La decisión de la Autoridad Palestina de no decidir ya no es una opción.  

 

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Cuando el primer ministro de la Autoridad Palestina, Salam Fayad, dimitió el 13 de abril, harto de los ataques políticos procedentes de Al Fatah, el partido del presidente Mahmud Abbas, varios observadores expresaron su preocupación por que significara “el principio del fin de la AP”. Los gobiernos occidentales consideraban a Fayad indispensable, el único personaje incorrupto que se alineaba con los intereses de Occidente y era lo bastante independiente de Al Fatah como para servir de contrapeso al poder que tiene el partido pese a que nadie le haya elegido en Cisjordania.

Aunque Fayad era impopular -su partido no obtuvo más que el 2,4% de los votos en las elecciones legislativas de 2006-, era un tecnócrata competente, que estaba administrando con eficacia los municipios dispersos por Cisjordania. Hablaba el mismo idioma que los donantes internacionales, después de haber sido representante del Fondo Monetario Internacional ante la AP, y en Washington le valoraban sobre todo por su fama de transparencia, sus esfuerzos para reformar las fuerzas de seguridad de la AP y su estrecha cooperación con Israel. El hecho de que Tel Aviv y Washington le apoyaran bastó para desacreditarlo entre los palestinos, un dilema con el que Abbas también está familiarizado.

También Abbas fue en otro tiempo, como Fayad, un primer ministro no electo, aupado al cargo con el respaldo de EE UU pero con escasa credibilidad popular y poco apoyo entre la población. Fue el primer político designado para ocupar un cargo creado ante las presiones de Washington, que confiaba en debilitar así al presidente de la AP, Yasir Arafat. La complicada relación de Abbas con Arafat es asombrosamente parecida al conflicto vivido en los últimos años entre Fayad y Abbas. Este último estuvo siempre enfrentado al desconfiado presidente y al partido de Al Fatah, que organizó manifestaciones contra el primer ministro en las que se le acusaba de ser una marioneta de Israel y Estados Unidos y que, al final, le obligaron a abandonar el cargo. En unos cables diplomáticos estadounidenses filtrados, se lee que Abbas, poco después de dimitir, aseguraba que sería un elogio que le calificasen del Karzai palestino, en referencia al presidente afgano. Fayad tenía ese mismo instinto para comprender lo que más podía agradar a las autoridades estadounidenses y en varias ocasiones proclamó su “abierto compromiso” de despedir de las juntas de gobierno de las organizaciones benéficas islámicas a cualquier persona que le pareciera mal a Washington, su hostilidad contra Hamás -una organización de la que dijo que “es un problema mucho mayor para nosotros que para Israel y Estados Unidos”- y el hecho de que tenía “mejor relación con el Banco Central de Israel que con la [Autoridad Monetaria Palestina]”.

Tanto Fayad como Abbas comprendieron que las autoridades occidentales les valoraban, no a pesar de sus malas relaciones con los dos principales partidos políticos palestinos, sino precisamente por ellas. En su último discurso como primer ministro, Abbas criticó a Tel Aviv y Washington por haberle engañado con falsas promesas. Y también en el caso de Fayad fueron sus abanderados israelíes y estadounidenses los que más le traicionaron. Su dimisión se debió en gran parte a las medidas económicas punitivas emprendidas en los últimos tiempos por esos dos países contra la AP, que Al Fatah aprovechó para instigar movilizaciones contra las políticas económicas de Fayad. Además, EE UU e Israel también castigaron a Fayad por la decisión de Abbas de solicitar que se elevara el estatus de Palestina ante la Asamblea General de la ONU en noviembre de 2012, y no explicaron al pueblo palestino que el programa de estrecha cooperación con ellos que proponía Fayad contribuiría a avanzar hacia la independencia.

Quienquiera que sustituya a Fayad, sobre todo si no se lleva bien con Al Fatah, tendrá que sortear esa misma relación inversa entre el apoyo interno y el de Occidente. Su éxito o su fracaso estará en manos de Al Fatah, que tiene una situación demasiado débil para hacer cosas pero lo bastante consistente como para perjudicar a sus enemigos. El cargo de primer ministro es intrínsecamente complicado; la persona que lo ocupa tiene la responsabilidad de recaudar las transferencias fiscales y la ayuda occidental de las que depende la AP, y que sufren interrupciones periódicas por causas que se escapan a su control. Fayad no era el responsable de la estrategia palestina en su conjunto; las decisiones sobre si hay que luchar, querellarse, negociar o cooperar con Israel son competencia de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y su presidente, Abbas. A la hora de la verdad, Fayad cayó porque se convirtió en chivo expiatorio de los problemas de fondo que aquejan al movimiento nacional palestino; sobre todo el malestar político causado por la indecisión de la OLP.

