(Getty Images)

¿Qué hay detrás de la historia de amor con el dinero sucio de oligarcas rusos y autócratas con los banqueros, abogados y políticos en Occidente?

Butler to the World: How Britain Became the Servant of Tycoons, Tax Dodgers, Kleptocrats and Criminals

Oliver Bullough

Profile Books, 2022

The Enablers: How the West Supports Kleptocrats and Corruption – Endangering Our Democracy

Frank Vogl

Rowman and Littlefield, 2022

Dos cauces de dinero sostienen al presidente Vladímir Putin y sus colegas cleptócratas: el primero lleva el dinero occidental a Rusia para pagar el petróleo y el gas y el otro lo lleva de vuelta, una vez robado, para guardarlo de forma segura en los mercados inmobiliarios, las universidades y los partidos políticos europeos y norteamericanos. Los Papeles de Panamá dejaron claro de qué forma las multinacionales occidentales se aseguran los derechos de perforación de petróleo y gas en Rusia (pero también en Nigeria, Angola, etcétera) y quién estaba detrás de las empresas de propiedad anónima registradas en lugares como Guernsey, Chipre, las Islas Vírgenes Británicas y Luxemburgo, que forman parte de las economías occidentales. La lucha contra la marea, cada vez mayor, de dinero sucio ha adquirido nuevo impulso desde la invasión rusa de Ucrania, aunque sea difícil creer al primer ministro británico Boris Johnson cuando dice que “en Reino Unido no hay cabida para el dinero sucio”. Estas afirmaciones resultan ridículas cuando se piensa en la enorme presencia de los principales oligarcas rusos en el mundo inmobiliario y la sociedad de Londres, como donantes de sus grandes universidades y del Partido Conservador, que está inundado de dinero ruso. Por algo la ciudad recibe el apodo de Londongrado. Los beneficiarios de la generosidad rusa consideran a Putin más un padrino que un hombre de Estado. Lo malo es que, después de haber asesinado a disidentes exiliados en el extranjero, su ejército está arrasando Ucrania y asesinando a miles de ucranianos.

Lo que el periodista del FT Tom Burgis denomina Kleptopia libra una guerra no convencional contra la democracia desde hace dos décadas. Hay banqueros, abogados y políticos entre los sobornados, y, aunque se ha escrito más sobre Londres, hace poco hemos visto publicados The Butler to the World (El mayordomo del mundo) de Oliver Bullough y The Enablers: How the West Supports Kleptocrats and Corruption de Frank Vogl, donde Estados Unidos sigue siendo el principal culpable. El autor del primer libro, tan apasionante como un thriller, reconoce que los rusos son los únicos que pueden resolver el problema de Putin pero cree que, por lo menos, podríamos cortarle las alas e impedirles a él y a sus cómplices el acceso a nuestro sistema financiero. Más vale tarde que nunca: la UE y EE UU, por fin, están tomando unas medidas que si se mantienen, con el tiempo, impedirán que los gobernantes rusos entierren su riqueza en lo más profundo de nuestras economías, que sus hijos estudien en colegios ingleses y que sus yates vuelen bajo bandera de los paraísos fiscales británicos. Bullough critica al Reino Unido en un libro lleno de vida. Frank Vogl, periodista económico de largo recorrido, reprende a la clase financiera internacional en un análisis forense con la ventaja de haber trabajado como asesor de comunicación de múltiples instituciones financieras. Hace falta valor para lamentar en qué se ha convertido la profesión que tan bien conoce.

