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Por mucho que Barack Obama tenga que preocuparse por Afganistán e Irak en estos momentos, probablemente será Irán el reto más grave para el presidente estadounidense en el ámbito de la política exterior durante los próximos meses. A estas alturas, está claro que el régimen de los ayatolás persigue las armas nucleares -en plural, no sólo una. El objetivo de Teherán es obtener un arsenal de armamento atómico. La única cuestión sin aclarar es si lo mantendría con fines disuasorios y de política de poder regional o si llegaría a usarlo. La respuesta dependerá del equilibrio de poderes entre los líderes iraníes.

Obama tiene básicamente dos opciones. Puede provocar a los líderes de la república islámica o puede intentar influir en ellos, inclinando la balanza a favor de los moderados. Las opciones mencionadas hasta ahora en los círculos políticos han sido, entre otras, atacar Irán, apoyar un ataque israelí o imponer sanciones aún más severas. Sin embargo, ninguna de estas va a funcionar y todas supondrán una reacción: reforzará a los elementos más radicales del régimen ofreciéndoles un pretexto para atacar Israel o a Occidente. El presidente debe resistir la tentación de emplear instrumentos de poder muy visibles pero demasiado bruscos.

Al contrario, la Administración Obama debe trabajar para aislar a los fanáticos religiosos y sus aliados entre los Guardianes de la Revolución reforzando a los moderados. Entre los elementos de una estrategia de este tipo se encuentran: aumentar la apertura económica y cultural con Irán, coordinarse muy bien con los socios extranjeros, desde Europa y Turquía a Rusia y China, y alinear los planes de defensa antimisiles de la OTAN con su eterno rival, Moscú. No hay garantías, por supuesto, de que esta estrategia funcione. Pero al menos asegura que EE UU no empeorará las cosas regalando a los fanáticos una victoria en el campo de las relaciones públicas. Puede que sea irremediable que Irán tenga la bomba, pero aún se puede evitar que la utilice.