La OLP puede escoger entre dos grandes estrategias: el enfrentamiento o la cooperación. Por un lado, los líderes palestinos pueden asumir una estrategia que les proporcionaría popularidad con los suyos pero podría ser muy peligrosa, que es la de mostrarse más agresivos frente a Israel. Entre otras cosas, podría fomentar de manera más activa las protestas populares (con el riesgo de que degeneren en violencia), ignorar el deseo de EE UU y Europa de que se excluya a Hamás del gobierno palestino y avanzar hacia la reconciliación, o tomar medidas que conduzcan a la internacionalización del conflicto, por ejemplo mediante la incorporación a la Corte Penal Internacional (CPI) y la presentación de demandas contra Israel. Todas estas acciones presionarían a un Tel Aviv complaciente y una comunidad internacional que no hace nada, y les obligaría a reconsiderar el statu quo. Pero también podrían provocar represalias israelíes y grandes reducciones de la ayuda exterior.

Por otro lado, los dirigentes palestinos podrían optar por cooperar más con Israel y las potencias occidentales. Esta estrategia podría incluir el regreso a las medidas graduales en las que se basaba el proceso de Oslo, destinadas a crear confianza. La AP podría pensar en entablar conversaciones sin necesidad de que Israel se comprometiera a paralizar toda la construcción de asentamientos ni aceptara las fronteras de 1967 como base para las negociaciones. También podría iniciar discusiones sobre una serie de acuerdos -como el establecimiento de un Estado con fronteras provisionales- que, sin llegar a ser un tratado de paz definitivo, sí dieran a los palestinos más territorio, más soberanía y más reconocimiento internacional. Sin embargo, Abbas tiene miedo de que tales acuerdos pudieran rebajar las presiones sobre Israel para llegar a una resolución definitiva, granjearle duras críticas internas y debilitar aún más la legitimidad de la OLP y Al Fatah. No cabe duda de que la dimisión de Fayyad le ha servido de recordatorio sobre los riesgos de colaborar demasiado con Occidente.

Ante dos opciones desagradables, los líderes palestinos han tratado de mantener una postura intermedia y menos arriesgada, amenazando con avanzar poco a poco hacia la confrontación mediante medidas que no son lo bastante enérgicas como para tener un coste importante pero, al mismo tiempo, son tan insignificantes que tampoco les proporcionan gran popularidad entre los suyos. Han ofrecido un tibio apoyo a las protestas populares, han dado tímidos pasos hacia la reconciliación con Hamás, han hecho amago de incorporarse a organismos internacionales en los que podrían desafiar a Israel y se han negado a negociar con los israelíes sin que haya antes una paralización de los asentamientos y el compromiso de respetar las fronteras de 1967, a pesar de que, mientras tanto, celebran “reuniones exploratorias” y conversaciones secretas.

Ahora bien, el empeño en nadar y guardar la ropa tiene su coste. La AP ha decidido no decidir y, con ello, ha continuado su lenta decadencia, al dejar a los palestinos cada vez más insatisfechos y permitir que otros acontecimientos y otras fuerzas influyan en el conflicto. Muchas de las protestas de los últimos meses, desde las huelgas de hambre de los presos palestinos hasta las manifestaciones contra su gobierno y contra los colonos israelíes, han sido un intento de llenar ese vacío, esa falta de liderazgo, y reanimar un movimiento nacional estancado. Si no se dispone de una estrategia clara y bien explicada, aumentarán los llamamientos a que se den pasos más audaces hacia el enfrentamiento.

