas– es imprescindible contar con apoyos externos. Difícilmente podrá una sociedad castigada por el dominio yihadista salir del túnel donde haya quedado tras su retirada si no cuenta con ayuda externa, incluso asumiendo la necesidad de establecer mecanismos de condicionalidad positiva para vencer las resistencias que impiden mirar hacia adelante.

Esa ayuda no solo se traduce en transferencias de fondos hacia los más necesitados, sino también en una mayor coherencia de políticas por parte de los donantes, apostando por el derecho internacional y los derechos humanos como referencias centrales a la hora de enjuiciar los comportamientos de cada uno. En esa misma línea, visto desde los países occidentales, resulta inaplazable la reformulación de una política exterior que desde hace décadas se apoya en regímenes políticos corruptos, autoritarios, ineficaces y crecientemente ilegítimos como socios interesados en preservar un statu quo desequilibrado en favor de unos pocos, a costa del malestar e inseguridad de muchos.

En definitiva, se trata de ofrecer una alternativa más atractiva e integradora a quienes, abandonados por sus gobiernos y menospreciados y temidos por los gobiernos y las opiniones públicas del mundo occidental, entran en una senda de radicalización que les hace ver a los yihadistas como alternativas deseables. Demonizar a quienes viven bajo su dictado, creyendo equivocadamente que todos son entusiastas simpatizantes de esa causa, es un error que se añade a tantos otros que nos ha llevado hasta aquí.

Por último, para complicarlo todo aún más conviene no olvidar que no hay garantía de éxito ni aun explorando a fondo vías alternativas como las aquí propuestas. Pero eso no puede justificar en modo alguno que sigamos anclados en esquemas que han demostrado sobradamente su inoperancia para hacer frente a una amenaza como la del terrorismo, que por desgracia nos va a seguir acompañando mucho tiempo.