El libro de Oliver Bullough es un relato condenatorio de hasta qué punto ha sacrificado el Reino Unido su integridad en el altar del dinero sucio. Las instituciones británicas, sus leyes y sus tan proclamados valores de honestidad y confianza están profundamente corrompidos por las acciones de banqueros codiciosos, abogados oportunistas y diputados siempre dispuestos a hacer la vista gorda ante cualquier artimaña legal que pueda ayudar a que el dinero —aunque muchas veces sea de dudosa procedencia— fluya hacia la City y la clase dirigente. Es un retrato salvaje de un país que ha perdido su alma y su reputación. ¿Por qué y cómo un país como el Reino Unido se ha convertido en criado —o mayordomo— de los autócratas de todo el mundo? Bullough cuenta la historia con un sentido del humor tranquilo y pesimista que hace que sus retratos forenses de los personajes que permitieron esa descomposición sean aún más convincentes. Los oligarcas rusos, como los ricos árabes y nigerianos, valoran el Estado de derecho en Gran Bretaña siempre que los deje en paz. Entre la población local que se ha beneficiado hay gente tan variada como, por ejemplo, contables, trabajadoras del sexo, banqueros, paseadores de perros, guardaespaldas y universidades.

Los ejemplos detallados a veces son aterradores, incluso para este escritor que empezó a trabajar en la City de Londres en 1972 y permaneció allí un cuarto de siglo. Hace diez años pregunté a un viejo amigo mío, hijo de un conde, por qué su hermano, recién retirado del servicio diplomático británico, se había ido a trabajar para un oligarca ruso. La respuesta fue tajante: “Todos somos prostituibles, de alguna manera tenemos que ganar dinero”. Las cloacas que transportan dinero sucio han manchado la reputación de Cambridge y la LSE y han salpicado a la familia real, algunos de cuyos miembros pueden sufrir un proceso de “colonización a la inversa”, según la hilarante descripción del periodista y escritor británico, Simon Kuper. El príncipe Andrés vendió su mansión de Sunninghill Park por 15 millones de libras esterlinas, es decir, 3 millones por encima del precio inicial de venta, a Timur Kulibáyev, multimillonario y yerno del expresidente de Kazajistán. Es conocida su amistad con uno de los hijos de Muammar Gaddafi, Saif, y con un yerno del exdictador tunecino Ben Alí, Sakr el Matri. Ya en 2014, Lubov Chernukhin, cuyo marido fue ministro de Putin, pagó 160.000 libras esterlinas para jugar al tenis con Boris Johnson, que entonces era alcalde de Londres. Chernukhin ha donado al Partido Conservador más de 2 millones de libras desde que se convirtió en ciudadana británica.

El Reino Unido, que había perdido un imperio y no encontraba su papel —según la cruel, pero certera opinión del exsecretario de Estado norteamericano, Dean Acheson—, después de la humillación de Suez, en 1957, empezó la circulación de dinero en todo el mundo sin hacer preguntas. Cuando informaba sobre los mercados internacionales de capitales para el FT, en el periodo 1977-1981, se podía decir que las consecuencias negativas de esa política estaban contenidas. Frank Vogl, que conoce muy bien el mundo de la banca, menciona los nombres de Paul Volcker, durante mucho tiempo presidente de la Reserva Federal, y el director general del Bank of America, Tom Clausen.  Después de que el primero se retirara y el segundo se incorporara al Banco Mundial, ambos trataron de solucionar los fallos del sistema. Los dos eran hombres íntegros. Los dos comprendían la necesidad de una regulación. Mientras los banqueros inventaban vehículos de inversión cada vez más sofisticados, la Reserva Federal y otros reguladores no lograron evitar el derrumbe que se produjo de forma espectacular en 2008.

Desde luego, Vogl tiene razón cuando dice que Estados Unidos debe tomar la iniciativa. Sus bancos y su sector financiero en general son mucho más poderosos que los del Reino Unido, y cuenta con héroes dispuestos a luchar, ya sean ONG o el Congreso: el difunto senador Carl Levin incluyó unas cláusulas contra el blanqueo de dinero en la Ley Patriótica aprobada tras el 11S y el sistema judicial del país ha demostrado su poder, no siempre, pero sí lo suficiente como para justificar cierto optimismo. El senador Sheldon Whitehouse ha advertido de la existencia de un nuevo “choque de civilizaciones, entre la civilización del Estado de derecho y una civilización autocrática y cleptocrática”. Junto con el exdirector general de la CIA David Petraeus ha advertido de que “la corrupción no solo es una de las armas más poderosas que esgrimen los rivales autoritarios de Estados Unidos, sino que también es, en muchos casos, lo que sostiene a esos regímenes en el poder, y es su talón de Aquiles”. Algunos legisladores estadounidenses y otros altos cargos de la clase dirigente norteamericana parecen haber comprendido, mejor que en Londres, que “la lucha contra la corrupción no es una mera cuestión moral y legal; es ya una cuestión estratégica y un campo de batalla de la rivalidad entre las grandes potencias”.