La indecisión de la OLP permite que la población la arrastre -poco a poco y a regañadientes- hacia el conflicto armado. Y eso podría colocar a Abbas en la peor posición posible, teniendo que aguantar los posibles costes de la escalada del conflicto sin obtener ninguna de las contrapartidas, sobre todo en cuestión de apoyo popular. Del mismo modo, al negarse a adoptar una estrategia de mayor cooperación, está renunciando a los posibles beneficios que podría aportarle, como la puesta en libertad de presos palestinos que están en cárceles israelíes, poder comprar armas para las fuerzas de seguridad de la AP, recibir sin problemas las transferencias fiscales y la ayuda exterior, contar con más simpatías en la comunidad internacional, sufrir menos incursiones israelíes en las zonas controladas por los palestinos y ampliar la jurisdicción de la AP en Cisjordania. La estrategia actual no satisface a nadie.

Además, los líderes cisjordanos tienen pocos motivos para no decidirse por una de las dos opciones. Por ejemplo, es cierto que acudir a la CPI podría provocar cierta reacción en contra, pero la AP solo caerá si Estados Unidos, los países europeos e Israel quieren que caiga, cosa muy poco probable. Por el contrario, como se ha visto en repetidas ocasiones, las tres partes creen que el gobierno de la AP, relativamente intransigente pero pacífico, es mucho más atractivo que cualquiera de las alternativas. Tanto los líderes israelíes como los palestinos han negociado mientras apuntaban con una pistola a la cabeza de la AP, pero ambas partes saben que ninguna de las dos va a apretar el gatillo. En noviembre de 2012, las autoridades israelíes hablaron de la posibilidad de provocar la caída de la AP si Abbas se empeñaba en solicitar la elevación del estatus de Palestina en la Asamblea General de la ONU. Éste presentó su solicitud y, como era de esperar, las amenazas de Israel se quedaron en palabras. Un mes después, Abbas amenazó con desmantelar la AP tras conocer un plan para expandir los asentamientos israelíes en torno a Jerusalén, pero también se quedó en nada.

Por su parte, la estrategia de incrementar la cooperación con Israel y los donantes occidentales suscitaría ciertas críticas internas pero no hasta el punto de derrocar el Gobierno. En enero de 2012, las objeciones a las negociaciones directas de la OLP con Israel no llegaron casi ni a los murmullos. Y, si los líderes palestinos aceptaran un Estado con fronteras provisionales, es posible que se encontraran con mucha menos oposición interna de la que creen. Los palestinos ya viven dentro de un Estado, según lo decretado por la Asamblea General de la ONU, con fronteras provisionales, fijadas por los acuerdos de Oslo. Y no parece que la creación legal de ese Estado con fronteras provisionales vaya a eliminar las presiones sobre Israel para llegar a un acuerdo definitivo. Sin un acuerdo de paz, las protestas contra las confiscaciones de tierras y la verja de separación, los esfuerzos para sancionar y boicotear a Israel y las objeciones internacionales a la construcción de asentamientos, las demoliciones de casas, los desplazamientos y las restricciones a la circulación de personas seguirán adelante.

Por último, la indignación contra “las negociaciones por el mero hecho de negociar” -que es lo que muchos palestinos opinan que son- no deja ver el precio que tiene no hacer nada. Durante los últimos años, mientras los líderes palestinos se negaban a entablar negociaciones formales y directas, Israel ha extendido la construcción de asentamientos en Cisjordania, ha consolidado su control de Jerusalén Este y ha aislado cada vez más a Gaza. A cambio, la OLP no ha logrado nada. Si se hubiera sentado a la mesa, quizá no habría conseguido disminuir los avances de Israel, pero probablemente habría obtenido algunas concesiones.

Es evidente que los dirigentes de la AP no son los únicos responsables de la paralización actual. En general, se limitan a reaccionar ante las contradictorias demandas de sus electores. Da la impresión de que los cisjordanos lo quieren todo: librar una resistencia más eficaz contra la ocupación israelí pero sin que eso suponga empeorar el nivel de vida ni sufrir las consecuencias de otra intifada.

Las autoridades de Cisjordania no han sabido aclarar a su pueblo -ni tal vez a sí mismas- que estos dos objetivos son incompatibles. Pero la población ha mostrado sus preferencias con las ruidosas protestas contra la congelación de los salarios y el aumento del coste de la vida, mientras que, por el contrario, las críticas por la reanudación de las negociaciones, la cooperación con Israel en materia de seguridad y la ambivalencia de la AP respecto a las protestas populares han sido muy apagadas. De momento, los palestinos van a seguir arreglándoselas como puedan, ahora sin poder echar a Fayad la culpa de las decisiones que no tomen.

 

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