Protesta contra propiedades de oligarcas rusos en Londres. (Thabo Jaiyesimi/SOPA Images/LightRocket via Getty Images)

El autor reconoce que quienes combaten la corrupción no se rendirán, porque comparten un gran sentimiento de injusticia. Cree que no dejarán de alzar la voz hasta lograr soluciones concretas y eficaces para sus legítimas preocupaciones. Destaca esta cita: “Las estrechas relaciones entre las empresas occidentales y los regímenes cleptócratas significan que nuestros gobiernos son cómplices de esos regímenes y, por el momento, los cleptócratas están ganando”. Este libro se escribió antes del ataque ruso contra Ucrania y la congelación sin precedentes de bienes públicos y privados rusos en Occidente. Esperemos que los líderes occidentales hayan abierto los ojos, pero las presiones de las grandes empresas occidentales —entre otras, las del sector de la defensa— cuando persiguen los grandes contratos con China, Rusia, los productores de gas y petróleo de Oriente Medio y África, etcétera, es enorme. Hasta que no se tomen medidas más sistemáticas contra los facilitadores, no se ganará la guerra.

Frank Vogl fue uno de los cofundadores de Transparency International en 1993. Otras ONG como GFI (Integridad Financiera Global), POGO (Proyecto sobre la Supervisión del Gobierno) y FACT (Coalición para la Responsabilidad Financiera y la Transparencia Corporativa), que es una alianza no partidista de más de cien organizaciones estatales, nacionales e internacionales que trabajan por un sistema fiscal justo, están haciendo todos los esfuerzos para contribuir a limpiar el sistema. Vogl no es el único que teme que el celo actual de las autoridades occidentales contra los oligarcas rusos se desvanezca con el tiempo. Los oligarcas siguen teniendo un poder temible, porque se hicieron con el control de las mayores empresas de Rusia a principios y mediados de los 90, en una época en la que era imprescindible estar conectados con el entorno del presidente Yeltsin, disponer de la protección de la mafia y tener vínculos opacos con los bancos rusos.

La Red de Justicia Fiscal del Reino Unido resume el reto con unas palabras que constituyen una conclusión apropiada sobre el enorme peligro que supone para la democracia nuestra historia de amor con el dinero sucio: “Décadas de cortejar las finanzas de dictadores, evasores de impuestos y el crimen organizado a base de ofrecer secreto financiero y regulaciones ciegas han hecho casi imposible que los gobiernos (occidentales) puedan rastrear los miles de millones que posee en activos y patrimonio, el objetivo de las sanciones. Se calcula que hay alrededor de 10 billones de dólares a resguardo de forma anónima en paraísos fiscales. De modo que las cuatro preguntas que hay que responder son las siguientes:

¿Aumentarán los gobiernos occidentales los presupuestos de sus departamentos de justicia?

¿Aprobarán normas y leyes sobre beneficiarios reales que impidan la existencia de vacíos legales?

¿Acabarán con los sistemas de “visados y pasaportes de oro” que muchos países ofrecen a los superricos?

¿Instituirán nuevas leyes para llevar a prisión a los facilitadores occidentales de los oligarcas rusos y de otros países si siguen ayudando a los blanqueadores de dinero?

El papel de Estados Unidos es esencial en esta lucha, pero la Unión Europea no tiene por qué esperar a que actúen Londres o Washington. La seguridad futura de Europa y la solidez de sus instituciones democráticas dependen de que se barra de los establos de Augías el dinero de la delincuencia internacional.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.